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Apretó el pequeño bote de crema entre sus manos y marcó el botón de rellamada en su teléfono móvil cuando el tren con dirección a Madrid comenzó su camino.

El vagón estaba abarrotado hasta los topes de personas que ignoraban al resto del mundo mientras leían un periódico, un libro electrónico o simplemente miraban por la ventana. Los rayos de sol de filtraron a través del cristal a tempranas horas de la mañana y deslumbraron durante un momento a Javier, que se encontraba impaciente esperando que le cogiesen el teléfono. Finalmente escuchó una voz atontada y aún dormida al otro lado de la línea.

—¿No ves la hora que es? Maldito hijo de puta… —susurró.

—Lo comprobé ayer mismo —anunció Javier con un tono victorioso en la voz, ignorando el improperio.

—¡No jodas! ¿Cuál fue el resultado?

El hombre rio en alta voz y algunos pasajeros se volvieron alarmados por su estridente carcajada.

—Ha colado a la perfección. Se la hice probar a una putilla del tres al cuarto y cayó en la trampa al segundo.

—Eso quiere decir que podemos comenzar a comercializar el producto.

—Cuanto antes —puntualizó mientras lanzaba una afilada mirada a una chica de quince años que había apartado su libro a un lado para poder escuchar la conversación con mayor facilidad—. ¿Puedo ayudarte en algo?

La joven negó ruborizada y bajó la cabeza de nuevo hasta esconderse tras su novela El secreto de los Girasoles.

—¿Qué ocurre? —preguntó la voz al otro lado.

—Solamente era una cría un tanto curiosa, no te preocupes. Bueno, sólo quería que lo supieses. Aún me queda bastante para llegar a Madrid, así que en cuanto llegue te llamaré de nuevo. Hasta luego.

Cortó la llamada y se recostó en su asiento para intentar dormir un poco y que el trayecto se le hiciese más ameno. Cerró los ojos y comenzó a pensar en la fantástica noche que había pasado con la tal Sara. Su marido debía estar muy contento de tener a una esposa tan desvergonzada en la cama. Rio de nuevo para sus adentros y entonces comenzó a sentirse incómodo al notar que alguien le estaba observando desde la distancia. Abrió un sólo ojo y pudo comprobar que la insolente niña de antes había apartado de nuevo su libro para observarlo.

¿Acaso le gustaba, o qué? Giró su cuerpo hasta darle la espalda a la chica y se puso mirando hacia la ventana donde el paisaje se tornaba borroso a causa de la velocidad del tren. Volvió a cerrar los ojos y cuando estaba a punto de dormirse, la adolescente le tocó varias veces el hombro hasta hacerlo despertar de un brinco.

  —¿Qué cojones quieres?

Ahora, la ruborizada chica le miraba con una expresión de terror en la cara que hizo a Javier estremecerse en su asiento. Ella apretó con el puño la camisa de Javier mientras sus pupilas se dilataban y la boca la contraía en una fea mueca de horror.

—Tienes que irte de este tren —susurró con los labios azulados y agrietados.

—¿Por qué?

—He visto el futuro… tienes que irte de este tren y bajar en otra parada.

—¿Qué cojones me estás contando, niña? Déjame en paz, sólo quiero dormir un poco.

Javier se levantó de su asiento, la apartó a un lado de un empujón y comenzó a alejarse con sus pertenencias en busca de otro asiento libre. Pero la chica se aferró a su brazo con fuerza y elevó su voz temblorosa.

—Si te bajas en Madrid, tus seres queridos nunca volverán a verte. Te he visto morir en el Templo de Debod.

Por un momento al hombre se le heló la sangre y sintió que se estremecía de pies a cabeza, pero después frunció el ceño y tirando con fuerza se deshizo de las garras de esa loca que aseguraba ver el futuro y su muerte inminente. El mundo cada día estaba peor…

Decidió darle de nuevo la espalda y buscar otro asiento lo más alejado posible de esa cría pubescente que estaba mal de la cabeza. Cuando lo encontró, se sentó e intentó de nuevo quedarse dormido. Hasta que lo consiguió.

 

—Madrid, Madrid.

La interlocutora no paraba de repetir una y otra vez el destino al que había llegado por fin el tren. Javier abrió los ojos pegajosos por las legañas y se dio cuenta que se había quedado dormido todo el trayecto. Se levantó para recoger sus pertenencias a toda prisa y miró fugazmente el pasillo por si veía de nuevo a la niña. Salió por la puerta cargado de maletas en dirección a los aseos masculinos y se percató de que ya no había nadie en la estación. Sólo quedaban un grupo de jóvenes que esperaban el siguiente tren y una pareja de ancianos.

Se lavaría la cara con agua fría para despertarse y vaciaría la vejiga antes de emprender su viaje a casa. Cuando entró en el baño, había un hombre de mediana edad usando el urinario de pared. Pudo ver su huesudo rostro en el reflejo del cristal y pensó que era el hombre más feo que había visto en su vida. De hecho, le daba pudor orinar a su lado…

Soltó las maletas a un lado y se enjuagó el rostro con agua fría hasta quitarse las legañas, después se metió en uno de los retretes con puerta y se bajó la cremallera del pantalón sin darse cuenta de que el extraño hombre había dejado de orinar y se había metido en el mismo retrete que Javier.

Nadie volvió a ver a Javier hasta tres días después, y por supuesto, nunca llegó a llamar a su socio.

El infierno del Bosco
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