COMBATE
CLUB EROTIC, LUGO
El puzle comenzaba a tener sentido. Todavía le faltaban algunas piezas y probablemente algunas de las que manejaba pertenecían a un rompecabezas distinto, pero aquello empezaba a tomar forma.
Durante los últimos días, la agente Luca se había concentrado en cruzar toda la información de que disponía. En cuanto concluía su jornada como camarera del Erotic, se refugiaba en el hotel, dormía tres o cuatro horas, y seguidamente se sentaba ante el ordenador portátil —justo delante de la ventana que daba a la explanada del Erotic— para continuar sus análisis parapetada tras una gran taza de café que pedía al servicio de habitaciones.
Tras descubrir que los verdaderos propietarios del Reinas o el Erotic, no eran quienes todos creían, Luca había continuado indagando en la confusa red de implicados. Granda o don José solo eran hombres de paja, arrendatarios de un lucrativo negocio que a su vez contrataban a otros testaferros para ocultar a Hacienda su vinculación con la trama.
La agente subrayó con el cursor, en el documento de Word que recogía la pirámide de implicados en el club Reinas, el nombre de Tomás M. Verja. A efectos fiscales él era el propietario del club, pero gracias a algunos emails de Granda, Luca acababa de descubrir que el tal Tomás solo era un pobre desgraciado a quien don José pagaba un sueldo mensual e invitaba a copas y putas en el club de vez en cuando, a cambio de figurar como responsable del mismo. Aunque don José tampoco era el propietario. Por encima de él estaba Moncho, el inspector de la Policía Municipal. El alquiler del Reinas a don José se había gestionado a través de una de sus empresas. Pero la pirámide seguía ascendiendo… Subiendo el cursor por el documento, la guardia civil subrayó el nombre de Javier Pérez: este era el importante. Una de sus sociedades, con un tal Manuel González, era la propietaria real del club y sus terrenos.
Ese Pérez era una perla en bruto. Nacido en Castroverde en mayo de 1967, trabajaba en el Ayuntamiento lucense al igual que su esposa, destinada a la Unidad de Sanciones de la Concejalía del Ayuntamiento —más de un propietario de burdel y más de un influyente empresario gallego presumía en público de que el matrimonio se ocupaba de anular todas sus multas de los archivos municipales—. El auténtico propietario del Reinas poseía un patrimonio envidiable, que crecía cada año. Pero más importante que su patrimonio eran sus contactos.
Javier Pérez aparecía vinculado a un complejo entramado empresarial en el que compartía protagonismo con varios políticos gallegos, incluyendo varios alcaldes. Y Luca estaba segura de que algunos de aquellos políticos estaban presentes en la grabación de Alexandra Cardona, donde se planificaba el soborno a un ministro del Gobierno español a cambio de ciertas concesiones. Aquello empezaba a ponerse interesante.
Funcionario del Ayuntamiento lucense y representante sindical, Javier era la mano derecha del concejal que controlaba Urbanismo y Economía en el Ayuntamiento durante los últimos años, un tal Fernández, el mismo que presidía la todopoderosa Confederación Hidrográfica, y también la ORA. Sí, el señor Fernández era un pez gordo del Partido Socialista en la región. Y al igual que el otro propietario del Reinas, el tal Manuel González, tanto Pérez como Fernández eran miembros de la junta directiva de un elitista club social que reunía a los empresarios y políticos más influyentes de la ciudad: Élite y Clase. Aquella trama empezaba a desvelarse.
La agente Luca acababa de abrir otro documento de Word para listar en un archivo específico toda la información que tenía sobre el tal Pérez y su socio el concejal, como hacía con los demás implicados en la trama, pero no pudo escribir ni una línea. De pronto algo llamó su atención. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento en la explanada del club: un hombre acababa de salir del edificio arrastrando a una chica que no dejaba de forcejear.
Solo en ese instante se dio cuenta de que en un extremo del aparcamiento, semioculto por los árboles, estaba estacionado un todoterreno que no había visto llegar. «Maldita sea, cómo se me puede haber escapado. —Luca tomó la cámara de fotos de la mesa—. Ha tenido que llegar mientras me estaba duchando», pensó.
En cuanto el potente teleobjetivo enfocó a la pareja sintió cómo su corazón daba un vuelco. Reconoció inmediatamente a Blanca, la rumana, que sangraba copiosamente por la boca. Y el hombre que la estaba empujando era Vlad Cucoara. No había duda. Se había dejado perilla y se había oscurecido el cabello, pero aun así pudo reconocer al mismo joven que posaba sonriente con la rumana en la fotografía de fotomatón que había visto días antes. Y lo que era peor…, lo reconoció como el ejecutivo malencarado con el que se había cruzado en el vuelo de Madrid a Santiago. «Mierda, mierda, mierda», se repitió, reprochándose a sí misma haberlo tenido tan cerca, y no haber sido capaz de identificarlo. A decir verdad, habría sido imposible que lo hiciera: ese hombre siempre había sido un fantasma sin rostro, pero aun así aquello la enfureció.
No lo pensó. Pulsó dos veces el disparador —clic, clic— y dejó caer la cámara sobre la mesa. Salió disparada escaleras abajo, embargada por la rabia y sin calibrar lo que estaba haciendo. Ni siquiera se dio cuenta de que se había olvidado en el cajón de la mesilla la pequeña Star 9 mm de su abuelo.
No tardó ni treinta segundos en cruzar la distancia que separaba el hotel del aparcamiento. En medio de ambos edificios solo se encontraba la finca particular de una vecina, y no se molestó en rodearla: saltó el muro, cruzó el jardín dejando a la izquierda la piscina y sobre la marcha tomó prestada una pala que la propietaria había dejado apoyada en la verja. Necesitaba un arma. Saltó el muro del otro extremo y ya estaba dentro del aparcamiento para sorprender por la espalda al rumano, que trataba de meter a Blanca en el coche a patadas.
No se lo esperaba. El primer golpe con la pala impactó contra la base del cráneo y el rumano hincó la rodilla aturdido, aunque el cabrón no perdió la conciencia. «Joder —pensó Luca—, es más duro de lo que parecía». Volvió a intentarlo, apuntando a la cabeza para tratar de dejarlo inconsciente, pero Cucoara levantó el brazo izquierdo y detuvo el golpe. Le dolió, aunque mejor recibir el impacto en el antebrazo que en la cabeza.
Durante un segundo había perdido el sentido de la orientación. No entendía quién era aquella loca que le estaba atacando, pero tampoco importaba. Seguramente sería alguna puta amiga de Blanca, a la que también habría que dar su merecido.
Disparó su puño derecho contra Luca, solo que con ella no lo iba a tener tan fácil. La guardia se agachó justo cuando el puñetazo cortaba el aire sobre su cabeza, y Cucoara golpeó el vacío. Luca no esperó a incorporarse: lanzó el pico de la pala de frente contra el pecho del rumano y le dio de lleno, haciéndolo caer de nuevo hacia atrás.
—Vete, Blanca, corre —gritó a la joven, que se había quedado perpleja ante la inesperada situación—. ¡Vamos, márchate ya!
Sin embargo, al dirigirse a la rumana, Luca apartó la atención de Cucoara durante un segundo y él no necesitó más. Tal y como estaba, tendido en el suelo, lanzó una violenta patada que alcanzó a la guardia entre las piernas, produciéndole un gran dolor y haciéndole perder el equilibrio y la pala.
Vlad Cucoara se levantó del suelo, y de pronto a Luca le pareció mucho más alto y fuerte. El proxeneta agitó la cabeza. Todavía estaba aturdido. Se llevó la mano a la base del cráneo y se tocó la herida que le había producido el primer golpe: estaba sangrando. Aquello lo enfureció aún más.
Comenzó a avanzar hacia la guardia con los ojos inyectados en sangre y el rostro desencajado por la ira.
—Hija puta, te voy a matar —escupió, y Luca temió que había llegado su fin. Agarró a la guardia por el cuello, y no le costó levantarla en volandas mientras apretaba su tráquea impidiendo que el oxígeno llegase a los pulmones.
Luca solo podía ver, a escasos centímetros de su cara, el rostro desencajado del rumano, que apretaba los dientes mientras intentaba asfixiarla sin atisbo de piedad. Y cuando creía que todo había terminado… un golpe sordo, y Cucoara aflojó.
Blanca no la había obedecido. No echó a correr. Apenas podía tenerse en pie después de la paliza, pero aun así había sacado fuerza de flaqueza para coger la pala del suelo y comenzar a lanzar golpes a ciegas. Frenética, compulsiva, sin medir sus fuerzas ni atinar la puntería. De hecho, ni siquiera podía ver a su objetivo. Los ojos, cubiertos por las lágrimas, le impedían acertar de lleno y se limitaba a lanzar palazos a derecha e izquierda como una posesa, gritando una y otra vez «Nenorocitule, nenorocitule…!», «¡hijo de puta!». La oferta de golpes era generosa, y resultaba evidente que alguno tenía que acertar. El canto metálico de la pala golpeó varias veces el cuerpo del rumano, produciéndole profundos cortes en brazos, torso y piernas hasta que perdió de nuevo el equilibrio y cayó a tierra. Ni siquiera entonces Blanca dejó de golpearlo.
Desde el suelo, casi inconsciente y mientras intentaba recuperar la respiración, Luca trataba de calmarla con un hilo de voz…
—Basta, Blanca, para… Lo vas a matar…
Pero la rumana no podía oírla y seguía lanzando golpes a ciegas, al límite de sus fuerzas.
Probablemente Vlad Cucoara habría muerto allí mismo de no ser porque en ese instante el matón, que se había despachado a gusto con Alexandra Cardona, salía del burdel. No esperó a cruzar el amplio aparcamiento. Se sacó una automática del bolsillo y pegó dos tiros al aire. ¡Bang, bang! Solo entonces Blanca dejó de golpear, soltó la pala y cayó al suelo completamente agotada y dolorida.
El sicario llegó hasta ellos sin dejar de apuntar a Luca y a Blanca. Con cuidado, metió a su maltrecho jefe en el asiento de atrás y escapó del aparcamiento quemando rueda.
A pesar de la paliza, Álex había conseguido reunir fuerzas para salir corriendo detrás del matón. Todavía intentaba evitar que Vlad Cucoara se llevase a su única amiga. Bajó las escaleras del club dando bandazos y traspiés, mientras el resto de las chicas, alertadas por el barullo, comenzaban a asomarse al pasillo. Pero en cuanto escuchó los dos disparos se temió lo peor.
Al asomarse al exterior, solo pudo ver el cuerpo de Blanca y el de Mery, la camarera que había resultado ser policía, tendidos en el suelo, y por un instante pensó que estaban muertas. Corrió hasta ellas como pudo, sintiendo un insoportable dolor en el estómago y en los riñones, donde había recibido la mayor parte de los puñetazos. Sin embargo, en cuanto se arrodilló junto a ellas y comprobó que estaban vivas, todo dolor desapareció.
Las tres mujeres, maltrechas, doloridas, extenuadas por el esfuerzo, se abrazaron, y se besaron, y se acariciaron. Y comenzaron a llorar, y a reír, y a llorar de nuevo. Lo habían conseguido. Juntas lo habían conseguido.