SERENDIPIA

AEROPUERTO INTERNACIONAL DE BARAJAS, MADRID

En cuanto la agente Luca accedió a la base de datos de Tráfico desde su ordenador portátil en el hotel lucense, el caso dio un nuevo giro incomprensible: la matrícula del coche de don Lorenzo, el supuesto jefe de Extranjería del CNP, estaba registrada a nombre de la Guardia Civil. Era uno de los coches oficiales de incógnito de la 642 comandancia.

No tenía sentido. Ningún agente del Cuerpo Nacional de Policía tenía acceso a los coches oficiales de la Guardia Civil… A menos que don Lorenzo no perteneciese a la Policía Nacional, sino a su propio servicio. Y Luca sintió cómo un brote de indignación le subía por las venas. Un compañero…

Estaba atorada. A medida que avanzaba en la investigación, la trama se ramificaba en una malla tupida y enrevesada, demasiado compleja para ser descifrada con sus pobres recursos en aquella habitación de hotel. ¿Quién era don Lorenzo? ¿Quién era el tal Charly y cómo podía su suegro tener acceso directo al jefe de la Guardia Civil de Lugo? ¿En qué consistía aquella guerra entre clubs? ¿Quiénes eran el Alemán y el tal Antonio, y qué relación tenían con Vlad Cucoara? ¿Cómo podían «los del Reinas» aspirar a controlar los aparcamientos de Lugo y el sistema de la ORA y quiénes eran los concejales que «comían de su mano»? ¿Era uno de ellos el que aparecía en la grabación de Alexandra Cardona y al que había visitado Fran antes de morir? ¿Tenía alguno de ellos un coche azul marino como el que sacó a su compañero de la carretera en aquel acantilado de la costa?

La agente Luca se frotó los ojos. Estaba agotada. Eran demasiados frentes simultáneos incluso para ella. Necesitaba ayuda, y solo se le ocurría un lugar donde buscarla…

El capitán Gonzalo la escuchó en silencio, al otro lado de la línea telefónica. No hizo ni un solo comentario hasta que ella terminó de hablar.

—¿Hay algo más?

—Creo que no, Capitán. Ya le he contado todo.

—Ya sabes lo que opino, Luca. Esto es demasiado peligroso. ¿Por qué no me dejas hablar con la fiscalía y pedir recursos oficiales?

—No, Capitán, por favor. No sé cuántos compañeros están involucrados. Si alguien en la fiscalía o en Jefatura se va de la lengua, podría echarlo todo a perder, y por ahora no tenemos nada. Solo rumores, sospechas y una grabación de audio realizada ilegalmente y que no podremos usar como prueba.

—¿Y qué necesitas de mí?

La agente Luca tardó un instante en contestar. Por su mente pasaron muchas respuestas a aquella pregunta. Además, sabía que cualquier participación del Capitán en una investigación no autorizada lo ponía en una situación muy incómoda. Una cosa es que ella hubiese decidido bordear los límites de la legalidad, y otra que incriminase a su oficial. Pero también sabía que no podía seguir avanzando sin su ayuda.

—Capitán, entendería que ahora mismo me mandase a la mierda, me colgase el teléfono y no quisiese saber nada más de este asunto…

—Cabo, en mi unidad jamás se deja tirado a un compañero. No apruebo lo que estás haciendo, pero tienes mucho valor. Estoy tan harto como tú de generalatos impuestos políticamente. De que nos corten las alas cada vez que una investigación puede acarrear un escándalo interno. De funcionarios acomodados en su poltrona que han olvidado lo que nos llevó a vestir este uniforme. Y de los malditos pijos que salen de la Academia militar de Zaragoza y se creen que vienen de la West Point a decirnos cómo hacer nuestro trabajo. Dime lo que necesitas.

Luca sonrió con admiración al otro lado del auricular. Ese era su capitán: un tipo con las ideas claras, que le devolvía el orgullo de ser guardia civil.

—Necesito los informes que puedan tener los del SAI o los de Información sobre todos estos tipos, y lo que tengamos sobre operaciones anteriores en los clubs de Lugo. Pero también necesitaría acceder a lo que puedan tener en Policía Nacional, Vigilancia Aduanera y también la información del Registro de la Propiedad sobre los clubs Erotic, Calima y Reinas de Lugo. Necesito saber quién es el propietario real. Toda la información que me pueda sacar me será útil, Capitán.

—Tengo un amigo en la comisaría de Compostela que me debe un par de favores. Puede conseguirnos lo que tengan los nacionales de forma discreta. Lo del Registro será más sencillo. ¿Necesitas algo más?

—Voy a necesitar equipo. Cámaras, micrófonos, escáners…

—¿Cómo te lo hago llegar?

—Hay varios vuelos todos los días desde Santiago de Compostela. Tomaré el primero de la mañana. Podemos reunirnos en la Casa Blanca.

—Allí estaré.

Y allí estaba.

El encuentro fue breve: Luca ya se había ocupado de telefonear a uno de sus antiguos compañeros de la Policía Judicial en Barajas, para que la esperase con un coche a pie de escalera en la pista de aterrizaje. En pocos minutos llegaba a la Casa Blanca, que era como se referían coloquialmente a la base operativa que tenía la Judicial en la terminal de carga del aeropuerto de Madrid, aunque su única semejanza con la residencia del presidente estadounidense era el color de las paredes.

El capitán Gonzalo la esperaba en la entrada. La recibió con un abrazo.

—¿Estás bien? Me has tenido muy preocupado.

—Sí, Capitán, gracias. Y gracias por lo que está haciendo. Se la está jugando por mí.

—¿Estás segura de que quieres seguir con esto?

—Sí. Cuando decidí irme a Lugo solo tenía la esperanza de encontrar a mi amiga Claudia, pero la muerte de Francisco me ha hecho descubrir mucho más de lo que imaginaba.

—Eso no me tranquiliza, Luca. Al contrario. Creo que estás cometiendo un error. No deberías hacer esto sola.

—Todavía no tengo nada sólido, Capitán, pero sé que estoy cerca. Por favor, deme solo un poco más de tiempo. Le prometo que le mantendré al tanto. ¿Me ha traído el equipo y la información?

—Sí. Está dentro. Ven, tómate un café mientras me pones al día de lo que has descubierto.

Vlad Cucoara, disfrazado de respetable ejecutivo, burló los controles del aeropuerto madrileño colando un temible cuchillo de fibra de vidrio, indetectable en los controles metálicos. Al rumano no le gustaba ir desarmado, y menos cuando iba a recoger tanto dinero. Una vez al mes recorría los burdeles de media España, Portugal y Francia, donde tenía colocadas a sus chicas. Los propietarios de clubs, agencias y pisos clandestinos que aceptaban sus condiciones descontaban a las rumanas de Cucoara el precio de su alojamiento y mantenimiento, y el resto del dinero lo retenían hasta que Vlad pasaba a cobrar. Después era él quien decidía el porcentaje que entregaba a cada una, dependiendo de cuál había sido su comportamiento ese mes.

«Las mujeres no saben administrarse —repetía siempre a los empresarios de locales de alterne que aceptaban a sus diosas—, gastarían todo el dinero en ropa, zapatos o drogas. Mejor yo administro su dinero…». Así, mientras las semanas transcurrían lentas y tediosas, las chicas de Cucoara no tenían la posibilidad de permitirse ningún lujo ni capricho. Tampoco podían salir del club de compras, o cargar las tarjetas de sus teléfonos móviles para llamar a sus familias, ni siquiera comprarse un medicamento si se ponían enfermas, a menos que hubiesen podido ahorrar algunas monedas que la altruista generosidad de los prostituidores les hubiese obsequiado a cambio de tocarles un poco las tetas mientras sufrían sus chistes malos en la barra del club.

Días de cobro. Peinado impecable. Engominado. Traje de americana y corbata. Maletín de ejecutivo. NIE falso. Vlad Cucoara parecía más un respetable hombre de negocios que un despreciable proxeneta. Se repartía con su socio Dimitri los burdeles que habría que visitar, de punta a punta del país, para recoger el dinero que habían ganado sus fulanas. Durante esos días los traficantes saltaban de ciudad en ciudad reuniendo el dinero en efectivo. Nada de transferencias bancarias, talones ni pagarés. Puro cash. El maletín se iba llenando de billetes en su peregrinación por los burdeles de Madrid, Valencia, Cataluña o Galicia donde tenían colocadas a sus chicas, y hoy tocaba recaudar en el norte. En el aeropuerto de Lavacolla, en Santiago de Compostela, le esperaría un coche de alquiler de alta gama para recorrer los burdeles de la zona recaudando la pasta de sus fulanas.

Colocó el maletín en el compartimento superior y ocupó su asiento junto al pasillo. Siempre pedía pasillo y filas delanteras, para poder abandonar el avión lo antes posible. Después acomodó el cuchillo bajo su muslo derecho, en un lugar discreto pero de fácil acceso, y abrió su ejemplar del Romania Libera del día, adquirido en un kiosco del aeropuerto. La situación política y económica en su país continuaba igual de caótica, pero al menos el Steaua Bucureşti había vuelto a ganar. Dos a cero. Cucoara sonrió y se permitió la licencia de soñar con un nuevo triunfo del Steaua en la Champions, como en el 86, con Helmuth Duckadam deteniendo cuatro penaltis seguidos a los jugadores del FC Barcelona… Otros tiempos. Ahora Duckadam era presidente del Steaua, y del Cucoara niño ya no quedaba nada.

Bip, bip, bip… El sonido de un teléfono rescató a Cucoara de sus sueños de triunfo devolviéndole a la realidad del vuelo. Una joven, sentada dos filas más adelante, colgó la llamada sin atenderla, pero aun así recibió la recriminación de la azafata por no haber apagado el móvil dentro del avión. Cucoara no volvió a prestarle atención hasta que se apagaron las luces rojas que indicaban que la aeronave había alcanzado la altitud de crucero, y las azafatas comenzaron a recorrer el pasillo con el carrito de las bebidas. Él pidió una botella de vino. Ella, café solo, doble, muy cargado, y el comentario llamó la atención de Cucoara hacia ella de nuevo: parecía que la joven necesitaba una dosis extra de cafeína.

Tenía un cuello bonito, pensó el rumano. Largo, esbelto, apetecible. Pero desde su ubicación no podía ver su rostro. Además, parecía lista, y a Cucoara no le gustaban las listas. Siempre dan problemas. La joven leía demasiado: tenía la mesita plegable llena de dosieres, carpetas y documentos, que subrayaba y remarcaba con un rotulador fosforescente, con la pasión del opositor que prepara su examen más importante… En un día laborable como aquel, el vuelo no iba completo, y la chica incluso había aprovechado los asientos libres a su lado para extender parte de la documentación que examinaba con total concentración…

Cucoara sintió curiosidad. Se preguntó por qué una joven con ese cuello se molestaba en perder su tiempo estudiando tanto. Seguro que era guapa. Y que podía ganar más dinero explotando su belleza que en cualquiera que fuese el trabajo al que aspiraba escrutando con tanto detalle aquellos apuntes. Alargó el cuello intentando leer alguno de los encabezamientos de aquellos papeles, pero estaba demasiado lejos. Quizá cuando aterrizasen…

Nada más acomodarse en su asiento del vuelo Barajas-Lavacolla, Luca se recogió el cabello en una coleta, abrió las carpetas y comenzó a estudiar minuciosamente los expedientes policiales, subrayando con un rotulador fosforescente todos los datos útiles. Tras la charla de casi dos horas con el Capitán, había salido de la Casa Blanca con algunas herramientas tecnológicas que le serían útiles en su investigación, y copia de varios expedientes policiales sobre don Lorenzo, sobre Granda y sobre el tal Charly, que había resultado ser su exsocio. Este último había estado metido en asuntos muy turbios, pero siempre había conseguido zafarse de la justicia con una habilidad digna del gran Houdini. El capitán Gonzalo le había hecho una advertencia al entregárselos. «Lo que vas a leer aquí, Luca, pondrá a prueba tu capacidad de resistencia como policía. Si después de leerlos quieres dejar la investigación, nadie te lo va a reprochar…».

Mientras abría la carpeta, a solo unos metros, la azafata de Iberia reclamaba la atención de los pasajeros.

—Por motivos de seguridad y para evitar interferencias con los instrumentos de vuelo, les recordamos que los teléfonos móviles deberán permanecer desconectados desde el cierre de puertas y hasta su apertura en el aeropuerto de destino…

Justo en ese instante la señal de su teléfono móvil recibiendo una llamada interrumpió el discurso de la azafata. Bip, bip, bip. Luca reconoció de nuevo el teléfono de su madre. Había olvidado responder a sus llamadas. «Y como siempre —pensó—, mamá no puede ser más inoportuna». Colgó sin más y se disculpó con la sobrecargo por el despiste, mientras el avión se situaba en cabecera de pista para iniciar la maniobra de despegue. Pero Luca ya no estaba en aquel avión. Inmersa en los informes policiales, había viajado en el tiempo a la provincia de Lugo, a principios del siglo XXI, cuando había comenzado a gestarse la historia del Show Club Erotic.

—Ahora, por favor, abróchense el cinturón de seguridad, mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical y su mesita plegada. Les recordamos que no está permitido fumar en el avión…

Durante los cincuenta minutos que duró el vuelo, la agente Luca devoró los informes que el Capitán había compilado en aquel abultado dosier. Allí estaba todo. Atestados del Cuerpo Nacional de Policía, expedientes de la Guardia Civil, informes de la Policía Municipal, registros bancarios, contratos laborales… Se admiró de la eficiencia de su oficial, que había conseguido reunir en solo veinticuatro horas una información extraordinaria, desperdigada por diferentes archivos oficiales, sin conexión entre sí.

—¿Desea tomar algo? —La azafata rescató por un instante a la agente Luca del apasionante dosier, que empezaba a adquirir los tintes de un filme cinematográfico.

—Sí. Café solo. Doble. Muy cargado. Gracias.

Y la agente Luca volvió a sumirse en los informes policiales. El cansancio empezaba a hacer mella. Había salido del club de madrugada, directamente hacia Santiago de Compostela para coger el vuelo de las 7.30 a Madrid. No había dormido nada y su capacidad de concentración comenzaba a resentirse, pero aquellos atestados, diligencias, actas y declaraciones resultaban esclarecedores.

Una vez más, la falta de comunicación y cooperación entre los distintos cuerpos policiales había posibilitado que, durante años, las piezas de aquel rompecabezas hubiesen permanecido dispersas en diferentes archivos policiales. La Guardia Civil tenía algunas, otras dormían el sueño de los justos en los expedientes de la Policía Nacional, y otras en los archivos de Hacienda, el Servicio de Vigilancia Aduanera o incluso la Policía Municipal. Ahora le tocaba a ella recomponer aquel complejo puzle.

De pronto notó una sensación extraña. Ese hormigueo intuitivo en la base de la nuca que te hace sospechar que alguien te mira fijamente. Sintió la tentación de volverse, pero primó el raciocinio. Era absurdo. Se estaba volviendo paranoica. Nadie sabía que estaba trabajando como agente encubierto y era imposible que alguien la siguiese en aquel avión, así que se reprochó a sí misma aquella muestra de debilidad psicológica. La paranoia es uno de los síntomas de la enfermedad del infiltrado. Ni siquiera se giró para comprobarlo, tenía mucho que leer.

Si lo hubiese hecho, se habría encontrado con la mirada fría y penetrante de un joven elegantemente vestido, que dos filas más atrás se esforzaba por atisbar el contenido de aquellos documentos que concentraban toda su atención.

Luca subrayó con el rotulador verde uno de los documentos del Registro de la Propiedad. Granda no era el propietario del Erotic, ni siquiera lo era su exsocio Charly: el propietario real del club era uno de los amos de la prostitución en el noroeste de España. Tampoco era don José el propietario del Reinas, sino un reputado empresario lucense metido hasta el cuello en el Ayuntamiento de la ciudad. Ni don Lorenzo era el jefe de Extranjería de Lugo, sino un condecorado miembro de la Guardia Civil.

En aquel maldito rompecabezas nadie era quien decía ser, y nada era lo que parecía. Y Luca supo que tenía que poner al corriente a Álex lo antes posible. La colombiana se estaba jugando la vida allí dentro…

—Bienvenidos al aeropuerto internacional de Santiago de Compostela —dijo la sobrecargo del vuelo a través de la megafonía—. La temperatura es de 11 grados. Desembarcaremos por la puerta delantera del avión…

Solo entonces la agente volvió a guardar los informes.

En cuanto la aeronave se acopló al finger de la terminal, uno de los pasajeros se colocó junto a la puerta. Parecía tener prisa en salir y Luca lo radiografió instintivamente de arriba abajo: pelo engominado, impecable traje de americana, maletín. Probablemente, pensó, algún ejecutivo de alguna multinacional que llega tarde a una reunión importante. Aunque dos cosas llamaron su atención. La primera, que con las prisas había golpeado con el maletín a una mujer que se había levantado del asiento justo cuando el ejecutivo se encaminaba hacia la puerta del avión. «¡Tenga cuidado!», le dijo ella con desdén. «Căţea!», respondió él malhumorado. La segunda, parte de un extraño tatuaje que sobresalía por encima del cuello de su camisa de seda: aquel tatoo no pegaba con el impecable aspecto yupi del ejecutivo, pero Luca no pudo ver más. En seguida el resto de los pasajeros ocuparon el pasillo, deseosos de llegar a su destino, impidiéndole la visión…

En cuanto el avión tomó tierra en Lavacolla, Cucoara fue el primero en descender del avión. Caminó resuelto hacia la terminal 1 de llegadas, mirando con el rabillo del ojo a los agentes de la Guardia Civil del control, que no le devolvieron la mirada. Su impecable aspecto no despertaba sospechas. No era su primer viaje a Santiago de Compostela, y sabía que las pequeñas estafetas de coches de alquiler, situadas a solo unos metros de la puerta de la terminal 1, solían atestarse de viajeros en busca de un automóvil en cada vuelo, así que aceleró el paso.

—Buenos días, ¿tiene reserva? —le dijo el joven de la agencia de alquiler con su mejor sonrisa.

Vlad no se molestó en responder al saludo ni a la sonrisa. Colocó su portafolios de ejecutivo sobre el mostrador y sacó de su interior el resguardo de la reserva y un carnet de conducir tan falso como el NIE que utilizaba.

Mientras el joven imprimía el contrato del vehículo, Cucoara conectó el teléfono móvil e inmediatamente recibió un mensaje de su socio. Dimitri seguía en Barcelona, recaudando el dinero de las chicas que tenían repartidas por los burdeles de la Ciudad Condal. Había sido un buen mes, y las del Rivera continuaban siendo las que generaban más dinero.

En su sms, Dimitri le recordaba, además, la dirección de Santiago de Compostela a la que debía dirigirse para su primera cita: esta vez no se trataba de un proxeneta, sino de un marroquí que trabajaba en el área de ayuda al inmigrante del sindicato más importante del país, y que, presuntamente, controlaba su propia red de tráfico de seres humanos, al tiempo que colaboraba con la Direction Générale de la Sûreté Nationale (DGSN), el servicio de inteligencia exterior de su país. Los rumanos y el marroquí tenían intereses comunes y se planteaban hacer negocios juntos…

—Tiene el coche situado en la plaza 28. Feliz estancia en Santiago —concluyó el joven del mostrador, al tiempo que entregaba a Cucoara las llaves, una copia del contrato y un plano de Compostela.

Localizó el Audi sin dificultad, introdujo en el navegador GPS la dirección de las oficinas centrales del sindicato en Compostela y enfiló la Nacional 634 respetando todas las normas de circulación españolas. Conducía despacio, sin prisa, no le interesaba llamar la atención de los agentes de tráfico.

Estaba llegando a la rotonda que comunica la N-634 con la autopista cuando un pequeño utilitario le adelantó a gran velocidad. Apenas tuvo un segundo para reconocer aquel cuello esbelto y aquel cabello frondoso recogido en una coleta: era la joven que estudiaba con tanto interés en el avión. Parecía llevar prisa. Quizá llegaba tarde a su examen…

Cucoara lamentó no haber tenido la oportunidad de comprobar si realmente era guapa. «No importa —pensó—. Si el destino quiere, volveremos a vernos…».

La joven desapareció pisándole con ganas al coche en dirección Lugo. Él tomó justo la dirección contraria en la misma autopista. Hacia Compostela.