BLANCA
CLUB REINAS, LUGO
Vasile Cucoara, alias Vlad, prosperó rápidamente en el negocio de la prostitución. En poco más de dos años había conseguido colocar a las chicas que traía de su país en varias docenas de burdeles desperdigados por toda España. A diferencia de lo que ocurría con las redes latinas, los proxenetas lituanos, rumanos o polacos con frecuencia entregaban la «mercancía» en mano, transportando a las chicas desde Bucarest hasta los países receptores, por carretera. El océano Atlántico y el mar Mediterráneo suponían una dificultad geográfica a las redes de tráfico de seres humanos magrebíes, subsaharianas o latinas, que no sufrían los europeos del Este. Además, el Acuerdo de Schengen en vigor desde 1995 había abierto las fronteras, facilitando el comercio entre la Comunidad Europea. Y al fin y al cabo, eso era Cucoara, un comerciante. Un mercader de mujeres. Desde la admisión de Rumanía y Bulgaria en la Unión Europea en enero de 2007, todo era más fácil para él.
Los pequeños tratantes de blancas, como Vlad, podían cargar de «mercancía» un coche o una camioneta en Bucarest, Brasov, Constanza o Cluj-Napoca y transportarlas directamente hasta Roma, Berlín, París o Madrid, evitando todo control policial. Solo hacía falta un poco de astucia, sangre fría y ambición, y Vlad estaba sobrado de todas ellas.
El negocio era obscenamente sencillo. Como si de un viajante o comercial de cualquier servicio hostelero se tratase, Vlad y sus hombres visitaban los burdeles de carretera, pisos clandestinos, whiskerías y locales de alterne para ofrecer a sus chicas. La única condición que exigían es que el dinero reunido por las mujeres les sería retenido, y ellos se pasarían a cobrar regularmente. «Después ya nosotros hacemos nuestras cuentas con ellas», decían siempre a los dueños del club. Unos aceptaban y otros no. Pero la mayoría de los propietarios de los clubs de alterne no podían resistir la tentación de engrosar su oferta de mujeres con aquellas diosas altas, rubias, de ojos claros, eslavas meridionales llegadas desde el Este. El Reinas era solo uno de sus clientes…
Alexandra Cardona, por su parte, se mantenía firme en su disciplina: no dormir más de cinco horas, un refrigerio clandestino en la cocina, y después una larga carrera por todo el polígono de O Ceao, antes o después de un rato en el gimnasio.
Pero aquella mañana su rutina se vería alterada. Álex regresaba al club tras haber recorrido varios kilómetros desde la gasolinera del extremo norte del polígono. Estaba a punto de entrar en el Reinas cuando de pronto se dio cuenta de que los pájaros, el único sonido que rompía el denso silencio en la finca, habían dejado de cantar. Entonces escuchó el sonido del motor: era un coche grande, quizá un todoterreno. Y se estaba acercando.
La colombiana se escondió tras unos arbustos. Era demasiado temprano para la visita de un cliente y sintió curiosidad. Nadie prohibía a las chicas circular libremente por la finca, pero sabía que su comportamiento, tan diferente al del resto de las inquilinas, despertaría sospechas y prefirió no tener que dar explicaciones. Desde su escondite pudo ver el flamante Mercedes Benz GL, que se había parado ante la verja del club y había tocado dos veces el claxon.
Alguien había activado la apertura automática de la verja metálica para dar acceso al Mercedes al aparcamiento del club, y al tiempo que el enorme todoterreno aparcaba frente a la puerta del Reinas, don José, el Patrón, salía del edificio para encontrarse con los ocupantes.
—Buenos días, Pepe —dijo el tipo que descendía del asiento del copiloto, con un marcado acento extranjero. Centroeuropeo. Un tipo joven. Álex calculó que de unos veintipocos años, pero de aspecto temible. Alto, fuerte, de cabello completamente engominado, y con un extraño tatuaje que asomaba a la altura del cuello y que no supo identificar.
—Carallo, Vlad, ¿los rumanos no dormís nunca? Te dije que podías venir hoy, pero no tan temprano —le respondió el Patrón, todavía despeinado y en pijama, visiblemente contrariado por el madrugón, pero respondiendo al apretón de manos que el otro le ofrecía.
—El tiempo es dinero, amigo. Y no gusta malgastarlo.
—Ya. ¿Qué me traes esta vez?
Vlad se giró hacia el coche e hizo un gesto al conductor para que hiciese bajar del todoterreno al resto de los ocupantes: tres chicas tan jóvenes como visiblemente asustadas. Dos de ellas permanecían juntas, cogidas de la mano. La tercera, mucho más alta, permanecía sola, y desde su escondite en la parte trasera de la finca a Álex le pareció mucho más desvalida y desconcertada, a pesar de su enorme estatura y evidente fortaleza física.
—Hai, grabeste-te! —gritó el otro hombre, mientras empujaba a las chicas sin ningún miramiento.
—Aquí te traigo tres bellezas del Este —dijo el tipo del tatuaje—. La más alta es Blanca, diecinueve años. Las otras son Anna e Irina, de veintidós y veinticuatro. No entienden nada de español, pero muy obedientes, no darán problemas a ti.
—Me quedo con la alta y con una de las otras. Ahora no tengo sitio para todas. La tercera llévasela al Erotic o al Mariposas, que andan escasos de rumanas.
—Como quieras. Cuando canses de ellas avisa a mí y cambio por otras.
—Okey. Creo que podrán estar un par de meses, antes de que los clientes se aburran. Si no dan problemas, en dos meses te las llevas y me traes a otras. Lo importante es que los clientes vean caras nuevas por aquí, aunque las del Este siempre tienen buena salida.
—Tú cumple tu parte y seguiremos haciendo negocios. Guarda el dinero que ganen estas, y pasaré a cobrar en un mes. Como siempre.
Mientras el otro hombre sacaba dos bolsas de viaje del maletero, Vlad se acercó a las dos jóvenes rumanas, que permanecían cogidas de la mano, y les susurró algo al oído. Inmediatamente ambas rompieron a llorar, fundiéndose en un abrazo. Álex pudo escuchar con toda claridad sus gritos —«Va rugam, nu, nu…!»—, pero aunque no entendió el significado de sus súplicas, por la violencia con que el tipo del tatuaje y su compinche las zarandeaban para romper su abrazo, resultaba evidente que aquellas chicas no querían separarse.
Sin ningún miramiento, el conductor del vehículo agarró a una de las chicas por el cabello, la empujó de nuevo dentro del coche y cerró la puerta violentamente. La más alta no dejaba de temblar, inmóvil en el mismo lugar donde la habían dejado. Igual que un perrillo abandonado en la cuneta de cualquier carretera, que permanece paralizado, esperando que su amo regrese a recogerlo.
Cuando el coche de los rumanos arrancó de nuevo, la más baja hizo el ademán de salir corriendo tras él, pero don José la agarró con fuerza por el brazo, intentando calmarla con aquella verborrea que a Álex le resultaba tan familiar: «Vamos, pequeña, tranquila, aquí vas a estar bien, no te asustes, no te va a pasar nada malo… Aquí nadie te va a obligar a nada que no quieras hacer…».
Mientras entraba por la puerta del Reinas, la recién llegada más alta giró la cabeza a la derecha, y sus ojos, cubiertos de lágrimas, se encontraron con los de Álex. La colombiana sintió una inmensa compasión ante las lágrimas de aquella joven enorme y voluptuosa. Parecía una valkiria, como si hubiese nacido unos cuantos miles de kilómetros más al sur de lo que le correspondía, y Álex supo que no iba a delatarla. Le sonrió. La rumana no devolvió la sonrisa. No tenía fuerzas.
Blanca e Irina, las dos rumanas recién llegadas, nunca congeniaron. Sus personalidades eran muy distintas. Irina se adaptó pronto. Blanca, sin embargo, lo pasó realmente mal durante los primeros días. En cuanto descubrió lo que tenía que hacer en aquel lugar, intentó rebelarse, y Vlad Cucoara se vio obligado a regresar al club un par de días después, durante los que la rumana no comió ni bebió nada, para recordarle cuáles eran sus obligaciones. Debió de resultar muy elocuente, porque la tercera noche Blanca bajó por primera vez al salón del club. Cojeaba y presentaba algunos moratones en los brazos y en la cara, y probablemente alguno más bajo la ropa que no era tan evidente, pero aun así la novedad y su enorme estatura la hacían destacar entre las demás, y no le faltaban los clientes.
Solo aguantó unos días más. Poco después de su llegada al Reinas desapareció. Según Irina, de madrugada, después de que el Reinas hubiese cerrado sus puertas, se arrojó desde la ventana del primer piso al descampado de la finca —las ventanas de la planta baja estaban enrejadas—, y después saltó el muro que cercaba el terreno del club, dejándose parte de la piel en el alambre de espinos. Su paisana no alertó a nadie hasta la mañana siguiente. Ese día hubo mucho movimiento en el club. Coches de Policía que entraban y salían. El Patrón, Manuel (el encargado del Calima), Zezi, la Mami, todos se movían de un lugar a otro hablando constantemente por sus teléfonos móviles. Todo el mundo buscaba a la rumana por la ciudad. Incluido Vlad Cucoara, que tuvo que regresar a Lugo de nuevo expresamente, a causa de la desaparición de una de sus chicas. Pero nadie pudo encontrarla.
Blanca regresó por voluntad propia una semana después. Según contaban las compañeras, había estado viviendo en la calle, como una pordiosera, recogiendo comida de las papeleras y durmiendo en los bancos del parque o en los cajeros automáticos, hasta que el hambre, el miedo y el frío habían conseguido doblegar su voluntad. Sin dinero, sin pasaporte, sin conocer el idioma, sin amigos, solo había conseguido mantener su libertad durante siete días fuera del Reinas. Cuando regresó, ya no era la misma. Domada por un giro del destino que no esperaba, se había resignado a su suerte.