INCIDENTE EN BARAJAS

ACADEMIA DE GUARDIAS Y SUBOFICIALES, BAEZA, JAÉN

La última noche en Baeza, la agente Luca decidió acostarse pronto. Tras despedirse de sus compañeros, y una cena frugal, regresó a su habitación en el pabellón de mujeres. Quería madrugar.

Estaba preparando la maleta cuando sonó la sintonía personalizada en su teléfono móvil. Aquel tono delataba que la llamada entrante llegaba desde el teléfono de su abuelo, el viejo coronel.

—Diga. ¿Abuelo?

—Hola, tesoro. Solo quería saludarte. ¿Qué tal ha ido el curso?

—Bien. He aprendido mucho, me ha gustado regresar a la Academia. Me he reencontrado con los viejos profesores y con algunos compañeros de promoción.

—Aquí te echamos de menos. Tu madre no hace más que darnos la lata a todos preguntando si ahí te darán bien de comer… Ya la conoces.

—Sí —rio Luca con un poco de nostalgia por las comidas de su madre—. Ya sabes cómo es el rancho en la Academia, pero no nos podemos quejar. ¿Qué tal todos ahí?

—Extrañándote. Tu hermano desaparecido en combate, ya le conoces. Para él todo son secretos de Estado, algún día se arrepentirá de cada minuto que el trabajo le ha robado de pasar con tu sobrino. Y tu padre intentando mentalizarse de que pronto tendrá que pasar a la reserva, y sintiéndose más viejo que yo. Pero todos bien. Estoy deseando que llegues a Madrid para que me lo cuentes todo. Estoy seguro de que la Academia ha cambiado mucho desde mis tiempos.

—A la orden, mi coronel —respondió Luca con ironía—. Seguro que no la reconocerías. Las instalaciones siguen siendo viejas, aunque no tanto como las de Úbeda. Pero se acabó lo del tintero y papel para hacer sus apuntaciones, y el cuaderno de requisitorias de los criminales —añadió haciendo alusión al artículo 20 de la Cartilla—. Ahora todo es electrónica e informática. Dentro de poco nos quitarán el tricornio y nos meterán un ordenador en la cabeza.

Luca escuchó reír a su abuelo a través del auricular y se sintió mejor. Adoraba las risotadas graves y profundas del viejo coronel.

—Estoy muy orgulloso de ti —replicó el abuelo—. Y tu padre también. Estamos deseando verte con los galones.

—Pues no tengas prisa. Aunque hayamos aprobado el examen, tardarán en dárnoslos. Con la crisis no hay dinero para los aumentos, así que pasarán meses antes de ejecutar el ascenso.

—Eso no importa, cariño. Un guardia civil lleva los galones por dentro. Siempre fiel a su deber…

—… sereno en el peligro, y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza. —Luca completó el artículo 4 de la Cartilla, que se sabía de memoria.

—Así es. Ven pronto. Con o sin galones, tenemos que celebrar tu ascenso.

La llamada del coronel la alegró. El abuelo siempre había sido su referente, desde niña, y por ello había terminado por decidirse por la Guardia Civil, en lugar de opositar al Cuerpo Nacional de Policía, como le habría gustado a su padre.

Terminó de preparar la maleta y se acostó pronto, pero después de un mes en la Academia de la Guardia Civil, haciendo el curso de ascenso a cabo, su última noche en Baeza volvió a verse poblada de zozobra y desasosiego. Quizá en algún remoto rincón de su inconsciente, el inminente retorno a Madrid y al trabajo en la UCO resucitaba viejos demonios aletargados en la memoria.

Luca se despertó de nuevo con la misma pesadilla recurrente. La detonación de aquel disparo, directo a cabeza, conseguía aterrorizarla una y otra vez, incluso en sueños. Miró el despertador: las 5.12 de la madrugada. Sabía que ya no volvería a conciliar el sueño. «¿Dónde estará ahora Claudia?».

La agente se incorporó en su cama del pabellón de mujeres de la Academia, intentando no despertar a sus compañeras. Tomó el paquete de cigarrillos y el encendedor que siempre llevaba consigo, aunque apenas fumaba, y salió al pasillo. Se sentó en el suelo y encendió un pitillo. Quizá así consiguiese tranquilizar un poco los nervios. Cerró los ojos mientras el humo entraba en sus pulmones, e intentó recordar cómo había ocurrido todo. No le resultó difícil. Probablemente aquel día había nacido de nuevo.

Aquella mañana, el gigante del cráneo roto atravesó el control de equipajes de Barajas mientras Luca, como otros compañeros en prácticas, vigilaba los monitores del escáner. Joder, no había nada sospechoso en su maleta. Y cuando el bastón pitó en el detector de metales, no tuvo valor para exigirle que lo depositase en la cinta y volviese a pasar a la pata coja. Su cojera era tan pronunciada que sintió lástima. Y aquel parte médico, aunque redactado en ruso, certificaba una severa lesión. O eso afirmaba el viajero en un español deficiente, pero con una sonrisa y unos ojos azules encantadores. Qué terrible error…

Fue el fino olfato del sargento Rufi el que percibió el tufillo sospechoso que emanaba del gigante. Luca ni siquiera se había percatado del siniestro tatuaje, una calavera partida en dos, un cráneo roto, que asomaba por debajo de la camiseta de aquel Hércules de casi dos metros de estatura. Sin embargo, el sargento, acostumbrado a patrullar por las salas de tránsito de Barajas, vigilando inquisitivamente todo lo que ocurre en el aeropuerto, sí se había fijado en el grandullón de caminar asimétrico, desde que le echó el ojo en la fila de pasajeros que esperaban someterse al control de acceso.

—Luca, acompáñame —le había susurrado Claudia al oído con mucha discreción—, me ha dicho el sargento que revisemos el equipaje del tío del bastón. Por lo visto, nos toca lección de registro.

Claudia y Luca eran novatas en Barajas. No hacía ni tres meses que habían salido de la Academia, y el aeropuerto era su primer destino de prácticas; por eso y por ninguna otra razón, Germán, uno de los guardias veteranos de la Policía Judicial, las acompañaba para aquel registro rutinario. El agente Germán, como todos los de la Judicial en Barajas, iba de paisano. Ellas todavía lucían orgullosas su uniforme de color verde oliva.

—Buenos días, Guardia Civil. Por favor, acompáñenos un momento —le había dicho Germán al cojo muy educadamente mientras le mostraba la placa.

—Yo no comprender. ¿Alguno problema? Yo mucha prisa. Pierdo vuelo —respondió el gigante del tatuaje de la calavera con un marcado acento ruso.

—No se preocupe, es un trámite rutinario. No le robaremos más de cinco minutos. Por favor, coja su maleta y acompáñenos —insistió el veterano guardia, amable pero firme, mientras señalaba con la mano el camino de la sala de registros al viajero en tránsito de Moscú a Bolivia.

El agente Germán llevaba la voz cantante mientras Luca y Claudia eran las novatas que mantenían la cara de póquer y trataban de aprender el oficio. Los tres guardias civiles escoltaron al grandullón hasta la austera habitación donde se realizan los registros y los cacheos a los viajeros sospechosos.

—¿Has visto qué espaldas? Es tan grande como un armario ropero —le susurró con descaro Claudia mientras escoltaban al cojo hasta la sala de registros—. Me pido primera para cachearlo.

—Estás loca —contestó Luca, también entre cuchicheos—. Como te oiga Germán, se nos va a caer el pelo.

Por toda respuesta, Claudia se limitó a guiñarle un ojo, pícara, sin perder la cara de póquer que se presupone a dos agentes de la Ley.

Una mesa blanca, impersonal y anodina esperaba la maleta del gigante para un registro más meticuloso. El agente de la Judicial le hizo una seña a Claudia para que procediese a examinar el equipaje y Luca se colocó frente a la puerta, limitándose a observar el protocolo. Ella misma había visto pasar aquella maleta por el control de rayos X y no había apreciado nada extraño. No entendía por qué el sargento Rufi sospechaba de aquel tipo.

Es cierto que su aspecto no resultaba muy tranquilizador —tan alto y corpulento—, pero por otro lado parecía frágil, con aquella pronunciada cojera. Luca incluso había sentido una cierta compasión al ver cómo pedía ayuda a otro turista para que colocase su maleta en la cinta del control de acceso, mientras él hacía equilibrios con la bandeja donde había depositado sus efectos personales: reloj, encendedor, cinturón, llaves, teléfono… Mientras se aferraba con la mano derecha al bastón, que soportaba su enorme peso, intentaba sujetar con la izquierda la bandeja de plástico, hasta que llegó su turno de colocarla en la cinta y someterla también al control de rayos X.

Cuando cruzó bajo el arco detector de metales, y este emitió su característico pitido, Luca se limitó a pasarle el detector de mano por todo el cuerpo, y este evidenció que el viajero no portaba ningún objeto metálico y solo el puño de su bastón hacía sonar la señal del escáner. Por si quedaba alguna duda a los policías del control, el cojo les mostró un parte médico que certificaba la lesión ósea de su pierna derecha. Aunque redactado en ruso, los membretes y sellos oficiales que ilustraban el documento parecían auténticos.

—Accidente de coche. Pierna rota —dijo el viajero esgrimiendo una radiante sonrisa capaz de desarmar a cualquiera—. Yo no poder caminar sin él. Yo ahora tres piernas.

No, aquello era una pérdida de tiempo, pensó Luca mientras su compañera abría la maleta y revisaba meticulosamente su contenido. Esta vez el sargento se había dejado llevar por los prejuicios y por el aspecto de aquel pobre minusválido, sin ninguna justificación racional.

Claudia apartó con suavidad el secador de pelo y el cargador del teléfono. Después echó un vistazo al neceser de productos de higiene personal, y a las prendas de ropa, los zapatos y un par de libros en ruso que componían el equipaje. Luca se dio cuenta de que mientras Claudia realizaba el registro, el agente Germán no prestaba atención a su compañera, sino a las reacciones que podía expresar el viajero durante el cacheo. «Fijaos en su expresión corporal y en su comunicación no verbal —les repetía el sargento Rufi a los novatos, cada vez que se incorporaban a las prácticas en Barajas—. Alguien inocente no expresa nada, pero quien tenga algo que esconder puede guiaros en el registro con sus reacciones inconscientes, mientras os acercáis al escondite».

De pronto Luca también se dio cuenta de que el gigante de la calavera tatuada había endurecido su expresión. Apretaba con fuerza las mandíbulas y juraría que una gota de sudor había empezado a deslizarse por su frente hacia las mejillas. Aquello pintaba mal.

El agente Germán, que también lo había advertido, le pidió a Claudia que profundizase en el registro.

—Con su permiso, vamos a colocar sus pertenencias sobre la mesa para revisar la maleta. Agente, por favor, palpe en los laterales y en los compartimentos internos…

El gigante se estaba poniendo cada vez más nervioso. Apretaba el puño del bastón que soportaba su peso, hasta que sus nudillos comenzaron a tornarse blancos. Su respiración empezó a acelerarse levemente. Solo unos ojos acostumbrados a detectar esos imperceptibles cambios en el ritmo de los pulmones podían percatarse de que aquello era una clara indicación del buen camino.

—Déjeme ver a mí —indicó el de la Judicial desplazando a Claudia y pasando a examinar él mismo aquella maleta—. Me da la sensación de que el grosor de este fondo es un poco extraño…

Acababa de hacer un pleno. Al colocar la maleta sobre la mesa y poner sus ojos a la altura del borde, el veterano policía se dio cuenta de que el fondo interior de la maleta y el exterior tenían un desfase de poco más de un centímetro. Aquella maleta era más profunda por fuera que por dentro, lo que significaba que escondía un doble fondo.

El grandullón empezó a acusar la tensión, mirando hacia todos lados, como un gato encerrado en un armario que busca la salida más cercana. Pero en cuanto el agente Germán dio con el pequeño dispositivo —una minúscula pieza metálica bajo una de las bisagras, que liberaba el doble fondo—, todo se precipitó. Apenas tuvieron tiempo de ver, al abrirse aquel compartimento secreto, que lo que transportaba aquel gigantón —uno de los muchos exagentes de la seguridad soviética que se pasaron al crimen organizado tras la caída del comunismo— eran diamantes.

Si no fuera porque el beneficiario del prodigio era un exmilitar soviético, Luca habría tenido que considerar el origen sobrenatural de aquella curación milagrosa. De pronto el gigante del cráneo roto había perdido todo indicio de cojera y había echado a correr hacia la puerta de la sala como un auténtico atleta. Por puro instinto, Luca se interpuso en su camino. Pero el grandullón no perdió el tiempo en negociar. Un manotazo con la mano abierta fue suficiente para que Luca perdiese el equilibrio; sintió aquella bofetada como el impacto de una maza de picar granito.

Por suerte, el agente Germán tenía buenos reflejos, y cuando la manaza del ruso ya estaba aferrándose al picaporte de la puerta, se lanzó sobre él como un tigre de Bengala. Cayó sobre su enorme espalda, rodeando su cuello de toro con ambos brazos en un intento de inmovilizarlo con una técnica de Academia, pero el exmilitar ruso parecía desayunarse cada mañana media docena de adversarios como el guardia civil. Se flexionó levemente, aprovechando la inercia del salto de Germán, y le bastó su mano izquierda para lanzar al agente por encima de su espalda, contra la pared del cuarto, con una impecable técnica marcial. Morote seoi nage. El golpe fue brutal. Sonó a costillas rotas.

Luca se secó la sangre que manaba por sus labios e intentó incorporarse para ayudar a su compañero, pero Claudia ya se le había adelantado, interponiéndose entre el gigante y la puerta de la sala. Por un instante, Luca sintió una enorme admiración al ver a su amiga, en posición de combate, parada ante aquel grandullón que le sacaba más de una cabeza.

Claudia no esperó a los aplausos del público. Lanzó su puño derecho directo al estómago del ruso, aunque se encontró con una tabla de abdominales tan dura como un roble, que apenas acusó el impacto. Volvió a intentarlo con un izquierdazo directo a la nariz. Crac. Tabique nasal partido. Esta vez sí le hizo daño. La sangre empezó a salir de aquella nariz rota como una catarata de ketchup, pero aquello solo consiguió cabrear más al exmilitar, que devolvió el golpe multiplicado por diez.

El bastón del gigante, empuñado como un bate de béisbol, alcanzó a Claudia en la boca del estómago, llevándose todo el aire de sus pulmones y haciéndole perder el equilibrio. Sin embargo, aquellos segundos fueron más que suficientes para que el agente Germán desenfundase su HK USP Compact de 9 mm reglamentaria y apuntase directamente al gigante.

—¡Alto, cabrón! Como te muevas, te vacío el cargador…

Lo que ocurrió a continuación no estaba previsto. En la Academia no las habían preparado para algo así. Lejos de amedrentarse, el grandullón sonrió mientras levantaba su bastón. Desde su lugar de aterrizaje, Luca pudo ver con toda claridad cómo de pronto dos palancas metálicas se hacían visibles en la parte inferior de la empuñadura. Aquello no era un bastón. Era un arma camuflada. Había leído sobre ellas, pero jamás había tenido la oportunidad de ver una real.

Durante los años cincuenta, sesenta y setenta, algunas fábricas de armas legales comercializaron modelos de sofisticadas pistolas o fusiles camuflados en todo tipo de objetos cotidianos, como el letal bolígrafo-pistola modelo T-12 de la legendaria casa Colt, o la desconocida pistola española Pressin de dos disparos del calibre 7.65, oculta en una inofensiva funda de gafas. En el siglo XXI todas esas armas camufladas eran ilegales, pero esto no había impedido que algunos armeros sin escrúpulos hubiesen desarrollado modelos más sofisticados, capaces de acomodar un arma de fuego artesanal en un teléfono móvil, una pitillera, una pipa o, como en este caso, un bastón.

El artilugio era una obra de arte. Los gatillos, percutores y el depósito de munición estaban ocultos en el mango, con un sistema similar al de las pistolas de Lefaucheux. El resto del bastón escondía un cañón doble, que debía estabilizar la trayectoria de las balas. Y el último tercio del mismo, a tenor de aquel siniestro y característico silbido, había sido habilitado como un silenciador que amortiguase el sonido de los disparos.

En cuanto el ruso apretó el primer gatillo, no quedó lugar a dudas. El agente Germán recibió el primer disparo en el hombro izquierdo y perdió la consciencia mientras la sangre salpicaba la pared justo detrás de su espalda. Para cuando Luca intentó desenfundar su HK, el cañón aún humeante de aquel bastón ya se había girado hacia ella y la apuntaba directamente al entrecejo. Y entonces supo que iba a morir.

Juraría que el gigante de cráneo roto sonreía cuando apretó el segundo gatillo. Nunca pudo comprender cómo su compañera reunió fuerzas para pegar aquel salto inhumano e interponerse entre aquella bala del calibre 38 y su cabeza. Claudia recibió la bala que llevaba escrito su nombre, acomodándola entre sus costillas.

Luca se puso a chillar como una loca pidiendo ayuda y encañonando al ruso con su HK reglamentaria. No fue necesario que la utilizase. Por fortuna, las armas camufladas tienen poca capacidad de disparo. Y aquel bastón-pistola solo tenía dos proyectiles.

Los compañeros llegaron en menos de cinco segundos, para hacerse cargo de la detención y de los diamantes. Los operarios del Samur tardaron un poco más en llegar para atender las heridas de Claudia y del agente Germán.

Afortunadamente, la trayectoria de los proyectiles no alcanzó ningún órgano vital. Ambos sobrevivieron. Un par de meses de baja en el hospital y una medalla blanca al mérito en servicio, pero sin incremento en el salario, fueron lo único que quedó de aquel incidente.

Los responsables de la seguridad en el aeropuerto decidieron que aquella negligencia no trascendiese bajo ningún concepto: habría sido muy embarazoso explicar que un miembro de la mafia rusa hubiese conseguido pasar los controles de Barajas armado y con dos millones de euros en diamantes de sangre. Pero desde aquella mañana Luca supo que estaba en deuda con Claudia para toda la vida…

Cuando se terminó el cigarrillo, y a pesar de que todavía no había amanecido en la Academia de la Guardia Civil de Baeza, Luca no pudo evitar un impulso irrefrenable. Tomó su teléfono móvil y escribió un mensaje: Mñna regrso a Mdrid. Ncsito q m sakes lo q t pedí. Después buscó en la agenda telefónica el número del Fran, y pulsó en la opción «Enviar mensaje sms».