ÁLEX
ALGÚN LUGAR AL ESTE DE BOGOTÁ, COLOMBIA
«Piensa, Álex, piensa… Respira profundo. Cálmate, no seas pendeja y, sobre todo, no pierdas los nervios. ¿Cómo vas a salir de este mierdero? Mira a tu alrededor. ¿Qué ves? Analiza la vaina fríamente. ¿Qué te diría papá ahora…?».
Alexandra Cardona, diecinueve años. Por las mañanas, estudiante en el Departamento de Química de la Universidad Nacional de Colombia (UNC). Por las tardes, empleada en una zapatería del Centro Comercial Andino, en la zona rosa de Bogotá. Amante de la lectura, la música, el ajedrez y una buena Bavaria fría, en la Bogotá Beer Company, al salir del trabajo. Una joven completamente normal, que nunca se había visto en una situación semejante. Completamente normal… en apariencia.
«Esto es un almacén —pensó intentando controlar los nervios—, o un trastero. No hay teléfono y me han quitado el celular. No veo más puertas que esta y está cerrada con llave… Piensa, Álex, piensa. La ventana. Asómate a la ventana, ¿qué ves?».
Era un primer piso de lo que parecía una especie de nave industrial. No reconoció el barrio, pero no podían estar demasiado lejos de Andino. Quizá Altos de la Cabrera, o Transversal 4A o 4C… Por las montañas dedujo que seguían al este de Bogotá; apenas habían tardado unos minutos en llegar a aquel lugar.
Había anochecido y desde la ventana no tenía muchas referencias. Solo aquel aparcamiento a la espalda del edificio. Justo debajo de la ventana se encontraba el coche donde los sicarios los habían metido por la fuerza, al salir confiados y despreocupados de la cervecería. Y allí estaba Carlos Alberto, su novio desde hacía casi dos años. Lo estaban golpeando con fuerza, sangraba mucho por la boca y por la nariz, y permanecía arrodillado. Mientras uno de los matones lo sujetaba, el más alto se ocupaba del interrogatorio.
—Hable ya, marica. ¿Dónde está la merca?
—Yo le juro que la entregué toda, patrón, todo lo que me dieron.
—Hijueputa, no lleva ni un año trabajando acá y se cree más listo que nosotros.
El que llevaba la voz cantante no se andaba con contemplaciones. Empuñaba sin compasión aquel martillo de carpintero, y mientras el segundo sicario sujetaba la mano derecha de Carlos Alberto pegada al asfalto, él le destrozaba los dedos. Primero el meñique, después el anular. Crac… Sonaba a huesos rotos.
Sus alaridos retumbaban en el aparcamiento, pero nadie se asomaba a las ventanas y Álex no pudo contener el llanto. Antes de machacarle el dedo medio, el sicario volvió a preguntar:
—Dele, malparido, no tengo toda la noche. ¿Dónde escondió el medio kilo que falta?
—Me obligaron, yo no quería, yo no quería… —balbuceaba su novio con la voz quebrada por el llanto. Solo tardó dos dedos en derrumbarse.
El sicario no esperó. No quería excusas, sino respuestas. El martillo de carpintero destrozó el dedo medio, y después el índice, salpicando de sangre y carne machacada el asfalto.
—Lo tiene ella, mi novia…
Álex pegó un brinco. No podía creer lo que estaba escuchando: su amado la había involucrado en aquel ajuste de cuentas entre mafiosos, y lo peor es que ella no tenía ni idea de a qué se refería. No iba a tardar en averiguarlo.
—Está en su taquilla, en la facultad. En una bolsa de deporte amarilla…
Se sintió morir, embriagada por un torrente desbordante de sentimientos contradictorios. Acababa de descubrir que su novio, estudiante de Ingeniería en el mismo campus de la UNC, trabajaba para un cártel del narco y la había implicado a ella en aquel asunto, sin siquiera haberla informado. Le odió por ello. Sin embargo, sus alaridos de dolor, sus súplicas y ruegos de clemencia también despertaban su compasión. Un sentimiento que no compartían los gatilleros.
—Pero ella no sabía…
No pudo terminar la frase. El martillo de carpintero impactó contra su cráneo, cascándolo como una nuez. Cayó fulminado en el acto.
Álex apretó los dientes para no gritar, y se secó las lágrimas con la manga del vestido. Se le había nublado la visión, aunque las palabras del psicópata del martillo la hicieron reaccionar.
—Dele plomo a la fulana y nos vamos a por la merca.
—Coño, no, pana. —Álex reconoció el acento venezolano del segundo sicario—. Qué desperdicio de colita. ¿No ha visto lo linda que está la muchacha? Deme diez minutos para cogérmela antes de mandarla a chupar gladiolo. Es un pecado darle plomo a ese culito sin haberlo catado.
—¿Está mamando gallo? —respondió el que parecía el patrón—. ¿Quiere festejar antes de terminar el trabajo?
—Solo digo que no hay prisa, la merca no va a ir a ningún lado. Podemos relajarnos un poco con la muchacha y luego rematamos el encargo.
«Vas a morir, Álex. Te van a coger y después te van a matar. Vamos, piensa…». Por un momento le pareció escuchar la voz de su padre, cuando la retaba a completar los puzles más complejos siendo apenas una niña. O a medirse en el tablero de ajedrez. O a corregir con él los problemas de física y química, en los exámenes de sus alumnos del liceo. El padre de Álex era profesor de ciencias, y sindicalista. Hasta que una bala de los paracos se lo llevó por delante.
«Piensa, Álex, piensa. Papá siempre decía que los problemas no se resuelven con el corazón, sino con el cerebro. Busca herramientas. Analiza tus opciones. Encuentra la solución…». Pero una cosa era enfrentarse a un problema de química, a un puzle de mil piezas o al tablero de ajedrez con su padre, y otra contener el odio por la traición del amado y el terror a lo que se avecinaba, y pensar con claridad.
La última frase que pronunció el del martillo echó a rodar la reacción en cadena. Tenía solo unos minutos.
—Dele, pero no se demore.
—Coño, pana, ¿no va a subir a cogérsela también?
—Deme el celular. Yo voy a llamar a Cali para reportar. Pero antes de subir meta a este mamahuevo en el maletero…
Alexandra Cardona respiró hondo. Con el estómago, como le enseñó su padre. Se dio la vuelta y volvió a revisar la habitación, escrutando detenidamente cada detalle. No había mucho en que fijarse. Definitivamente, era un almacén pequeño. No había ninguna herramienta que pudiese utilizar como arma. Apenas unas cajas de cartón vacías, algunos muebles y trastos desperdigados por el suelo. Algunos trapos sucios, un trozo de estropajo, un cepillo, un bote de pintura reseca… Al fondo, un cubo de plástico, una escoba rota, un cajón de madera. Sobre la estantería, unos botes de cristal vacíos, diarios atrasados, un par de rollos de cinta de embalar, una linterna… Junto a la puerta, una mesa vieja, un par de sillas, más cajas…
«Maldita sea, no veo nada. Papá, papito, ayúdeme… Virgencita mía, ¿qué hago?». Y como si llegase directamente desde el otro mundo, o desde lo más profundo de su memoria, volvió a escuchar la voz del viejo profesor, repitiéndole, como tantas veces en su infancia: Busque herramientas, analice sus opciones, encuentre la solución.
«Herramientas. ¡Eso es!». Alexandra Cardona se agachó tan rápido como pudo y vació su bolso en el suelo del almacén abandonado. Los sicarios le habían arrancado el bolso en cuanto la metieron en el auto a punta de pistola, pero solo le quitaron la batería a su teléfono móvil para evitar que pidiese ayuda. Le habían devuelto todo lo demás. Ese fue su error.
Con apenas seis añitos, su padre le había traído de los Estados Unidos un juego de química, y allí descubrió su fascinación por la transmutación de los elementos, la manipulación de la materia y la magia de transformar unas sustancias en otras, combinando los ingredientes con la pericia de un chef de alta cocina. Allí nació su vocación por la ciencia. Y ahora, en aquel mugriento almacén, tenía que improvisar un plato rápido.
Los objetos cotidianos que pueden encontrarse en la mayoría de los bolsos femeninos, a primera vista inofensivos, se desperdigaron sobre el suelo de madera. Afortunadamente, aquella tarde se había citado con su novio y tenía todo el kit disponible, y donde un profano solo veía quitaesmalte, rímel, pintalabios o esmalte de uñas, Álex veía acetona, isododecano, ácido carmínico y hasta nitrocelulosa, empleada como base en algunos explosivos. Y había más: un pequeño espejo, horquillas del pelo, unas pinzas de depilar e incluso un pequeño bote de laca para el cabello en spray. Más que suficiente. Un bolso de mujer es mucho más que un contenedor de cosméticos. Es un arsenal de combate.
Se asomó a la ventana, justo para ver cómo el venezolano introducía el cuerpo de su novio en el maletero, y sintió que le flaqueaban las piernas. «Casi no hay tiempo. Reacciona, Álex, ya llorarás después…».
Tomó las pinzas de depilar y una de las horquillas y se acercó a la puerta. La cerradura era bastante antigua, no sería ningún problema. Su hermano mayor, John Jairo, le había enseñado a abrirlas con relativa facilidad, cuando siendo un adolescente se había juntado con las peores compañías del barrio. Su madre los encerraba en la casa para obligarlos a estudiar en las tardes de verano, y ellos aprendieron a quebrantar el castigo forzando la puerta de su cautiverio con cualquier objeto que tuvieran a mano. No es necesario ningún juego de ganzúas. Una vez conoces el funcionamiento de una cerradura, es más que suficiente con un trozo de metal en forma de L que permita presionar el cilindro mientras otro metal recto juguetea con los pistones. Con los candados existe otra técnica igual de sencilla que John Jairo también le había enseñado de niña, para poder abrir el arcón de los juguetes cuando su madre, enfadada por alguna travesura, se los escondía como castigo. ¿Dónde estaría su hermano mayor ahora? ¿Seguiría con vida? Cada cierto tiempo la policía o algún agente de la inteligencia colombiana las molestaba preguntándoles si sabían algo de John Jairo, pero hacía meses que no se pasaban por casa…
Álex expulsó de su mente aquel pensamiento y se concentró en la cerradura. La pinza de depilar haría palanca en el cilindro. La abrió en forma de L. Entraba perfectamente, pero las horquillas resultaron demasiado gruesas, no encajaban en el carril. Álex volvió a explorar su arsenal. Necesitaba un arma de menor calibre. «¡Bingo!». Un imperdible. Era perfecto para eso. Tenía todo lo que le hacía falta para forzar la cerradura… menos tiempo.
Escuchó con nitidez el golpe del maletero al cerrarse. Seco, como la tapa de un ataúd. Eso significaba que comenzaba la cuenta atrás. Y que el venezolano empezaba a caminar hacia la entrada, rodeando el edificio para subir al almacén…
«Concéntrate, lo has hecho mil veces. Presiona la palanca hacia la izquierda. Mueve los pistones con el imperdible. Arriba y abajo. Una vez más… hasta que la palanca gire». Un intento, dos, tres, cuatro, cinco… Clic. Por fin la pinza de depilar giró en el sentido de las agujas del reloj. La cerradura estaba abierta.
Demasiado tarde. Al asomarse al pasillo escuchó con claridad cómo se abría una puerta metálica en el piso inferior. El venezolano estaba entrando en el edificio, cerrándole la única vía de escape. Necesitaba una distracción.
Volvió a entrar en el almacén y a observar detenidamente el arsenal que tenía a su disposición. El viejo profesor siempre la enseñó a mirar donde los demás solo ven. Aquella escoba rota podía convertirse en una temible estaca, pero era una joven menuda, pequeña, y no se veía con fuerzas para un enfrentamiento directo con aquel hombre dispuesto a forzarla y asesinarla.
La laca… El spray resulta altamente inflamable en suspensión, pero para convertirlo en un pequeño lanzallamas necesitaba un iniciador. Se maldijo por no fumar, porque en ese momento un mechero o una caja de fósforos le habrían sido muy útiles.
La acetona del quitaesmalte era otra opción. Al igual que el esmalte de uñas —compuesto de nitrocelulosa, formaldehído o tolueno, entre otros—, es muy inflamable. Había suerte. Había comprado el quitaesmalte esa misma tarde, el bote estaba casi lleno. Era su mejor baza.
Tomó un pequeño recipiente de cristal de la estantería y vació en él los cosméticos. Entre la acetona y el esmalte tenía suficiente cantidad para la carga y para la mecha. Se cortó un trozo de falda, la empapó bien y después la ató fuertemente al tarro después de cerrarlo. Ahora solo necesitaba el iniciador.
Cualquier estudiante de química conoce muchas formas de hacer fuego; es uno de los juegos clásicos en primero de laboratorio. Álex miró a su alrededor. No tenía tiempo para procesos químicos complejos, ni para juegos de óptica, ni para frotamientos tediosos. Necesitaba algo instantáneo. Busque, analice, encuentre…, resonó de nuevo en su memoria la voz del viejo profesor. «¡Eso es!». Un trozo viejo de estropajo de lana de acero, entre los útiles de limpieza. Era perfecto. Ahora solo necesitaba un poco de electricidad. Si no le hubiesen quitado la batería del móvil, podría haberla usado. También podía usar uno de los enchufes de la habitación. Pero se dejó llevar por la intuición. Tomó una vieja linterna de la estantería. No funcionaba. Sintió una punzada en el corazón. La observó con más detenimiento. «Menos mal», la bombilla estaba fundida…, aún había esperanza. «Por favor, por favor, que la batería no esté descargada…».
Sacó las pilas y cerró un circuito entre el polo positivo y negativo con el estropajo de lana de acero. Es el mismo principio físico de la bombilla: en cuanto la electricidad entró en contacto con las finas hebras de metal, estas alcanzaron su umbral de tolerancia y lo sobrepasaron, convirtiéndose en cientos de pequeños filamentos incandescentes. Sopló con suavidad, un poco de aire para avivar la llama, y en menos de dos segundos el estropajo ardía por efecto de la electricidad. No existe una forma más rápida y espectacular de hacer fuego de la nada.
Álex no perdió tiempo. Acercó la llama al improvisado cóctel molotov con su carga de acetona, y la mecha prendió al instante. Después lo arrojó por la ventana, apuntando al psicópata del martillo, que continuaba hablando con alguien a través de su teléfono móvil. No sospechaba lo que se le venía encima.
En cuanto el cristal estalló contra el suelo, la acetona se inflamó, prendiendo fuego al pantalón y la americana del matón. No hizo falta más. Los gritos del patrón, como un cerdo en el matadero, alertaron al venezolano, que inmediatamente se dio la vuelta y salió del edificio para correr en su ayuda.
Álex aprovechó ese momento para recoger su bolso, quitarse los zapatitos de tacón que había escogido para la cita con Carlos Alberto y echar a correr descalza como alma que lleva el diablo. Tenía poca ventaja. Los matones no tardarían en advertir su fuga…