LA MONTAÑA MALDITA

CARRETERA CG-4. FRONTERA DE ANDORRA

En cuanto Black Angel dejó atrás La Massana, dio un golpe de muñeca al acelerador y metió quinta a la moto. Como era previsible, la sensación térmica disminuía de forma proporcional al incremento de la velocidad. El cronómetro había iniciado la cuenta atrás en cuanto arrancó la BMW, y sabía que contaba con el tiempo justo para hacer la entrega del envío al otro lado de la frontera, antes de que Bill el Largo y sus socios empezasen a ponerse nerviosos. Así que no tenía tiempo para disfrutar con el espectacular paisaje que lo envolvía. Todo el esplendor majestuoso de los Pirineos, las cumbres nevadas, el depósito lleno y mucha carretera por delante. Pura sensación de libertad.

Al abandonar el cobijo de las calles, avenidas y edificios de La Massana, comenzó a sentir el efecto del gélido aire del Pirineo. Y a pesar de las prendas térmicas, el frío era cada vez mayor. Golpeaba de frente, como el puño de un gigante, el pecho, las piernas y los brazos del motorista, filtrándose de alguna forma incomprensible por cualquier recoveco indetectable.

No era la primera vez que hacía una ruta de montaña en invierno. Sabía que podía resistirlo. Sin embargo, empezó a sentir el dolor en los ojos —la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta por una prenda térmica— y el entumecimiento en las manos, mucho antes de lo que esperaba. Maldijo al puñetero aficionado que había preparado la moto para aquel servicio ¿Por qué demonios no le habían puesto una pantalla a la BMW, para protegerle un poco de aquel viento gélido que le golpeaba de frente? Un mono térmico conectado al motor también habría sido de agradecer.

Afortunadamente, los fajos de billetes que rodeaban su cuerpo suponían una protección añadida contra el viento helado. Cuando millones de mendigos, indigentes y vagabundos en todo el mundo cubren sus cuerpos con periódicos para combatir el frío, es por una buena razón.

Intentó concentrarse en la conducción. A pesar de que la carretera estaba despejada de nieve, las heladas son muy traicioneras, y más aún sobre dos ruedas.

Pronto dejó atrás el hermoso pueblo de Xixerella, y más al sur Pal, y por un momento lamentó no disponer de más tiempo para recrearse en aquel paisaje magnífico y sobrecogedor. Un par de sustos en un cambio de rasante y en una curva más cerrada de lo esperado le hicieron volver a concentrarse en la carretera y olvidar las hermosas vistas.

Dieciocho kilómetros después, ya en el Port de Cabús, comprendió las palabras de Jean-Pierre, «solo tienes que seguir CG-4 hasta que se termine». Y así fue. De pronto, sin previo aviso y justo a la altura de un descolorido y desvencijado cartel azul, el asfalto de la carretera se terminaba de repente. A partir de ahí comenzaba un camino de tierra. Suelo español.

El zigzagueante descenso desde el Port de Cabús sería más complicado. Barro, hielo y gravilla, los peores enemigos de un motociclista. Ángel debería concentrar toda su atención en cada recodo, cada bache, cada placa de hielo y cada curva del camino, que a veces lindaba con escarpados precipicios realmente peligrosos. En muchos fragmentos de la ruta, un coche no podría maniobrar para retroceder, si se encontraba un obstáculo infranqueable. «Realmente los viejos contrabandistas le echaban agallas», pensó Ángel.

Aquellos caminos tienen mucha historia. Por allí entraron en España cientos de judíos que huían de Francia tras la ocupación nazi, pero también formaban parte de la antigua ruta de los estraperlistas. Durante décadas, por aquellas montañas llegaron toneladas de café, telas, tabaco, perfumes y aun animales, y también oro y armas. El contrabando a través de Andorra, hasta Lleida y Girona, fue una actividad lucrativa, socialmente admitida, durante generaciones. Y muchas familias se enriquecieron con el negocio del estraperlo en toda la comarca. Incluso actualmente, y pese a que el aumento de los precios en Andorra hizo que muchos contrabandistas abandonasen el negocio, y a que los controles de la Guardia Civil se multiplicaron en los últimos años del siglo XX, todavía es posible algunas noches escuchar el rugir de los motores de los potentes todoterrenos de las collas, retumbando en las montañas, que de madrugada, y con las luces apagadas, surcan aquellos caminos salvajes cargados de mercancías ilegales.

A pesar de que al reducir la velocidad la sensación térmica debería haber aumentado un par de grados, el frío de las montañas en diciembre resultaba insoportable. De vez en cuando, Ángel soltaba el embrague para colocarse la mano izquierda bajo las nalgas o cerca del motor, y conseguir que la sangre volviese a circular con normalidad, pero a aquella velocidad y en aquellas carreteras no podía soltar el acelerador, controlando milimétricamente el gas de la motocicleta en cada trayecto.

De cuarta, debía bajar a tercera, e incluso a segunda o primera en algunos tramos del camino, cuando se veía obligado a cruzar una zona de guijarros, o un arroyo helado, o esquivar rocas desgajadas de la montaña. Los contrabandistas siempre han contado con la connivencia de algunos vecinos de la región, que se ocupan de despejar los caminos cuando la gratificación compensa, y era evidente que Bill el Largo también tenía buenos contactos en ese lado de la frontera. Si la pista hubiese estado cubierta por la nieve, habría sido totalmente imposible cubrir esa ruta. Y menos en el tiempo establecido.

Conducía más despacio de lo previsto. No quería arriesgarse a tener una caída en aquel lugar. En el mejor de los casos, tardarían horas en encontrarle, suponiendo que no cayese antes la noche y terminase congelado. Si eso no ocurría y alertados por su retraso eran los hombres de Bill quienes acudían en su ayuda, perdería la confianza del Largo y su posibilidad de ascenso en la organización. Pero si era la Guardia Civil quien lo encontraba, iba a tener muchos problemas para explicar por qué llevaba varios cientos de miles de euros adheridos a todo su cuerpo.

Solo respiró aliviado, por decirlo de alguna manera, cuando el camino perdió pendiente y por fin llegó al pueblo fantasma de Tor. Durante el invierno suele permanecer vacío. De hecho, salvo un viejo todoterreno abandonado a un lado de la carretera, no encontró ningún otro síntoma de vida. En verano, sin embargo, algunas de las antiguas casas del pueblo, otrora próspero y prometedor, reciben a sus propietarios y también a los turistas que, de primavera a otoño, frecuentan aquellos hermosos parajes de naturaleza salvaje. Pero la montaña de Tor está maldita. O eso cuentan en la comarca.

Aquellas tierras arrastran un apasionado litigio entre vecinos, regado con sangre, desde finales del siglo XIX. El 3 de julio de 1980, un exguardia civil llamado Dionisio Rodríguez y un contratista llamado Ramón Miró, empleados como «escoltas» por un ambicioso abogado zaragozano que pretendía convertir la montaña de Tor en un lujoso centro de esquí, mayor que Baqueira, se liaron a tiros en el pueblo. El resultado fueron dos muertos —Miguel Aguilar, de veinticinco años, y Pedro Liñán, de veinte—, dos fornidos leñadores que hacían las veces de matones de uno de los principales propietarios de los terrenos, que no estaba dispuesto a vender. Unos años después, en julio de 1995, Josep Montané, recién reconocido en sentencia del Tribunal de Tremp como legítimo propietario de la montaña maldita, fue asesinado allí mismo, en su propia casa de Tor. Alguien le reventó la cabeza de un golpe antes de estrangularlo con un cable eléctrico y desfigurarle la cara. O quizá fue al revés. Más recientemente la Benemérita que patrulla aquellos caminos se encontró los cadáveres de dos naturalistas, de los muchos que han intentado asentarse en la comarca, atraídos por la naturaleza salvaje. Uno apareció despeñado por un acantilado y otro colgado de un árbol.

No. Tor no resulta un lugar acogedor. Sin embargo, a Black Angel sí se lo pareció cuando aparcó unos minutos la moto en el centro del pueblo abandonado, en la pequeña explanada donde, en los meses de verano, una de las familias improvisa un pequeño merendero para los turistas. Sin parar el motor, se apeó de la Trail para intentar desentumecerse los músculos ateridos por el frío. Solo faltaba un bar donde tomarse un café caliente para poder considerarlo el paraíso.

Ángel se frotó todo el cuerpo, se golpeó los brazos y las piernas para acelerar la circulación, y se quitó los guantes para calentarse las manos directamente con el aliento. Y cuando ya se los estaba poniendo de nuevo para volver a la BMW, todo se fue a la mierda.

El todoterreno de la Guardia Civil apareció de pronto, como de la nada. Había permanecido oculto entre dos viejas casonas de Tor y, probablemente por culpa del casco, que aún llevaba puesto, y del propio runrún de su motocicleta al ralentí, Ángel ni siquiera había escuchado el sonido del motor. Lo que sí escuchó fue el rugido de sus ruedas, cuando el aparatoso 4x4 derrapó hasta detenerse a pocos metros del motero. Se bajaron dos tipos del coche. Uno, el conductor, vestía uniforme de la Benemérita. El otro iba de paisano y empuñaba una escopeta de corredera Mossberg del 12/70. Aquello pintaba mal.

El guardia se quedó al lado del coche, mientras el de la Mossberg rodeaba al ángel negro hasta colocarse a su izquierda. El cerebro del motorista comenzó a funcionar a todo gas, analizando en una fracción de segundo la situación, las alternativas posibles y los daños potenciales de cada decisión.

—Hace un poco de frío para andar de turismo por esta zona de la frontera, ¿no te parece? —dijo el guardia intentando parecer cordial.

—Sí, es verdad, creo que me he perdido. Intentaba llegar a Lleida y no sé muy bien cómo he venido a parar aquí. ¿No tendrán un mapa por casualidad?

Ángel intentaba ganar tiempo para pensar. Demasiadas anomalías en aquella situación: no tenía ningún sentido que un coche patrulla de la Guardia Civil, de estar de servicio, hiciese aquella violenta entrada en Tor, quemando rueda, sin llevar siquiera la sirena o los luminosos encendidos. El guardia no llevaba ningún distintivo del Seprona o del Grupo de Rescate Especial de Intervención en Montaña, ni siquiera del Grupo de Acción Rural —los principales servicios de la Guardia Civil que normalmente patrullan zonas de montaña—. Juraría que aquel agente pertenecía a Tráfico, y de ser así, su presencia en Tor resultaba tan sospechosa como la suya.

Todavía no le habían pedido su documentación, ni siquiera que se quitase el casco y descubriese su rostro, y había comenzado la conversación tuteándole, algo muy poco profesional en un guardia de servicio. Aunque lo más sospechoso es que aquel policía se había quitado del uniforme la placa con su TIP, de obligada exhibición por todo policía de uniforme de servicio. Y si aquel agente se había retirado la tarjeta de identificación profesional, con su número identificativo, era porque intentaba ocultar su identidad. Esa no era una buena señal.

Tampoco tenía sentido que el tipo de paisano, de ser un agente de la ley, se bajase del coche empuñando una escopeta. La Mossberg es un arma atípica: puede adquirirse libremente con una licencia de caza y portarse en el monte, incluso con dos o tres cartuchos en el cargador, pero al mismo tiempo es un arma táctica empleada por muchas unidades de combate, y también por muchas bandas de crimen organizado, por su demoledor efecto sobre el cuerpo humano a media distancia. Black Angel estaba familiarizado con ella. Sabía cómo identificar la capacidad del cargador: el depósito inferior, bajo el cañón, le decía que aquel modelo podía almacenar un máximo de cinco cartuchos, más uno en la recámara, y seis disparos con una Mossberg son muchos disparos. A esa distancia era del todo imposible no salir herido con el primero, por muy mala puntería que tuviese el tipo. Las postas de un 12/70 se abren en cuña, y aun en el caso de no resultar letales, podían hacerle mucho daño.

Sin embargo, aquel tipo no era policía. Llevaba el dedo directamente en el gatillo, craso error de novato. Ningún miembro de las fuerzas armadas cometería una torpeza tan evidente. Es lo primero que se aprende al empuñar un arma: el dedo no se pone sobre el gatillo hasta el instante de disparar…

—Claro que sí. Podemos venderte uno si nos lo pagas bien —dijo el de la Mossberg—. ¿Cuánto dinero llevas encima?

No, definitivamente, aquello no pintaba bien. No podía ser casualidad. El instinto del motorista le indicaba que aquello apestaba a trampa. Alguien se había ido de la lengua en La Massana, no cabía otra explicación. El maldito Jean-Pierre o su colega francés le habían tendido una trampa para quedarse con la pasta. El plan era perfecto. Si hacían desaparecer su cadáver en la montaña, Bill pensaría que se había largado con el dinero, y ellos solo tendrían que repartir el pastel con sus compinches (el guardia y su amigo el de la Mossberg). El Largo ni siquiera sospecharía que habían sido sus colegas de Andorra los que se habían quedado con el envío. Cuando meses o quizá años después alguien encontrase su cuerpo descompuesto, su muerte engrosaría la leyenda negra de la montaña maldita, que estaba a punto de añadir una nueva muesca a su lista de cadáveres. Y, como había ocurrido en julio de 1980, parecía que de nuevo un hijo del Cuerpo iba a ser quien apretase el gatillo.

—No lo sé, lo justo para el viaje. Cien o doscientos euros. ¿Es suficiente? —respondió mientras se movía muy despacio hacia la izquierda, buscando una posición más ventajosa. Aquello apestaba a conflicto inminente.

—No nos tomes por estúpidos, o vamos a tener que cortarte las alitas —añadió el guardia, que había abandonado ya su actitud conciliadora—. ¿Te desnudas tú o te desnudamos nosotros?

Ya no había duda, lo sabían. Alguien le había delatado. Las cartas estaban sobre la mesa. Y por si aún no tenía claro que aquello no era una intervención policial, sino un vulgar robo, el familiar sonido metálico de la corredera de la Mossberg, al introducir un cartucho en la recámara, retumbó en la montaña. ¡Clac, clac! Solo el enorme cañón de una Mossberg apuntándote a la boca del estómago atemoriza tanto como ese sonido. Seco. Tajante. Aterrador. Y el tipo de la escopeta lo sabía. Sentía el poder del miedo que podía infligir esa arma. Con una Mossberg en las manos es fácil confiarse. Ese fue su segundo error. Ángel no se asustaba con facilidad. En lugar de eso continuaba haciendo cálculos mentales. «Ha entrado un cartucho en la recámara, como máximo le quedan cuatro en el cargador». Además, a esa distancia resultaba fácil ver el seguro del arma, situado justo encima de la empuñadura, y el tipo, demasiado convencido del temor que despertaba, todavía no lo había quitado. Aunque apretase el gatillo en ese momento, el percutor no detonaría el cartucho. Ese fue su tercer error.

—Vale, vale, vale. No quiero problemas. No es mi dinero. Vosotros sabréis en qué lío os metéis —replicó en tono servil, intentando ganar unos segundos mientras se quitaba los guantes de la mano derecha.

Las P2000 SK de 9 mm, como las USP, están diseñadas con el guardamonte —la pieza que rodea el gatillo— sobredimensionado para poder empuñarse incluso con manoplas, pero el grosor de dos guantes de motero era excesivo hasta para su HK.

Todo ocurriría muy rápido. Ángel se lo jugó todo a una carta. Si aquellos tipos querían robarle el dinero, no tenía sentido que le dejasen con vida. Y menos después de haber visto la matrícula del coche policial. Con un movimiento rápido, tiró los guantes a la cara del de la Mossberg. Y él se arrojó detrás. Apuntó directamente a los testículos y chutó como si de un penalti en la final de la Champions se tratase. Sonó a huevos rotos y el tipo se desplomó fuera de combate. Ángel tuvo tiempo de pillar la escopeta al vuelo por el cañón, antes de que cayese al suelo, y sin pensarlo, utilizando la Mossberg como un bate de béisbol, lanzó un golpe contra el guardia, con la potencia de un torpedero. Pero falló. El de la Benemérita resultó más ágil y rápido de lo que esperaba. Se agachó justo a tiempo, y la culata de la escopeta solo encontró la gorra en su trayectoria, bateándola a varios metros de distancia. Home run!

Con la violencia del movimiento, el guardia perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse con las manos en el suelo para no caer por tierra. Pero la misma brusquedad del golpe, la inercia y el cuero de los guantes que Ángel aún llevaba en la mano izquierda hicieron que este perdiese el agarre del cañón y la escopeta saliese disparada dando vueltas hasta caer entre unos arbustos. Acababa de perder su improvisada maza, y el picoleto se había dado cuenta. El guardia ya estaba incorporándose al tiempo que intentaba desenfundar su arma reglamentaria. Ángel no lo pensó. Había perdido la baza de la Mossberg, pero todavía conservaba otra maza a su alcance. Y arqueando la espalda todo lo que pudo, lanzó su cabeza, todavía armada con el casco, contra la del policía. El impacto fue demoledor. El casco actuó como un auténtico martillo, golpeando de lleno en la cara al guardia que intentaba incorporarse, y que esta vez cayó por tierra totalmente atontado por el golpe. Ceja y nariz fracturadas. Dos dientes menos.

Ángel saltó sobre la BMW, que afortunadamente permanecía con el motor al ralentí, y pisó con fuerza el cambio de marchas. Primera. Antes de soltar el embrague, aún tuvo tiempo de sacar su 9 mm de la bandolera y montarla, utilizando el muslo para desplazar la corredera. Una bala entró en la recámara, desplazando la anterior con un repiqueteo metálico, y el percutor quedó en posición de fuego. Black Angel soltó tres disparos apuntando a las ruedas del todoterreno. Bang, bang, bang. Las tres detonaciones retumbaron en la montaña maldita, pero estaba demasiado nervioso y solo uno de los proyectiles dio en el blanco, reventando una de las ruedas del coche. No había tiempo para más. En el retrovisor, con el rabillo del ojo, vio cómo el de paisano ya había conseguido reubicar sus testículos aplastados y se había incorporado con cara de pocos amigos. Ángel devolvió la pistola a su funda, soltó el embrague y hundió la muñeca dando gas al motor. La rueda delantera de la BMW se levantó unos centímetros del suelo, mientras la trasera quemaba goma sobre la gravilla, arrancando a toda velocidad.

A punto estuvo de estrellarse en la primera curva, cuando la motocicleta enfiló el camino de Alins. Metió segunda. El corazón del motero bombeaba con tanta fuerza como el motor de su máquina. Tercera. Mientras intentaba rentabilizar al máximo la velocidad de su hierro, tumbando todo lo posible en las curvas para no salirse del camino, su cerebro galopaba a idéntica velocidad. Cuarta. «Si avisan por radio a otras patrullas estoy perdido —pensaba—, esto es una puta ratonera. Solo hay un camino y yo no conozco otras rutas. Pueden salirme al paso en cualquier punto antes de llegar a la carretera nacional. Pero ¿qué van a decir? ¿Que han intentado robarme? No, no pueden pedir apoyo policial, pero puede haber otros guardias implicados, y esos sí pueden joderme. No, no es probable. Si hubiese más policías metidos en el negocio, no habrían traído a un aficionado con una Mossberg. Estos tíos estaban solos, así que intentarán cambiar la rueda lo antes posible y darme caza». Quinta…

Pum, pum, pum. El corazón de Black Angel golpeaba su pecho casi al mismo ritmo que los pistones de la BMW golpeaban el motor, pero su cerebro iba por delante, intentando analizar todas las alternativas posibles, mientras se concentraba en no estrellarse con la moto en aquella pista que resultaba letal a aquella velocidad. Por fortuna, el camino desde Tor no es tan empinado, enrevesado y deteriorado como el trayecto desde Port de Cabús. Eso era bueno. Sin embargo, había perdido los guantes de la mano derecha, la que controla el acelerador y el freno delantero, y esa es la más importante en la conducción de la motocicleta. El frío era atroz y a esa velocidad la sensación térmica en la moto descendía muy por debajo de los cero grados. Pronto su diestra estaría absolutamente congelada. El frío también duele, y el dolor comenzaba a hacerse insoportable.

Por fin dejó atrás el desvío a Noris, y después atravesó Alins como alma que lleva el diablo. Y Araos, y Terveu, y al atravesar cada pueblo, reducía la velocidad para no llamar la atención, esperando ver aparecer en el espejo retrovisor el morro del 4x4 de la Guardia Civil, con los dos sicarios de Jean-Pierre dispuestos a coserlo a tiros. Pero nunca ocurrió. O los tipos habían quedado demasiado maltrechos, o estaban tardando demasiado en cambiar la rueda tiroteada. O simplemente, Black Angel había establecido un nuevo récord de velocidad, jugándose la vida en ese trayecto de pista.

Solo cuando por fin la L-504 desembocó en la carretera C-13 y en su fluido tráfico, se sintió seguro. Incluso se tomó la licencia de parar la moto para hacer entrar en calor su mano diestra, al borde de la congelación. Se colocó en ella, como pudo, uno de los dos guantes que llevaba en la izquierda, y después puso dirección a Sort. Comenzaba a caer la tarde, y con ella la luz.

«Su destino queda a la derecha», anunció finalmente la voz femenina del navegador, cuando Ángel enfiló la avenida Generalitat de Catalunya en Sort. Aparcó al otro lado de la calle, sobre la acera del paseo que bordea el río; se quitó el casco y se dejó caer un instante sobre uno de los bancos de madera que hacen tan buen servicio a los paseantes. Merece la pena disfrutar de las vistas del río que bordea el pueblo y de la colina que muere en él. Respiró aquel aire puro. Se calmó y después entró en el restaurante.

Como habían acordado, Bill el Largo le esperaba disfrutando de la cocina del Les Brases, con uno de sus hermanos de ruta. Y en cuanto lo vieron entrar, se levantó para recibirlo con un abrazo.

—¡Negro!, cómo me alegro de verte. ¿Has tenido buen viaje?

—¿Buen viaje? ¡Y una polla! Casi me matan en Tor. Tus colegas del norte te la han jugado. Han intentado quedarse con la pasta y a mí quitarme de en medio. Me he tenido que liar a tiros para salir entero de una puta trampa y…

—Vale, vale, vale… Cálmate. Lo importante es que estás aquí y que traes el envío, ¿no? Porque traes el envío…

Ángel intentó recomponerse. Se sentó. Tomó la botella de agua que había sobre la mesa y dio un trago. Después volvió a mirar al Largo.

—¿Cuándo te he fallado yo?

—Estupendo. Pero lo primero es lo primero. Ve con mi colega y vuelve cuando hayáis terminado.

—Pero ¿no quieres saber lo que ha pasado?

—Lo primero es lo primero, Ángel —repitió—. Y lo primero siempre es la pasta. Para charlar ya tendremos tiempo.

El Les Brases es hotel además de restaurante, y Bill había alquilado una habitación para disponer de un poco de intimidad. Una bolsa de deporte vacía y flácida, sobre la cama, aguardaba desde hacía rato la llegada del motorista, para que depositase en ella el envío. Se quitó la ropa y comenzó a desprenderse de la carga.

Ángel fue rápido en la entrega. Arrancarse los fajos de billetes que llevaba adheridos al cuerpo resultaba más fácil que colocarlos ahí. Con la ayuda de una navaja fue cortando la cinta y desprendiéndose de los paquetes, que dejaba caer dentro de la bolsa. Después volvió a vestirse.

Cuando regresó de nuevo al salón del restaurante, sufrió una nueva impresión. De hecho, se quedó paralizado en la puerta del comedor, conmocionado por la sorpresa, al encontrarse a Bill riéndose a carcajadas mientras el tipo de la Mossberg, que permanecía en pie porque le dolían demasiado los testículos como para sentarse, y el guardia civil, que sostenía una bolsa de hielo sobre la cara, le contaban algo visiblemente irritados.

Una vez se percataron de su presencia, el policía y el de la Mossberg lo fulminaron con la mirada. Estaba claro que se había ganado su enemistad de por vida, pero Bill no podía dejar de reír a mandíbula batiente.

—Ven, Ángel, ven, déjame que te presente a unos amigos.

—Pero ¿qué coño pasa aquí, Bill? ¿Qué significa esto?

—Me están contando cómo los zurraste en Tor. Joder, no sabía que tenías tan mala leche.

—¡Hijo de puta, estás muerto! Te voy a crujir. Le pegaste un tiro a mi coche —exclamaba el guardia civil, visiblemente irritado—. Has tenido mucha, mucha suerte de que la bala atravesara el caucho y pudiéramos cambiar la rueda. Si le llegas a dar a la carrocería, ¿cómo crees que iba a explicar en el cuartel un impacto de bala en el coche oficial, pedazo de cabrón? ¡Estás loco!

Bill el Largo continuaba desternillándose, apenas podía vocalizar entre las carcajadas.

—Pues sí que has tenido suerte, Black. Si le hubieses pegado un tiro al coche o a ellos, todos íbamos a tener un problema…

—¡Creía que me iban a matar! Y yo podía haberlos matado a ellos. ¿Me quieres explicar de una puta vez qué broma es esta?

—Cálmate, brother, no te cabrees. Necesitaba estar seguro de que podías hacer el próximo trabajo. En realidad, estos amigos tenían que escoltarte una vez hubieses cruzado la frontera. Hay mucha competencia en este negocio, y no sería la primera vez que algún cabrón de otra organización nos roba. Este es un oficio peligroso y no solo tenemos que ir con cuidado con la policía, sino también con grupos de la competencia. Además, tú nunca has hecho este tipo de transporte y tenía que averiguar cómo reaccionarías en una situación de tensión. Estos dos trabajan conmigo. Solo tenían que darte un susto para ver cómo reaccionabas, pero tú te lo has tomado demasiado en serio y, joder, casi los dejas secos. Yo es que me parto…

De pronto Ángel recordó algo que había ocurrido en Tor y se sintió furioso consigo mismo. ¿Cómo había podido ser tan idiota y no darse cuenta? «No nos tomes por estúpidos, o vamos a tener que cortarte las alitas», le había dicho el de la Mossberg, y Jean-Pierre no conocía su nombre, ni tampoco su alias en el mundo biker. Por lo tanto, aquella evidente alusión a su sobrenombre, Black Angel, solo podían conocerla a través de Bill, el único que estaba al corriente de aquel trabajito y de su alias de motero. ¿Cómo era posible que no se hubiese percatado antes?

Estaba furioso. Bill no cesaba de carcajear. El de paisano se masajeaba los huevos. Y el policía, con la ceja partida por el golpe con el casco, se cambiaba de mano la bolsa de hielo para mitigar la inflamación de su rostro. Los cuatro ofrecían un grupo de aspecto más que pintoresco en el comedor de Les Brases.

—Todo ha salido bien. Has tenido mucha suerte de que no volviese a nevar fuerte esta mañana, de que no te parase la policía en Andorra, ni la Guardia Civil en España. Y sobre todo has tenido mucha suerte de que tu encontronazo con los chicos no haya terminado peor. Venga, toma, te lo has ganado. —Bill el Largo tendió a Ángel un sobre con los honorarios acordados por aquel transporte.

Cuando salieron del restaurante, Bill dio órdenes para que alguien se ocupase de la BMW y se ofreció para llevar a Black Angel de vuelta a Barcelona en su coche —sabía que iba a valorar especialmente la calefacción de un cuatro ruedas, después de su gélida aventura en los Pirineos—, pero antes le pidió que le acompañase. A pocos metros del Les Brases estaba la administración de lotería más famosa de España, La Bruixa d’Or. Bill se había empeñado en arrastrar hasta allí a Ángel.

—Ven conmigo. Quiero comprar un décimo y frotártelo por la chepa, a ver si me transmites un poco de tu buena estrella. Porque hay que joderse con la suerte que tienes. Aunque en el próximo trabajito, la vas a necesitar toda…