LATINA, JOVENCITA. HOTEL Y DOMICILIO
HOTEL LUCUS, CENTRO DE LUGO
—¿Un cigarrillo, Salomé? —preguntó el policía desde la cama mientras Alexandra Cardona comenzaba a vestirse una vez concluido el servicio.
—No, gracias —respondió su alter ego.
—Si no te molesta, yo sí voy a fumarme uno.
La colombiana entró en el cuarto de baño para terminar de arreglarse.
—No entiendo cómo una chica tan guapa y tan inteligente como tú se dedica a esto —dijo él desde la cama.
—Ni yo cómo un policía tan guapo como usted tiene que contratar a chicas como yo.
El funcionario acusó el golpe. Era rápida, y lista. Esa era una de las cosas que más le atraían de ella. Como su rebeldía.
—Tienes razón…, pero te contrato a ti como podría contratar a una abogada, o a una enfermera. Tú me ofreces un servicio y yo pago gustoso por él. No hay nada malo en eso, ¿no?
—¿Yo le ofrezco un servicio? Querrá decir que se lo ofrece la empresa.
—¿Qué diferencia hay?
—La misma entre que usted fuese un detective privado o un investigador freelance, y que tenga que someterse a las normas y límites del Estado.
El policía dio otra calada al cigarrillo. No era fácil arrinconarla dialécticamente.
—¿Y llevas mucho en España?
—Lo suficiente como para hacerme una idea de cómo funcionan las cosas acá…, aquí.
—¿Qué quieres decir? ¿No te gusta mi país?
—Su país es muy bello. Lo que no me gusta son algunas personas que viven en él.
—Espero que no lo digas por mí. ¿No te gusto? Has dicho que soy guapo…
—¿Cambiaría eso algo?
—Porque a mí tú sí me gustas… muchísimo.
Álex no respondió. Terminó de arreglarse, recogió su bolso y a continuación se acercó a la mesilla de noche.
—¿Le importa que haga una llamada? Tengo que avisar para que me envíen el taxi.
—Claro, por supuesto —respondió el funcionario mientras acercaba el teléfono a la colombiana—. Pero ¿no puedes quedarte un ratito más? Solo para charlar, ¿eh?
—Me temo que no. No puedo retrasarme en regresar, o me costará plata.
La joven se acercó al teléfono de la mesilla, marcó el número que le había apuntado la Mami en un papel y esperó.
—Diga —reconoció inmediatamente la voz de la brasileña.
—Soy A… Soy Salomé. Ya terminé. Salgo ahora del hotel.
—Bien. Te mando el taxi. En diez minutos lo tienes en la puerta.
Colgó el auricular y se puso el abrigo.
—Has dicho que te costaría dinero si te retrasas… —insistió el policía—. ¿Hay algún problema en el club?
—Eso debería preguntárselo a sus compañeros. Creo que lo conocen mejor que yo.
—Escucha, no quiero presionarte ni nada parecido, pero si tienes algún problema, si pasa algo raro en el club…, nosotros tenemos un programa de protección a testigos que colaboran en las investigaciones. Tenlo en cuenta.
Salomé dudó. ¿Y si le contase lo que había visto en la parte de atrás? Los policías disparando, bebiendo y consumiendo cocaína con el Patrón. O las deudas que asumían las chicas al venir a España, y con las que eran extorsionadas. O los rumores sobre las palizas que don José propinaba a su exesposa y la malsana presencia de su hija en el burdel… Eso por fuerza tenía que ser ilegal. Pero sobre todo pensó en que si el Patrón descubría el contenido de su teléfono móvil, iba a necesitar toda la ayuda que pudiese encontrar en España, y sus opciones eran muy limitadas. ¿Podría aquel cliente convertirse en un aliado?
—Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Y si quisiese ponerme en contacto con usted?
Esta vez fue él quien dudó. Una cosa era ligar con una fulana y otra muy distinta confiarle su número de teléfono personal. Al fin y al cabo, solo era una puta, concluyó el policía. Con mucho morbo, pero una puta.
—No te preocupes, ya nos veremos por el club.
—Sí. Ya nos veremos.
Álex se resignó al desprecio, con una sensación amarga en el alma. Ya nos veremos por el club… Eso significaba que volvería al Reinas como cliente, y ella tendría que someterse una vez más a sus fantasías. No era eso lo que esperaba. Quizá Luciana le había contagiado sus pretensiones de Pretty Woman con aquellas historias sobre los clientes que retiraban a las chicas en los clubs… «No te hagas más ilusiones con los comemierdas españoles, Álex», pensó.
Dos besos en las mejillas, un «hasta la vista» y Salomé salió de la habitación todo lo rápido que le permitían los tacones de sus botas. José Luis, el taxista, ya estaba en la puerta.
—Venga, coño, que tengo más cosas que hacer que esperarte a ti pasando frío.
De regreso al club, Álex se pasó el resto de la noche con la misma paranoica obsesión por su teléfono desaparecido, aunque no hubo más sobresaltos. O bien quien se lo había robado no había conseguido descifrar la clave para acceder al contenido, o bien no había compartido aquella información con la empresa. O lo que era peor…, quizá lo habían descubierto todo y estaban esperando el momento oportuno para castigarla por su osadía.
También pensó en Kiko, el policía. Aunque no quería hacerse ilusiones, deseaba que volviese pronto a visitar el Reinas y pudiese conocerlo más. A pesar de haberse negado a facilitarle su número de teléfono, quizá fuese la última esperanza de escapar de allí sin que don Jordi volviese a visitar a su madre en Bogotá. Sin más chantajes ni amenazas encubiertas. Sin represalias.
Y pensó en sus compañeras Dolores y Paula Andrea. Cada vez más distintas, más distantes, más diferentes. Parecía como si un virus invisible las hubiese infectado durante algún servicio, y poco a poco se estuviese comiendo su personalidad y su carácter, para sustituirlo por otra identidad…
A las 4.45 el Patrón mandó encender las luces y cortar la música. «¡A la puta calle, se acabó la fiesta por hoy!», gritó a un par de clientes rezagados, mientras apuraba el enésimo combinado de vodka con zumo de fresa. A última hora, el alcohol y la cocaína convertían al Enano en un tipo violento y pendenciero, y no era la primera vez que sacaba a patadas del salón a algún cliente reticente a abandonar el club por las buenas. Tampoco sería la primera vez que lo hacía a punta de pistola.
En cuanto el último cliente salió del salón, se produjo la metamorfosis de cada noche. Las chicas por fin se relajaban: unas se quitaban los pendientes, otras se aflojaban los ceñidos corpiños que definían su silueta, y otras descendían de los tacones y las plataformas, aliviando los pies destrozados por tantas horas de equilibrio. Era el momento del cobro y el dinero ayudaba a menguar todos los sinsabores de la jornada.
Don José se sacó un enorme fajo de billetes del bolsillo y lo puso sobre la barra. Estaba demasiado borracho para contar con claridad, pero sabía que nadie se atrevería a robarle.
—Zezi, paga tú a las chicas.
—Sí, Patrón —respondió obediente el recepcionista, incapaz de contradecir al jefe—. Chicas, id pasando. Traedme los tiques.
El Patrón se acercó a dos brasileñas, las abrazó por la cintura y desapareció con ellas en dirección al dormitorio que tenía en la parte trasera del Reinas.
—¿Quiénes son? —preguntó Alexandra a Luciana, curiosa por todo lo que ocurría dentro del club, mientras guardaban cola para canjear los resguardos de los servicios por el dinero en efectivo.
—Dos de las Barbies, el grupito de las favoritas del Patrón. Follan con él a cambio de favores. La alta es Joana Darc, la hermana de Luzinete, una que viene del club Caprich. La menudita es Marcia. No lleva mucho aquí. Está saliendo con Moncho, el policía.
Sí, a Marcia la conocía: viajaron juntas desde Barajas hacía mucho tiempo, casi otra vida entera. Al poco de llegar a España, Marcia se había convertido en la favorita del inspector de Policía con el que se estrenó Paula Andrea; a veces, al verla colgada de su brazo escalera arriba, Álex pensaba que era como un náufrago aferrado a un madero en plena tormenta. O tal vez como un bulldog aferrado a su presa.
—¿Marcia no estaba con Moncho? —preguntó.
Luciana asintió, y luego siguió hablando en voz baja:
—Él y el Patrón se prestan a las chicas… De todos modos, cuidado con esa. Desde que llegó no hace más que jurar que ella va a hacerse rica y famosa en España a toda costa. Yo no me cruzaría en su camino, esa chica está dispuesta a todo.
En cuanto le tocó el turno de cobrar, el destino le deparaba un nuevo revés.
—¡Otra vez! Zezi, aquí falta plata. He hecho una salida y dos pases.
—Ya lo sé, Álex, pero llegaste tarde al salón y eso es multa. Tardaste más de la cuenta en dejar la habitación de trabajo, multa. Y le faltaste al respeto a un cliente, tercera sanción. Da gracias que el Patrón no te manda a dormir con las gallinas.
Furiosa, cogió el dinero. En aquel lugar no existían hojas de reclamaciones, ni enlaces sindicales a los que emitir las quejas. No había más reglas, normas y autoridad que la voluntad de don José.
En cuanto todas cobraron sus tiques, Álex, Luciana y Paula Andrea se despidieron de Blanca y regresaron a su cuarto. Álex pasó mala noche. En sus sueños se mezclaban sus angustias sobre el teléfono desaparecido, un calendario que transcurría inexorable y el policía del hotel.
No tenía despertador, pero no fue necesario. La disciplina había acostumbrado a su cuerpo y se despertó sin necesidad del bip, bip del móvil, antes de las 10 de la mañana. Continuaba enfadada con el mundo y necesitaba correr para quemar adrenalina. Completó su recorrido por todo el polígono industrial, hasta la gasolinera, en tiempo récord.
Cuando regresó la esperaba una sorpresa agradable. Mientras sus compañeras dormían, alguien se había colado clandestinamente en su dormitorio y había depositado con cuidado sobre la cama de Alexandra su teléfono móvil y una nota. El mensaje no llevaba firma, pero aquella caligrafía irregular, aquellas faltas de ortografía y aquel castellano destrozado sin compasión apuntaban inequívocamente a las autoras del robo. Luciana, como siempre, parecía llevar razón.
Ola Ales. Nosotras no querer tu acer majia negra a mi. Perdon
por cojer telefono de ti. Adios. Tu no hazer yuyu por fabor.
Álex casi no podía contener su alegría. Estaba a punto de ponerse a gritar, a bailar y a reír como una loca. Jamás habría podido imaginar que sus pequeñas demostraciones de química, aquellos juegos inocentes y aquellos trucos científicos que compartía con sus compañeras, pudiesen llegar a salvarle la vida, pero era evidente que las autoras del robo habían interpretado su alias, la Hechicera, al pie de la letra.
Estaba tan eufórica que tardó unos segundos en percatarse de que no estaba sola. Había alguien más despierto en la habitación. La emoción por el hallazgo de su teléfono le había impedido escuchar antes aquel sonido. Era la ducha: alguien se había colado en el cuarto de baño. Miró las camas. Paula y Luciana dormían a pierna suelta; la de Dolores, como tantas veces, permanecía sin tocar. Un servicio de toda la noche. Tenía que ser ella.
Se asomó con discreción a la puerta entreabierta del baño y la vio. Estaba desnuda, sentada sobre la taza del inodoro, y miraba embelesada el chorro de agua que caía y se perdía por el desagüe mientras fumaba un cigarrillo. En la otra mano, una petaca de plata a la que pegaba un trago de vez en cuando. Estaba llorando.
Álex golpeó la puerta muy suavemente. Toc, toc, «¿puedo pasar?». Dolores se irguió de golpe, tratando de recomponerse. Se secó las lágrimas, pegó otro trago y dibujó un proyecto de sonrisa mientras asentía con la cabeza.
—¿Va todo bien?
—Sí, claro, todo chévere. ¿Un cigarrillo?
Álex dudó un instante. Nunca había fumado, pero qué coño, dadas las circunstancias, lo que menos le preocupaba era que le saliese un cáncer.
—Okey, deme uno. ¿Tiene candela? —Dolores le tendió también un encendedor—. ¿Qué es eso? —preguntó Alexandra señalando la petaca de plata que la de Medellín tenía en la mano—. ¿Alcohol?
—Tome, Álex, dele un trago. A mí me funciona. No se le olvidará lo que somos, pero le importará un poquito menos.
—Pero ¿qué vaina es esta? ¿De dónde sacó esto, Dolores?
—Me lo regaló uno de mis habituales. Un empresario de acá, del Ceao. No es mal hombre, y al pobre huevón le da pena cuando sube conmigo, porque dice que le recuerdo a su nieta. Pero después bien que me folla el coño de madre. Las primeras veces, antes de acostarnos, decía que tenía que tomarse la última copa para olvidarse de que podría ser mi abuelo. Lo malo es que cuanto más bebía, más me costaba ponérsela dura, y más tardaba en irse. Así que un día le pedí que me la regalase, como un recuerdo suyo. Verga, yo lo que quería es que no bebiese más, para ver si se iba pronto.
—¿Y qué pasó?
—Pues que me regaló esta y él se compró otra más grande.
Por un momento, las dos amigas se rieron de su propia desgracia. Dolores continuó.
—Así que yo empecé a usarla. A tomarme un traguito antes de bajar. O cuando sabía que tenía que hacer un servicio o una salida con algún viejo baboso. No te quita el asco ni el mal trago, pero se lleva mejor.
Dolores le tendió la petaca y Álex no quiso rechazarla. La tomó y pegó un trago. Casi se abrasó la garganta. No estaba acostumbrada a beber y comenzó a toser. Dolores sonrió.
—Al principio quema un poco —dijo—, pero después se acostumbra.
Álex la miró. Ya casi no podía reconocer a aquella medellinense inocente y desvalida, abrazada a su vieja maleta de madera de nogal, en el aeropuerto de El Dorado. Se llevó la petaca a la boca y pegó otro trago más largo, como si fuese un jarabe anestésico. Esta vez no tosió.