PUZLE HUMANO
BOADILLA DEL MONTE, MADRID
Una vez revisado, la agente Luca cerró otro de los contenedores de basura de la calle Alberca, en Boadilla del Monte, y abrió el siguiente. Recibió el impacto de aquel hedor como un gancho directo a la mandíbula, con la entereza de un púgil veterano. Se ajustó la mascarilla, tensó los guantes de látex y siguió buscando. A los novatos les tocaba el trabajo sucio, y aunque ella ya llevase un par de años en la UCO y fuese la niña bonita del Capitán, seguía siendo una recién llegada al grupo especial de homicidios.
Trató de concentrarse en el registro, buceando entre los restos de comida podrida, cacharros oxidados y bolsas de desechos, pero no podía quitarse de la cabeza el extraño mensaje de su compañera que había encontrado esa madrugada en el buzón de voz: «Luca, soy Claudia. Supongo que seguirás encerrada, estudiando, pero quería decirte que me han dado el traslado y voy a cambiar de teléfono otra vez. Ya te llamaré yo para darte el nuevo en cuanto pueda. No intentes contactar conmigo».
Claudia y Luca habían coincidido en la Academia policial de Baeza, y desde entonces se habían hecho inseparables. Luca, más racional y cerebral; Claudia, apasionada y temeraria. Tan distintas y tan complementarias.
Más tarde habían compartido piso en Madrid durante su año de prácticas en el aeropuerto de Barajas. Después del incidente con el gigante del cráneo roto, cuando Claudia recibió su primer destino y Luca fue reclamada por la Unidad Central Operativa (UCO), se distanciaron, pero siempre habían mantenido el contacto. Sin embargo, y desde hacía algún tiempo, las ausencias y los silencios de Claudia eran cada vez más prolongados. Al principio desaparecía durante días, más tarde semanas y por fin meses sin dar noticias. Abría y cerraba constantemente nuevos buzones de correo electrónico, dio de baja sus perfiles en la red y cambiaba sin cesar de número de teléfono. Luca siempre supuso que a Claudia la habían captado las unidades antiterroristas, que combatían primero a ETA en Euskadi y después el terrorismo yihadista en todo el país. Policías que viven al borde del colapso psicológico, siempre obsesionados por la seguridad y la contrainteligencia. Sin embargo, al menos según datos oficiales, Claudia estuvo destinada en Cuatro Vientos antes de pasar al Palacio Real. Definitivamente, su compañera tenía demasiados secretos para un puesto tan rutinario en el Instituto Armado.
La agente Luca intentó exorcizar aquellos pensamientos y volver a concentrarse en la búsqueda. El nauseabundo olor que emanaba de los contenedores de basura la ayudó a regresar a la realidad.
Llevaban horas peinando la zona y buscando entre los desperdicios. Cuando abrió el enésimo contenedor, sucio y roto en la base, ese olor se lanzó hacia ella como la fría hoja de un estilete que perforase sin piedad sus fosas nasales. Alguien había esperado demasiado tiempo antes de limpiar la nevera de comida podrida, y el calor del verano madrileño había acelerado la putrefacción. Para las ratas que celebraban el festín, la súbita aparición de la agente de la Guardia Civil supuso un susto inesperado. Los pequeños cuerpos grises y peludos de los roedores campando a sus anchas entre los despojos provocaron en la guardia idéntico sobresalto.
Haciendo de tripas corazón, la agente Luca intentó espantar a las ratas agitando la mano, para luego empezar a extraer del contenedor todas las bolsas de basura. Pero en cuanto agarró la cuarta supo que había encontrado algo. Pesaba más que las otras.
La dejó en el suelo y se acuclilló frente a ella. Mientras desataba el nudo que cerraba la bolsa de plástico negra, podía notar cómo su corazón bombeaba más deprisa, tratando de hacerse sitio en la caja torácica. La respiración se agitaba, insuflando más oxígeno a los pulmones, y con ello más hedor a inmundicia, mugre y porquería que conseguía filtrarse por la ligera mascarilla que cubría su rostro. En cuanto logró abrir la bolsa, un brazo de mujer, que aún conservaba una pulsera de plástico y un anillo de bisutería barata, cayó a sus pies…
—¡Capitán! —gritó mientras se ponía en pie de un brinco.
Durante su formación en la Academia, la agente Luca ya había llamado la atención de un cazatalentos del Cuerpo, el capitán Gonzalo, auténtico líder de la sección de Análisis del Comportamiento Delictivo. Como en cada promoción de nuevos guardias, durante los últimos meses de la formación diferentes cazatalentos de distintas unidades de la Guardia Civil visitaban la Academia en busca de los mejores candidatos con los que engrosar sus grupos de investigación. Información, antiterrorismo, delitos informáticos, crimen organizado, homicidios… Los tenientes o capitanes responsables de cada sección impartían charlas y mantenían entrevistas con los jóvenes guardias, buscando candidatos que contasen con alguna habilidad especial, ya fuese idiomas, conocimientos informáticos, especialidades universitarias…
Luca, hija de policía y nieta de guardia civil, llevaba la vocación por la investigación criminal en los genes. Se había licenciado en Psicología y Criminología antes de entrar en la Academia, e incluso había publicado ya varios artículos sobre perfiles criminales, victimología y psicología criminal en diferentes publicaciones especializadas, dos libros y una página web que se había convertido en referencia obligada en la red para todos los aficionados a los asesinos en serie. Luca, una guardia aún joven, inexperta e idealista, creía que el mundo se dividía entre buenos y malos. Todavía no era funcionaria. Además, hablaba inglés y francés correctamente, y para los cazatalentos del Cuerpo su expediente académico era un imán irresistible.
El capitán Gonzalo, uno de los policías más legendarios del Cuerpo, sabía reconocer el talento en cuanto lo veía y se había empeñado en que aquella prometedora guardia tenía que ser suya a cualquier precio. El sentimiento fue recíproco. Luca conocía la trayectoria de aquel oficial, que había participado en muchos de los casos más famosos de la historia criminal española, y aunque los de Información también se mostraron interesados en ficharla, no podía rechazar la oferta de la prestigiosa Unidad Central Operativa, el destino más tentador para cualquier guardia civil apasionado por la investigación criminal, y paso previo a la entrada en el grupo de homicidios, el departamento de élite de la Policía Judicial, ansiado por todo policía vocacional.
—¡Capitán, aquí! He encontrado algo.
En cuanto escuchó los gritos de la joven guardia, el capitán Gonzalo abandonó el interrogatorio al conmocionado Lou, a través de un intérprete de lengua de signos, y cruzó ágilmente la calle Alberca.
—¿Qué has encontrado?
—Un brazo, Capitán. De mujer.
—Buen trabajo, agente —dijo el oficial mientras colocaba su mano en el hombro de la guardia—. Buen trabajo.
—Gracias, señor.
—Ariño, Dámaso, Roca, venid aquí —gritó el Capitán, llamando la atención de otros miembros de la unidad desperdigados por el terreno—. Concentraos en los contenedores de esta zona. Tú y tú, allí. Tú, continúa con Luca. Dámaso, avisa a los de la Científica. Ampliad tres manzanas la zona precintada y avisad al alcalde. Esto va a traer cola y no nos queda mucho tiempo antes de que empiecen a llegar los curiosos. Tenemos que encontrar el resto del cuerpo.
El capitán Gonzalo impartía las órdenes con la seguridad que da la experiencia. Luca lo observaba admirando su profesionalidad. Aunque había encadenado dos servicios en menos de veinticuatro horas, podía concentrarse en cada caso como si fuese lo único importante en el mundo. Su fama en el Cuerpo era merecida. Y a pesar de su reciente ascenso, se negaba a abandonar el trabajo de calle para encerrarse en un despacho. Todo un rara avis en el Instituto Armado.
Uno a uno, todos los contenedores de la zona fueron meticulosamente examinados. Hubo suerte. En uno de ellos aparecieron dos bolsas de basura que contenían una pierna dividida en dos partes y el otro brazo. Unos minutos más tarde aparecía el tronco en una bolsa arrojada a otro contenedor, unos cientos de metros más abajo. Después encontraron la otra pierna.
El cuerpo de la joven, de raza negra, había sido mutilado a conciencia. El autor, presuntamente, se había tomado la molestia de desnudar de los pies a la cabeza a la víctima para trabajar con más soltura. Después había partido a la muchacha en ocho pedazos, que había metido en bolsas, para desperdigarlas luego por varios depósitos de basuras a lo largo de Las Eras de Boadilla del Monte.
El descubrimiento más importante también le tocó en suerte a Luca. Quizá otro funcionario menos sagaz lo habría pasado por alto, pero en cuanto la guardia descubrió en otro de los contenedores una bolsa de basura de plástico negra, idéntica a las que contenían los restos humanos, supo que aquello olía a pista. A pista de las buenas. En su interior se hallaban varias prendas de ropa y un bolso de mujer.
—Avisa al Capitán, creo que hemos encontrado algo gordo.
—Venga ya, Luca, solo es una bolsa con ropa vieja —respondió su compañero con evidente escepticismo—. Seguro que en estos contenedores hay mucha ropa que han tirado a la basura porque sus dueños ya no la querían.
—Tú avisa al Capitán, joder —insistió la joven guardia mientras examinaba cuidadosamente el contenido de aquella bolsa.
Aún a regañadientes, el veterano agente subió la calle Alberca para avisar a su superior del nuevo descubrimiento de la novata. «Esta se cree que va a resolver el caso ella solita —pensaba Ariño, uno de los guardias con más experiencia en la unidad—, a ver si el Capitán le baja los humos». Pero en cuanto el oficial recibió el recado, su reacción fue muy diferente. Llegó dando grandes zancadas.
A pesar del calor, el Capitán siempre vestía americana. En verano la mayoría de los policías optan por la funda tobillera o la riñonera para ocultar su arma reglamentaria —mucho más cómoda si quieres usar manga corta, pero menos eficiente llegado el momento de desenfundar y reaccionar ante una amenaza en menos de dos segundos, más puede significar la muerte—; el Capitán, sin embargo, mantenía su funda de extracción rápida al cinto todo el año. Lo primero era la eficiencia policial, después todo lo demás.
Con el pelo revuelto, la camisa arrugada y la incipiente barba de tres días, salió el primero al encuentro de Luca. Alto, ágil, atlético, solo las canas que empezaban a asomar en sus sienes y a salpicar su mentón podían delatar sus cincuenta años de vida, con treinta de experiencia en el Cuerpo.
—¿Tienes algo?
—Creo que es la ropa de la chica, mi Capitán —respondió Luca convencida de la trascendencia de su descubrimiento—. Mire la bolsa de basura, es idéntica a las que contenían los restos.
—No creo que eso sea una evidencia, Luca. Negras, naranjas o grises, los contenedores están llenos de bolsas de plástico parecidas a esas.
—Ya, pero esta contiene ropa de mujer joven. Una muda completa, nada más. Unos zapatos, un pantalón de licra, un body y una chaqueta. Todo perfectamente doblado. Como si su propietaria lo hubiese depositado sobre una silla o sobre la cama con cuidado después de quitárselo.
En cuanto vio la bolsa, el curtido instinto del Capitán también percibió el olor a pista. Y mientras observaba las reacciones de su subordinada, quiso poner a prueba la convicción de su razonamiento.
—¿No te parece que estás especulando un poco?
—No, señor. Nadie tira solo una muda de ropa, y mucho menos se toma la molestia de doblarla tan cuidadosamente si va a arrojarla a la basura. Pero lo importante es el bolso.
—¿Has encontrado alguna documentación?
—No, pero este brazalete hace juego con uno de los que tiene en el brazo derecho, y además, el bolso está lleno de preservativos. Me apuesto la paga a que la víctima era una prostituta.
El Capitán sonrió con satisfacción. Estaba claro que había hecho un pleno al reclutar a aquella joven para su unidad.
—Excelente, Luca, excelente.
El capitán de la Guardia Civil, perro viejo en esas lides, sabía lo que ocurriría a continuación. El alcalde de Boadilla llevaba semanas enzarzado en acalorados debates con el portavoz de la oposición. A solo unos meses de las elecciones, Gobierno y oposición afilaban sus cuchillos a la menor oportunidad, y la polémica sobre la inseguridad y el incremento de delincuencia en Boadilla del Monte, que la oposición ya había utilizado como baza política contra el equipo de Gobierno en las últimas municipales, ahora iba a resultar un arma letal. El descubrimiento de un cuerpo de mujer tan atrozmente mutilado en el pueblo desataría un escándalo a nivel nacional, que la oposición sabría rentabilizar políticamente. Y el alcalde no tardaría mucho en presionar a la Jefatura para que los hombres de la UCO resolviesen el caso lo antes posible.
En cuanto el Juzgado de Instrucción número 4 de Móstoles ordenó el levantamiento del cadáver, el Capitán telefoneó a su hijo mayor para advertirle de que probablemente esa noche tampoco volvería a casa. A continuación dio indicaciones a sus hombres para que trasladasen los restos humanos, y todas las pistas que pudiesen encontrar en los contenedores de basura, a una nave que la Brigada de Obras del Ayuntamiento les había cedido por mediación del alcalde, para realizar los primeros exámenes. Ahora la agente Luca y sus compañeros debían recomponer el puzle humano, confeccionado con las piezas del cuerpo de aquella joven desconocida. Pero cuando el Capitán recibió la llamada de un viejo amigo, periodista de sucesos en un canal de televisión nacional, supo que el tiempo corría en su contra.
—¿Diga?
—Gonzalo, soy Paco. Ya me he enterado de lo del Carnicero de Boadilla. ¿Puedes adelantarnos algo?
—¿Cómo?
—Sí, lo de la chica descuartizada.
—Pero ¿cómo coño os habéis enterado tan pronto?
—Ya sabes que cuanto más se acercan las elecciones, más rápido vuelan las noticias. Sobre todo si pueden hacerle daño a alguna de las partes.
—No te puedo contar nada. Habla con la ORIS —dijo remitiéndole a la Oficina de Relaciones Informativas y Sociales de la Guardia Civil—. ¿Y qué cojones es eso del Carnicero de Boadilla?
—Se le ocurrió a uno de mis redactores. ¿A que es un nombre cojonudo para un psicópata? ¿Creéis que puede ser un asesino en serie? ¿Podemos decir que buscáis a un Jack el Destripador en Boadilla? Dime algo, hombre…
El Capitán no se molestó en responder. Colgó directamente, molesto por la irrupción del periodista. Sabía que la noticia no tardaría en filtrarse, pero no pensó que fuese tan rápido. A continuación se giró hacia sus hombres.
—Chicos, poneos las pilas, la prensa ya está detrás del tema. A partir de ahora vamos contra reloj.
Inmediatamente los teletipos de todas las redacciones nacionales comenzaron a especular con la historia de la mujer descuartizada. Conjeturas sobre bandas de crimen organizado, asesinos en serie, mafias en Boadilla y hasta macabros rituales satánicos. Los periodistas afines al gobierno intentaban quitar hierro al asunto. Los afines a la oposición, sin embargo, se habían empeñado en convertir al Carnicero de Boadilla en una baza política en la propaganda contra el alcalde del Ayuntamiento.
En pocas horas, desde la sede central del partido, en Madrid, alguien marcó el teléfono del alcalde para recordarle lo inoportuna de aquella publicidad a esas alturas del calendario electoral, y este a su vez movió ficha para presionar a los mandos policiales, que, en esa cadena de presiones, no tardaron demasiado en exigir resultados al Capitán. Y él a sus agentes.
Dentro de aquella fría nave de la Brigada de Obras, el capitán Gonzalo llamó a Luca y se la llevó a un discreto pasillo en un rincón del recinto. El recodo era estrecho, lo que les obligaba a estar muy cerca el uno del otro. Parecía que el Capitán no quisiese que nadie más escuchara la conversación. Así, en la distancia corta, resultaba más natural bajar el tono de voz. Los ojos vivaces del oficial se clavaron en los de la joven agente.
—¿Estás bien? —preguntó el Capitán preocupándose por ella—. Siento que hayas sido tú la que se encontró parte del cuerpo. Supongo que ha sido desagradable. Pero creo que puedes ser muy útil en este caso. Lo de la bolsa de basura con la ropa y el bolso de la chica estuvo muy bien.
Luca contuvo un suspiro. Resultaba reconfortante que alguien como el Capitán valorase su trabajo. A tan corta distancia, el oficial parecía aún más alto y su prestigio y capacidad de mando aún mayores. Le admiraba profundamente. Y no solo como policía. Luca sabía que cuando enviudó en 1987, en aquel atentado de ETA contra la casa cuartel de Zaragoza, el Capitán se vio obligado a educar él solo a dos pequeños, dos y tres años respectivamente. Y lo consiguió. También consiguió mantener la lucidez, que con frecuencia la sed de venganza empaña. Prefirió no tentar a la ética, alejándose todo lo posible de las unidades antiterroristas. «No sé cómo reaccionaría —le había confesado en una ocasión— si tuviera que detener o interrogar a un etarra a solas…». Así que pidió destino en Homicidios y buscó consuelo en el trabajo. Siempre era el primero en llegar y el último en marcharse de la escena del crimen. Pero sobre todo, siempre estaba pendiente de que sus hombres le siguiesen el ritmo. «No os voy a exigir nada que yo no esté dispuesto a hacer», les repetía.
—Escucha, este caso va a traer cola, así que te necesito al cien por cien. Ya sé que eres la última que se ha incorporado a la unidad, y quizá a tus compañeros no les haga mucha gracia, pero me gustaría que fueses tú la que dirigiese los interrogatorios a las amigas de esta chica. Estoy casi seguro de que es una de las prostitutas de la Casa de Campo, y es muy probable que sus compañeras hablen con una mujer con más soltura que con un hombre.
—Yo pienso lo mismo, Capitán, pero no tengo experiencia en este tipo de interrogatorios.
—Ya lo sé, Luca. Pero en este caso creo que es lo mejor. En esto, confío en ti más que en nadie. Necesitamos detener al culpable antes de que la prensa, los políticos y los mandos se nos echen encima.
—A la orden.
—Llévate contigo a Ariño y a Roca —gritó a la agente, que ya salía de la nave acaloradamente—. Y cuenta con los municipales. Están deseando echar una mano.
Mientras la joven guardia se alejaba, el Capitán la observaba en silencio. Sí, indudablemente, aquella chica era la mejor adquisición que podía haber hecho para el grupo de homicidios en mucho tiempo.
Luca habría preferido presenciar la autopsia y echar una mano al forense. A pesar de que su especialidad era la psicología criminal, se sentía fascinada por las técnicas criminalísticas, especialmente la medicina legal, pero estaba orgullosa por aquella oportunidad y se propuso no decepcionar la confianza que el oficial le estaba demostrando. Sabía que su capitán estaba muy curtido en la investigación de homicidios, y que en el fondo siempre tenía razón.
Las prostitutas de la Casa de Campo acababan de desperdigarse por los alrededores de Madrid. Años atrás, las protestas de usuarios y vecinos habían conseguido presionar a las autoridades municipales para que restringiesen a un par de puntos solamente el acceso al mayor enclave de prostitución callejera del país. No se trataba de solucionar el problema, sino de desplazarlo a otro lugar. Y ante las dificultades que sufrían los clientes para llegar hasta las meretrices callejeras, algunos cientos de ellas —o más bien sus chulos— habían decidido situarse en otras zonas de la capital con menor control policial y menos protestas vecinales. Eso dificultaría el trabajo de los investigadores, ya que la agente Luca, sus compañeros de la Guardia Civil y los agentes de la Policía Municipal que se habían involucrado en las pesquisas desde el primer momento tenían mucho más terreno por cubrir.
Era la primera vez en su carrera que Luca debía enfrentarse a una prostituta. Había leído mucho, y su formación teórica era impecable. Pero los informes técnicos, los ensayos periodísticos y las obras literarias no huelen, no tiemblan, no lloran. Más allá de las páginas impresas, en el mundo real, los adverbios, pronombres y adjetivos se quedan cortos para describir las circunstancias, los lugares, las personas, las emociones…
En cuanto el coche «de incógnito» de la Guardia Civil entró en la Casa de Campo de Madrid, Luca comenzó a ver a derecha e izquierda docenas y docenas de mujeres, algunas muy jóvenes, que exhibían sus encantos como reclamo para los consumidores de prostitución. Todavía era verano, y a pesar de que ya era noche cerrada hacía calor. La mayoría de las mujeres estaban prácticamente desnudas. Al menos las que tenían un cuerpo que podían utilizar como spot publicitario. Las otras sugerían otro tipo de atractivos para los clientes más perversos.
El coche recorrió primero el tramo tomado por las latinas: jóvenes brasileñas, dominicanas, bolivianas, colombianas… Algunas gritaban a los coches, proclamando consignas sexuales con su característico seseo caribeño: «Ven, papito, que te voy a comer toda la bolsa, vamos a hacer cosas ricas. Dale, párate…».
Unos cientos de metros más allá los aguardaban las eslavas. Algunas de ellas auténticas valkirias de cabellos de oro y mirada celeste que podrían hacerse un hueco en cualquier catálogo de moda. Luca creyó atisbar una mirada de lujuria en sus compañeros varones, que se deleitaban con el espectáculo. Y prefirió hacer oídos sordos a un inapropiado comentario de Ariño sobre la anatomía de alguna de ellas. La luz de los focos deslumbraba a las prostitutas, que no podían ver el interior del vehículo. Por eso los coches circulaban tan despacio en la Casa de Campo: los clientes podían tomarse así su tiempo para examinar el ganado sin ser vistos, hasta que decidiesen pisar el freno ante la res escogida.
Después llegó el tramo de los travestis. Criaturas andróginas de espíritu femenino nacidas en un cuerpo de varón. Aunque algunas habían decidido echar un pulso a la naturaleza para corregir su error, invirtiendo auténticas fortunas en hormonas, bótox y silicona, no todas obtenían el resultado que esperaban. Pero la noche era su aliado. Y algunos clientes, hastiados ya del sexo convencional, buscaban en aquel tramo de la Casa de Campo nuevas experiencias y emociones más fuertes con el tercer sexo.
Y por fin llegaron al territorio africano. Las prostitutas negras se mimetizaban mejor en la noche y tenían fama de ser más violentas.
En cuanto Luca detuvo el vehículo, varias se acercaron, pensando que se trataba de un grupo de clientes a la caza de una o varias de ellas para una fiesta privada. No es raro ver coches con dos o más ocupantes en la Casa de Campo, en busca de alguna chica dispuesta a practicar sexo en grupo. Ni siquiera es raro ver parejas heterosexuales, o incluso lesbianas, interesadas en alguna prostituta para materializar sus fantasías interraciales. Nada es raro en la Casa de Campo. Ya todo es habitual.
En cuanto los agentes mostraron la placa, tuvieron que reaccionar rápido para evitar que todas las prostitutas saliesen a la carrera. A las meretrices no les gustan los polis. Y tienen sus razones.
—Tranquilas, tranquilas, no somos de Extranjería, no corráis, solo queremos haceros unas preguntas… —Luca tuvo que bajarse a toda prisa del coche, y en seguida adoptó el rol conciliador de un negociador—. Por favor, no os asustéis, no pasa nada. Solo queremos hablar un momento…
La agente consiguió que un puñado de aquellas chicas se quedase en el sitio, pero el resto había echado a correr, perdiéndose entre los árboles como fantasmas en la noche, nada más ver las placas de policía. Su habilidad para trotar con tacones de diez centímetros resultaba sorprendente. Sus compañeros se ocuparon de cerrar el paso a las despistadas para que Luca pudiese comenzar los interrogatorios.
La joven guardia intentó contener los nervios. Le impresionó el miedo que se podía intuir en aquellas miradas. Pupilas contraídas por el resplandor de los focos del coche, que reflejaba la luz en aquellas pieles de ébano como si se tratase de curtidas joyas de azabache. La mayoría eran muy jóvenes. De cuerpos fibrosos, musculados, aunque no en el gimnasio, sino en el calvario de un viaje duro desde las entrañas de África hasta la soñada Europa, en el que solo sobreviven las más fuertes. Luca pudo ver que algunas lucían tatuajes tribales en sus rostros y cuerpos, y otras cicatrices de algún tipo de ritual animista extraño de sus aldeas de origen. Todas tenían miedo. Un miedo evidente y casi incontenible. Pero ¿a qué? ¿A la policía?
Se sacó del bolsillo una fotografía tomada al rostro de la cabeza encontrada en el contenedor de basura y empezó a mostrarla a todas las prostitutas africanas de la zona. Emplearían horas en interrogar a todas las chicas de color de aquel tramo. Había cientos, aunque ninguna quería hablar. No sabían o no querían saber quién era la mujer de la foto. La noche iba a ser larga. Pero el Capitán le había confiado una misión, y no estaba dispuesta a decepcionarle.