DESPEDIDAS

AEROPUERTO DE EL DORADO, BOGOTÁ, COLOMBIA

En cuanto la proa del Airbus de Avianca se levantó del suelo, arrastrando tras de sí el resto del avión, Alexandra Cardona pegó la nariz a la ventanilla como si quisiese impregnarse la retina con una última visión del paisaje colombiano. Empapándose bien la memoria con aquella imagen de la tierra que la vio nacer, y que esperaba volver a ver algún día.

Al otro lado del cristal el aeropuerto empezó a alejarse muy despacito, y a medida que se distanciaba se iba haciendo pequeño. Poco a poco fue entrando en su campo de visión buena parte de Bogotá, en cuanto el Airbus ganó altura, sobrevolando los barrios limítrofes a la pista.

El aeropuerto internacional de El Dorado se encuentra al noroeste de la capital. Bogotá había crecido tanto en los últimos años que terminó por alcanzarlo, abrazándolo como una madre protectora. Por eso, al despegar, Alexandra pudo disfrutar de unas vistas privilegiadas de algunos barrios del norte. El Refugio, Acapulco, Barrio Lagartos, y más allá el humedal Juan Amarillo, Provenza, La Manuelita… Más al sur La Candelaria y la Catedral Primada de Bogotá, donde a su abuela le gustaba llevarla de niña, a escondidas de su padre. La abuela, devota creyente en la Virgen de Chiquinquirá, siempre intentó contrarrestar con su fe el marxismo ateo y el pragmatismo científico que el viejo profesor intentaba inculcar en su nieta Alexandra. Esto creó en la niña un eterno conflicto entre un espíritu racional y científico, y una profunda inquietud espiritual. Y ahora que la Catedral Primada empequeñecía en la distancia, Álex sintió la tentación de rezar, pero decidió que no tenía tiempo para eso.

Inspiró hondo, como si intentase llevarse también en su memoria el olor de Colombia. De sus humedales, sus ríos y montañas. Y pegó más la cara al vidrio intentando mantener la visión de Bogotá un segundo más, aunque solo fuese un segundo más. Sin embargo, el Airbus no iba a esperar. Seguía ganando altura, y en cuanto la proa alcanzó la primera capa de nubes, la ciudad comenzó a desvanecerse, difuminada por aquella espesa niebla blanca y gris que ya rodeaba el fuselaje del avión.

«Ya no hay vuelta atrás», pensó Álex. Acababa de rebasar el punto de no retorno. Semanas antes, tras el asesinato de Carlos Alberto y la muerte accidental de su asesino en el campus, Alexandra había tomado la decisión de escapar. Su prima Paula Andrea estaba tan contenta de que la acompañase que ni siquiera se molestó en preguntarle por qué había cambiado de opinión respecto a su audaz propuesta de la aventura europea.

—¡Qué chévere! Dele, pues, Álex. Voy a llamar a don Jordi y a decirle que prepare el viaje… ¡Nos vamos a Europa!

Tampoco le preguntó el porqué de su insistencia en pasar las últimas semanas antes del viaje viviendo en casa de ella. Todo el día encerrada, sin prácticamente salir a la calle. «Quiero estudiar mucho, antes de marcharnos a España —mintió Álex—, porque allí no voy a tener tiempo. Y si me quedo con usted, mamá se va acostumbrando a no verme…». A Paula Andrea le pareció una explicación razonable.

Más complicado fue lo de su madre. Alexandra decidió esperar a la tarde. Justo después de la telenovela de la RCTV. Álex sabía cuánto disfrutaba con cada reposición de Pasión de gavilanes, Pedro el Escamoso o Yo soy Betty la fea, y que ese era el momento en que estaba más relajada. Desde la muerte del viejo profesor, y la depresión en la que cayó, se pasaba todo el día frente al televisor o encerrada ante los fogones, preparando arepas, rosquetes, pasteles de yuca, merengón… Cuando se levantó del sofá del salón, Alexandra la siguió hasta la pequeña y desangelada cocina.

Aunque no había cumplido los cuarenta y cinco años, aparentaba veinte más. Pequeña, de larga melena prematuramente encanecida, la tristeza se le había concentrado en la espalda, arqueándosela por el peso de las lágrimas contenidas, y haciéndola parecer aún más diminuta. El cabello se le había tintado de color ceniza por el efecto decolorante de la pena y los disgustos. Y aunque conservaba los finos y gráciles tobillos de su juventud, la vida sedentaria y el abuso de los dulces —único antídoto contra la amargura perenne— habían añadido grasa donde antes solo había curvas de mujer. Aun así, para Álex era la más hermosa del mundo.

La madre acababa de abrir una alacena para sacar unas galletas y un bote con el masaco de yuca preparado días antes. La hija permaneció tras ella en el dintel de la puerta, sin atreverse a cruzarla. Intentando reunir fuerzas para darle la noticia. Y a traición, por la espalda, con premeditación y alevosía, lo soltó de golpe. Sin anestesia.

—Mamita, no se enoje, tengo que decirle algo… Me voy a España.

La mujer se quedó paralizada. El bote de cristal resbaló de sus manos y cayó al suelo, partiéndose en mil pedazos y desparramando la espesa mezcla por las baldosas. Pero ni siquiera le prestó atención. Se giró hacia su hija con el rostro desencajado, mientras se llevaba una mano al pecho.

—¡Ay, mija! No diga eso. ¿Cómo se va a ir a España? ¿Qué vaina es esa?

—Ya lo hablé con la prima Paula Andrea. Tenemos una oferta de trabajo bien buena allá. Meseras en un restaurante de Madrid. No será mucho tiempo. Lo justo para ganar algo de plata. El banco nos está presionando mucho con la hipoteca del apartamento, mami. Necesitamos la plata, y además yo quiero ver cómo son las universidades europeas.

—No, no… No puede ser. —No pudo decir más. De pronto le fallaron las piernas y la mujer cayó de rodillas sobre el masaco y los cristales del frasco roto, hiriéndose y temblando visiblemente. Ni siquiera sintió el dolor de los cortes. Ya no podía contener las lágrimas.

Álex se arrojó inmediatamente a su lado, la incorporó y acercó una vieja silla de madera descolorida. Después se arrodilló a su lado, intentando detener la hemorragia de sus rodillas con un paño. Y la de su alma, con sentidas promesas de que la separación era necesaria, pero breve.

—Confíe en mí, mami, yo le juro que no será mucho tiempo. Y necesitamos ganar billete para pagar las deudas. Ya no puedo trabajar en el Andino, nos han echado —mintió Álex para hacer más creíble la urgencia de su partida.

—Pero sus estudios, la universidad…

—Puedo estudiar en Madrid, mami. Allá hay muy buenas universidades. Y se valora más la titulación europea. Además, puedo volver a la UNC más adelante. Por favor, mamita, no llore. Séquese esas lágrimas.

—Pero mijita, qué va a ser de mí…

—No se apure, ya lo hablé con la tía. Ella estará pendiente de lo que necesite. Yo mandaré plata. No se preocupe, todo va a salir bien…

Sin embargo, ni siquiera Álex se creía totalmente sus propias palabras. Tampoco importaba. No tenía opción. Debía salir de Colombia y alejarse de sus seres queridos para no ponerlos en peligro. Al menos mientras los sicarios no se olvidasen de ella. Sí, era lo mejor. Era lo único que podía hacer. Pero su madre no lo entendía. No podía entenderlo. Ni siquiera sabía el porqué. Ignoraba todo lo que había ocurrido, y que Álex jamás podría convencer a la policía de que ella, la hermana de un terrorista, no sabía nada de la cocaína guardada en su taquilla. Ni de que la muerte del asesino de su novio había sido un accidente. Tampoco sabía nada de don Jordi, el enlace de una organización criminal europea en Colombia que había propuesto a Paula Andrea el trabajo que iba a sufragar su viaje a España. No sabía nada.

—Pero mija, qué va a ser de mí —repitió mientras las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas—. Primero John Jairo y ahora mi niña pequeña… ¿Por qué todos me abandonan? ¿Tan mala madre he sido?

—No diga eso, mamita, por Dios —respondió Álex con el corazón desgarrado por las lágrimas de su madre, que corroían su ánimo como el ácido sulfúrico—. Confíe en mí. No le va a faltar de nada. Se lo juro. Yo me ocuparé de todo. Mandaré plata. Estaré pendiente…

—Me faltará lo más importante, mija. Me faltarán ustedes.

Madre e hija permanecieron abrazadas, en la cocina. La una ahogada por la pena de perder a su niña. La otra, por las mentiras y la culpa.

La despedida fue angustiosa. Como todas las despedidas de una madre. Álex no quería dejarla sola, pero sabía que si seguía en Bogotá, podía ponerla en peligro.

Las últimas semanas antes del viaje, oculta en casa de su prima, habían sido un infierno. Todas las noches se despertaba de madrugada, empapada en sudor, acosada por horribles pesadillas. Siguiendo en la prensa las investigaciones sobre el sicario muerto en el campus, y enviando mensajes a su hermano que nunca fueron contestados.

Esa mañana, cuando su prima Paula Andrea y ella acudieron al aeropuerto internacional de El Dorado para iniciar su viaje, Alexandra se dejó un pedazo de su corazón en Bogotá.

El punto de encuentro establecido era el mostrador de Opain, en el primer piso de la terminal nacional del aeropuerto. Su enlace llegaría desde Medellín para entregar a Álex y Paula Andrea sus tarjetas de embarque, las cartas de invitación y el dinero en metálico tal y como habían pactado.

Don Jordi, así decía llamarse, no fue puntual. El vuelo de Medellín llegó con retraso, pero pocos minutos después de su aterrizaje el hombre se reunía con Álex y su prima en el punto de encuentro. Venía acompañado de una joven de aspecto aniñado. «Su hija», pensó Álex. Pero se equivocaba.

—Aquí están mis chicas —dijo él en cuanto se reunió con Álex y su prima en el mostrador acordado. Se dirigió a Paula Andrea y la besó en la mejilla. Ella correspondió al saludo—. Esta debe de ser tu prima Alexandra, ¿verdad? Muy guapa. Esta es Dolores. Viajará con vosotras.

Intercambio de saludos de cortesía. Un sonoro beso a cada una en la mejilla. Su prima, que sonreía, correspondió al mimo. Álex no. Se mantuvo seria y distante, observando con atención al corpulento hombre y a la joven que lo acompañaba, y que en todo momento mantenía la mirada perdida en el suelo. Parecía muy pequeña. Apenas una niña. De piel oscura y suave, y con una conmovedora expresión de temor en la mirada. Como un animalillo desvalido y frágil que no supiese muy bien dónde se encontraba. «Está asustada porque nunca ha viajado en avión ni salido de Medellín», les dijo don Jordi para explicar su actitud. Dolores no pronunció ni una palabra. Ni rastro del carácter divertido y extrovertido que da fama a los medellinenses. Se limitaba a sostener, abrazada contra su pecho, su pequeña maleta de madera de nogal, anticuada y desangelada, que contrastaba con las modernas Samsonite de Álex y Paula Andrea.

Dolores caminaba suavecito, sin taconeo. Discretamente. Sin hacer ruido. Como todos los perseguidos. Intentando no llamar la atención. Porque el mundo se divide en presas y depredadores, y los que se saben pieza ansiada y perseguida caminan suavecito por la vida. Amortiguando los andares para escuchar, por si acaso resuena el eco de otros pasos a la espalda. Mirando atrás cada poco, por si alguien sospechoso sigue sus huellas. Y por esa razón suelen tropezarse con el primer obstáculo que enfrentan en el camino.

Don Jordi, sin embargo, era un hombre corpulento. Bien entrado en carnes por culpa —decía él— de la butifarra, la girella, el xolís y el fuet que recibía semanalmente desde Cataluña, su país. A pesar de que no parecía haber cumplido los treinta y cinco, una precoz alopecia había despejado completamente sus sienes. Extrovertido, jovial, casi rozando la impertinencia, le gustaba presumir de su dinero. «Mi empresa es la mejor pagando», afirmaba a quien quería escucharle. Y para demostrarlo no tenía reparo en hacer ostentación de las mejores marcas de ropa, relojes, zapatos, coches y mujeres… Porque las mujeres, decía don Jordi en lo que él entendía como un cumplido, las hay de lujo o de marcas blancas.

Tras las presentaciones, había adoptado un rictus circunspecto y profesional.

—¿Tenéis los pasaportes y todo lo demás preparado?

—Sí, señor —respondió Paula Andrea.

—Vale, ahora escuchadme con atención —dijo don Jordi—. Aquí tenéis los pasabordo y las cartas de invitación. Y aquí mil euros para cada una. No os los gastéis en el aeropuerto, ¿eh? Son para pasar la aduana de Barajas.

—¿Tenemos que pagar mil euros para entrar en España? —preguntó Paula Andrea.

—Claro que no. Pero si por casualidad os parase la policía en Madrid, tenéis que decir que sois turistas y que vais de vacaciones a España. Es posible que os pregunten cuánto dinero lleváis para las vacaciones, y si les enseñáis los mil euros, no sospecharán. Mirad los pasabordo: los billetes son de ida y vuelta. El visado de turista os dura tres meses, así que os hemos cogido la vuelta para entonces, pero el billete puede usarse en cualquier momento antes de esa fecha. Si pasáis el control de Barajas, ya estaréis en Europa como turistas y no habrá problemas.

—Oka.

—Muy importante. En cuanto os bajéis del avión y lleguéis a la sala de control de visa y pasaportes, tenéis que pasar por la ventanilla 16, y por ninguna otra. El policía que está en esa ventanilla trabaja para nosotros y os estará esperando para sellaros la entrada sin hacer preguntas. Pero hay otros policías patrullando por el aeropuerto y buscando traficantes, y a esos no los tenemos controlados. Si os comportáis con naturalidad, no ocurrirá nada. Venga, repetidlo: entraremos por la ventanilla 16, y por ninguna otra.

—Entraremos por la ventanilla 16 y por ninguna otra —repitieron como en un coro.

—Supongo que solo habéis traído equipaje de mano, como os dije, ¿no? Cuanto menos tiempo paséis en facturación y después en la sala de llegadas, menos probabilidades de tener problemas. En Barajas hay muchos policías observando a los recién llegados de Colombia, así que cuanto antes salgáis del aeropuerto mejor. Si alguien os dice algo, decís que viajáis con poco equipaje porque queréis compraros ropa y cosas de esas en España mientras estáis de vacaciones.

—Sí, señor —respondió Álex más resuelta—. Solo lo justo para el viaje. Con esta plata podemos comprar allá lo que necesitemos.

Don Jordi no respondió. Se limitó a mirar fijamente a Alexandra y sonrió, aunque había un punto de siniestra ironía en aquella sonrisa de medio lado. Después continuó con sus indicaciones.

—Y por último: no os conocéis. A partir de ahora cada una por su lado. No quiero que volváis a hablar entre vosotras en todo el viaje, ¿entendido? Ni aquí, ni en el avión, ni al llegar a Madrid. Si por casualidad alguna de vosotras tuviese algún problema con la policía en Barajas, las otras debéis seguir adelante. Alguien de la empresa os estará esperando en la sala de llegadas y ya os dirá lo que tenéis que hacer. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, señor.

—Pues hala, arreando. Buen viaje. Europa os va a encantar.

Cuando recogió el sobre con el dinero, la carta de invitación y su billete de avión, Álex titubeó un instante. Sabía que era la última oportunidad de echarse atrás, de reconsiderar su decisión, de dejar que prevaleciese el instinto, pero no tenía otra opción. Si continuaba en Bogotá, tarde o temprano el venezolano y sus compinches darían con ella. Miró de reojo a su prima, que sonreía a don Jordi, y pensó que tampoco podía dejarla sola en esta aventura.

Se guardó en el bolsillo de la chaqueta los documentos y el dinero que le tendían. Ningún estudiante de solo diecinueve años conseguiría ganar en Colombia el dinero que le ofrecía «la empresa». «Suficiente plata para ayudar a mamá, y para poner tierra de por medio entre los gatilleros y yo —pensó—. Todo saldrá bien. Serán solo unas semanas y después todo será distinto». Siempre estaría a tiempo de regresar a Bogotá, al apartamento de Lucero Bajo. Quizá incluso a la Facultad de Química, se repetía intentando engañarse a sí misma sin conseguirlo. Incluso el billete de avión era de ida y vuelta. Simplemente necesitaba un poco de tiempo para que viesen que mantenía la boca cerrada y se olvidasen de ella.

En cuanto se cercioró de que el avión despegaba, don Jordi sacó su teléfono móvil y marcó un número con prefijo de España. Solo dijo «la merca está en camino», antes de colgar de nuevo.

A bordo del Airbus, un pitido a través del sistema de megafonía del avión hizo regresar a Alexandra a la realidad. La voz de la azafata anunció solemnemente:

—A partir de este momento pueden hacer uso de sus computadores portátiles y cámaras filmadoras. Recuerden que sus teléfonos celulares deben permanecer apagados durante todo el vuelo.

Álex se giró en el asiento y buscó con la mirada a su prima, sentada varias filas atrás. Le envió una sonrisa.

Don Jordi les había ordenado que no hablasen entre ellas durante el viaje, pero parecía obvio que la empresa no se fiaba de su obediencia, por eso habían reservado sus asientos intencionadamente distanciados. Desperdigadas en el avión, como si cada uno de los ocupantes de aquellas plazas no tuviese relación entre sí. Si en España la policía interceptaba a alguno de los viajeros, los otros tendrían una oportunidad de continuar viaje y entregar la «merca». Era el protocolo habitual.

El vuelo se haría interminable. A medida que Colombia quedaba atrás, y Europa se acercaba por la proa, Alexandra sentía alivio por la distancia que ponía entre ella y sus perseguidores. Pero también una prematura nostalgia. El campus, los compañeros de la facultad, la zapatería del Andino… Y su madre. Sola en el pequeño apartamento de Lucero Bajo. Enferma. Vulnerable. Con una nueva capa de tristeza sobre la anterior. Álex llevaba solo una maleta pequeña como equipaje de mano, pero llena a rebosar de culpabilidad.

Encendió su teléfono móvil y manipuló el menú en busca de los álbumes de fotos. Allí estaba John Jairo, apuesto e ilusionado, poco antes de abandonar Bogotá para internarse con los guerrillos en las montañas; y los compañeros de la facultad, bromeando con los tubos de ensayo en el laboratorio; y mamá, seria y resignada, en la última fotografía que le hizo con el móvil, solo unas horas antes de tomar aquel avión.

Se acurrucó en el asiento, contemplando el mar de nubes bajo las alas del avión y dejó que las lágrimas se deslizasen por sus mejillas en silencio. «No tengo otra opción —pensó tratando de reafirmarse—. Atrás queda todo lo que quiero, pero también los sicarios, la amenaza, la muerte, el miedo. Nada de lo que me encuentre en Europa puede ser peor que aquello». Todavía no podía imaginar que aquello no era del todo cierto…