EL SACERDOTE

CLUB EROTIC, LUGO

El médico del servicio de urgencias del hospital de Lugo se puso muy pesado. Insistía en que su deber era notificar al juzgado cualquier parte de lesiones originadas en una agresión, pero ni Blanca, ni Álex, ni Luca estaban dispuestas a permitir que la policía metiese sus narices en aquel asunto.

—Le digo que se cayó por las escaleras —insistió Luca, que llevaba la voz cantante—. Aquí no hay ninguna agresión que denunciar. Ha sido un accidente.

Por fortuna, a pesar de la paliza, la rumana no había perdido el niño. Endurecida por la adversidad, su cuerpo había encajado los golpes de Vlad Cucoara, que no habían afectado al feto. El embarazo seguía su curso, aunque Blanca no iba a poder trabajar en unos días. Tenía la cara demasiado amoratada, un ojo hinchado y cardenales y hematomas por todo el cuerpo.

Desde que se había corrido la voz de que estaba embarazada, había ganado clientes. Y ya le habían dicho que en cuanto su embarazo fuese más evidente —dentro de un par de meses— se convertiría en una de las chicas más solicitadas del club. Nadie se imagina cuántos clientes están dispuestos a guardar cola para materializar su fantasía de follarse a una embarazada, algo que no suele encontrarse en la oferta de los burdeles. Pero dado su actual estado, ni siquiera el más pervertido desearía subir con una fulana tan maltrecha.

Cuando regresaron al club, las chicas estaban revueltas. Todas comentaban el incidente y en cuanto llegó Antonio, el encargado, telefoneó inmediatamente a Granda para explicarle lo que había ocurrido. El patrón no tardó ni media hora en presentarse en sus dominios: una cosa es que la preñada generase morbo en los clientes y dinero a las arcas del club, y otra que sus chulos se liasen a tiros en el aparcamiento. Eso no era bueno para la empresa. Tanto Álex como Blanca aguantaron como pudieron la bronca del jefe, visiblemente desquiciado por el incidente.

—Voy a llamar al Reinas —les dijo para concluir la discusión— y ya os diré qué hacemos con vosotras.

Solo cuando finalmente pudieron sentarse en la cocina del club para descansar un poco, la agente Luca se quitó el pañuelo que ocultaba los moratones de su cuello. No quería que nadie sospechase de su participación en el enfrentamiento con los rumanos porque eso pondría en peligro su tapadera como inocente camarera.

Aide se convirtió en la atenta y entregada enfermera de las tres amigas. La hija de la camarera también colaboró en las curas e insistió enérgicamente en que Alexandra se tomase un par de días libres —«Yo hablaré con don Marco. Tú métete en la cama y descansa», decía—, pero Álex sabía que no podía permitirse ese lujo. Necesitaba terminar de pagar la deuda y empezar a ganar el dinero que necesitaba para ayudar a su madre en Bogotá.

—No se preocupen por mí —respondió tratando de sonreír—. Yo estoy bien. Ocúpense de Blanca y, por favor, no la dejen sola. Ese hijueputa puede volver en cualquier momento.

—Tenemos que sacarla de aquí —dijo Luca mientras se masajeaba el cuello y se llevaba a Álex a un rincón más discreto—. Este lugar ya no es seguro para ella. Convéncela para que denuncie a Cucoara y yo la meteré en protección de testigos. Desde el año pasado la normativa ha cambiado y hay muchas facilidades para las chicas en situación irregular que han sido traficadas, pero para conseguir las ayudas es necesario que denuncie.

—¿Eso somos para ustedes? —le contestó Álex airada—. ¿Una herramienta de trabajo? O sea, que ahora nos consideran víctimas de la trata y nos ofrecen papeles, ayuda y protección, pero solo si nos convertimos en sus soplonas, ¿no? Y si no lo hacemos, dejamos de ser víctimas que merezcan su protección. Nuestra humillación, nuestras heridas y nuestros traumas dejan de ser un problema policial. ¿No le suena eso a un vulgar chantaje? ¿Desde cuándo un delito deja de ser delito si las víctimas no colaboran con la policía? ¿Hacen lo mismo con las víctimas del terrorismo, de la violencia de género o de los secuestros? ¿También les obligan a convertirse en sus soplones para que no pierdan su naturaleza de víctimas?

Y una vez más, la joven agente de la UCO se quedó sin palabras, incapaz de refutar los demoledores argumentos de la colombiana.

—Venga, ya está bien de cháchara. —La entrada de Antonio en la cocina interrumpió su conversación—. Ya hemos perdido bastante dinero por hoy. Hace una hora que teníamos que haber abierto, así que Mery, tú a la barra, y vosotras, cambiaos y bajad al salón en diez minutos si no queréis tener una multa.

En unos minutos todo volvió a la normalidad, y la rutina del club devoró la incursión de aquellos rumanos. Las chicas, acicaladas con sus prendas y maquillajes más provocativos, regresaron al salón, aunque esa noche sus sonrisas eran especialmente forzadas. Todas sabían que lo que le había ocurrido a Blanca podía sucederles a ellas en cualquier momento…

Álex bajó sola. Blanca se quedó en cama, descansando, acariciándose el vientre y rezando por que los golpes de Vlad Cucoara no hubiesen dañado a su pequeño. A pesar del diagnóstico médico y de las ecografías, tenía un mal presentimiento.

En cuanto llegó al salón, la colombiana se acomodó cabizbaja en una esquina de la barra. Abrumada por los últimos acontecimientos, se sentía incapaz de coquetear con los clientes. Seguía sin noticias de Paula Andrea ni de Dolores. La Mami del Reinas no había dado señales de vida, y el Patrón continuaba retrasando su viaje a Madrid y el sello de su pasaporte. Y para colmo, la visita de Cucoara había evidenciado su absoluta vulnerabilidad. Tenía que sacar a Blanca de allí antes de que el rumano se recuperase de sus heridas y decidiese regresar a por lo que consideraba una propiedad comercial.

—Ten, creo que lo necesitas más que yo —dijo Luca desde el otro lado de la barra arrancándola de sus pensamientos, y al tiempo que le tendía un gin tonic largo de ginebra—. No te preocupes, a esta te invito.

Álex se giró y sonrió. Solo dijo «gracias» y se bebió la copa de un trago. Quizá así consiguiese anestesiar un poco su conciencia. Lo iba a necesitar.

Apenas se había terminado el gin tonic cuando un hombre se colocó a su lado y pidió una cerveza. La colombiana ni siquiera levantó la vista cuando se dirigió a ella.

—Me gustaría subir contigo —le susurró el hombre al oído.

—Vale —respondió por inercia.

Vale. Una interjección afirmativa que expresa, de forma totalmente desapasionada y desinteresada, conformidad y asentimiento. Vale. La misma palabra que había utilizado aquel tramitador judicial que se había convertido en su primer cliente en el Reinas. Y de pronto sintió un profundo vacío al recordar aquella traumática experiencia. Vale. Ahora se habían intercambiado los papeles, y era ella la que accedía a ser utilizada sexualmente por un desconocido, con idéntica dejadez, abandono y resignación. Cómo habían cambiado las cosas en aquellos meses. Y cómo había cambiado ella. Ni siquiera le importaba si aquel tipo era guapo o feo. Joven o viejo. Gordo o flaco. Solo era uno más.

Caminó como una autómata hasta la recepción, seguida por el desconocido, mientras Luca la observaba desde la barra, con una expresión de profunda tristeza. Rafaela, la hija de Aide, le entregó el kit del servicio y el tique que certificaba el pase, y se dirigió a la habitación.

Se quitó la ropa con desgana, como hacía tantas veces cada noche. Ya no sentía ningún pudor al desnudarse ante un desconocido. Podía sentir la mirada lujuriosa del cliente, que contemplaba su cuerpo con deseo. Parecía que no le importaba que su vientre, su espalda y sus pechos estuviesen salpicados por moratones y cardenales: un obsequio que habían dejado en su cuerpecillo los puñetazos y patadas del rumano, para recordarle que con Vlad Cucoara no se discutía.

Hasta el instante en que el cliente salió del cuarto de baño, totalmente desnudo tras haberse lavado sus partes, no se fijó en su rostro ahora iluminado por la bombilla del aseo.

Tardó unos instantes en reconocerlo. Su cara le resultaba familiar, aunque solo lo había visto durante unos segundos al salir del confesionario. Desvestido, sin su sotana ni su alzacuellos, parecía otra persona. Pero era él: el mismo sacerdote que la había escuchado en confesión cuando visitó la iglesia en compañía de Blanca, para darle gracias a Dios por su embarazo.

Después de tantas noches y de tantos servicios perversos, creía que ya no podía sentirse más sucia, humillada y vacía. Se equivocaba. Sentada sobre la cama, como le exigió el cliente, sintiendo cómo la lengua del cura recorría sus pies con el frenesí de un fetichista compulsivo, experimentó un profundo vértigo, como si se precipitase por un abismo frío y oscuro hacia lo más profundo de la decadencia. Ni siquiera pudo llorar. Esta vez no era asco, ni autocompasión, ni tristeza. Solo quedaba vacío.

Hubo suerte. El cura se contentaba con lamerle los pies y masturbarse al mismo tiempo, y se corrió rápido sobre sus pequeños deditos, frotando su pene contra sus empeines. Alexandra Cardona sintió que algo se rompía en su interior durante aquel servicio, algo que hasta aquel instante todavía le permitía un ligero alivio, un atisbo de esperanza. La fe. Ahora ya no le quedaría ni eso.

En cuanto eyaculó, llegó el remordimiento y la culpabilidad. El cura se vistió rápido y salió de la habitación sin despedirse.

Todavía desnuda, Álex buscó en su bolso la vieja estampa de la Virgen de Chiquinquirá que le había regalado su abuela. Sacó el mechero y le prendió fuego. Durante unos segundos contempló cómo la túnica morada y el manto azul de la imagen se consumían, y para cuando las llamas alcanzaban ya al Niño, en los brazos de la Santa, la arrojó al inodoro y salió de la habitación. Debía regresar al salón para seguir trabajando.