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Vanesa giró por la esquina y a unos diez metros pudo ver el atractivo rostro moreno de Andrés esperándola delante de la heladería. Los rayos del sol hacían que el verde de los ojos del chico resaltase. Iba vestido con unos vaqueros ajustados que realzaban su trasero y una camiseta de rayas. Se mordió el labio y avanzó con firmeza hasta él.

—Hola —saludó.

Ambos se inclinaron y besaron con suavidad en las mejillas.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Algo mejor, supongo...

Se encogió de hombros y entraron en la heladería. El establecimiento estaba decorado con colores vivos que imitaban la forma de un arcoíris. Había una pequeña cola de personas que esperaban ansiosas su copa de helado.

—Estuve aquí la semana pasada —afirmó el chico—. Puedes pedirte una enorme copa de tres bolas y puedes sentarte después en cualquier mesa para tomártela.

—La verdad es que tienen buena pinta —dijo observando la vitrina donde descansaban los diferentes sabores.

Conforme la cola avanzaba, Vanesa se ponía más y más nerviosa al estar en una heladería junto al chico que le gustaba. Estaban los dos completamente solos, de modo que ella lo calificaba como una cita en toda regla.

Una joven hermosa con un chico guapo tomando helado era algo totalmente romántico. Lo había decidido, en cuanto viese el momento oportuno le besaría; entonces, comenzarían a salir y Andrés convencería a Rafael para representar Romeo y Julieta donde ellos serían los personajes principales. Si cautivaba con su belleza a su compañero, este haría lo que ella quisiese.  Al fin y al cabo, «todos los hombres son iguales». Ese era su lema favorito, un lema inquebrantable que nunca fallaba.

La pareja pidió las respectivas copas de helado y ambos se dirigieron hacia la mesa más alejada de todo el establecimiento. Vanesa observó con placer el trasero del chico moverse de un lado a otro en el camino hacia la mesa. Se sentaron y ambos comenzaron a comer. Le lanzó una mirada lasciva, pero el chico no se percató de ello.

—No puedo creer todavía lo que te ha hecho el profesor —Andrés rompió el hielo.

—Yo tampoco. Se ve que la tiene tomada conmigo. Me tendrá envidia...

El chico rio.

—¿Envidia de qué?

—No lo sé —se encogió de hombros—. Quizás en realidad sea gay y sueñe con ser tan hermosa como yo. Ya sabes que el mundo del teatro está plagado de gais...

Andrés bajó la mirada y continuó comiendo helado.

—Lo que yo no entiendo —Vanesa decidió indagar en el tema—, es por qué te has presentado para papeles secundarios cuando sabes que debes ser Romeo.

—No estoy del todo de acuerdo con ello, Cristian desea más ese papel que yo.

—Pero sabes que no pega ni con pegamento —elevó la voz—. Tú tienes que ser Romeo y yo Julieta, no puedo verlo de otra manera.

—Quizás no deberías obsesionarte tanto con destacar.

—Yo no destaco, la propia vida me hace destacar —respondió de manera cortante. Andrés frunció el ceño y se introdujo otra cucharada de helado en la boca mientras Vanesa le observaba algo perpleja.

—No soy yo... —volvió a decir confiada en sus palabras—. La vida es así, los feos salen con feos, los guapos con guapos, los listos destacan en los estudios y las chicas guapas son contratadas para hacer películas o anuncios. Porque al público le gusta verse reflejado en la belleza de los demás, los envidian y quieren ser ellos.

—No estoy del todo de acuerdo contigo... María o Cristian son personas realmente talentosas para el mundo del espectáculo y no por ello tienen que ser guapos.

La chica rio complacida y acercó su silla a Andrés.

—Si lo que estamos haciendo es hablar de la belleza, esa cuatro ojos es otro caso aparte. ¿No te ha dicho nadie que lo mejor que Dios ha podido hacer es unirnos a ambos a través del teatro?

Andrés sonrió con nerviosismo y Vanesa supo que iba por el buen camino. Arrimó más su silla a él, que se estaba poniendo nervioso por momentos.

—Ese papel es nuestro —dijo cada vez más cerca de él.

Con suma delicadeza posó su mano sobre la del muchacho, después, se levantó de la silla y le besó en los labios. Fue entonces cuando, para sorpresa de ella, Andrés se apartó con brusquedad y con el rostro enrojecido de furia.

—¡Ya basta! —exclamó encolerizado—. Estoy harto de que creas que el mundo se mide por la belleza de cada uno. Para que lo sepas, María es mucho mejor actuando que tú. ¡Estás hueca por dentro! Sólo tienes en mente la misma cosa todo el tiempo.

—¿Qué coño te crees que estás diciendo? —se defendió—. Nunca un tío ha tenido la indecencia de menospreciar un beso mío. Pues para tu información, cualquiera de todos los que están aquí moriría por besarme —señaló con el dedo a todo el mundo que giraban sus cabezas hacia la peculiar pareja que discutía a gritos.

—No te aguanto —espetó—. También tienes que saber que la semana pasada estuve aquí con mi pareja.

Las palabras dejaron de piedra a Vanesa, que tuvo que agarrarse con fuerza a la silla para no perder el equilibrio.

—¿¡Tienes novia!? —gritó— ¿No será María?...

—No, mi pareja es un chico. Soy gay, así que deja de acosarme. Deberías haberte dado  cuenta de que no me gustas cuando opté a todos los papeles posibles con tal de no tener que compartir contigo un beso... Como muy bien has dicho, el teatro está plagado de gais.

Dicho esto, se dio la vuelta y desapareció malhumorado entre la multitud. Vanesa permaneció inmóvil en su sitio con el rostro desencajado y completamente rojo de la vergüenza. No podía creer que alguien como Andrés pudiese ser gay. Se sintió una tonta y una ilusa al pensar en todo el tiempo en que estuvo intentando conquistar a un hombre al que no le gustaban las mujeres.

Todos los clientes de la heladería se miraban entre ellos, riéndose de la chica a la que habían dejado plantada. Algunos la señalaban de forma divertida, como si fuese una cualquiera de la que podían mofarse.

—¡¿QUÉ COÑO MIRÁIS?!

Salió corriendo del establecimiento dejando a medias la copa de helado. No podía creerlo, pero «todos los hombres NO eran iguales». Esa tarde había aprendido una gran lección.

Recorrió furiosa el camino de vuelta al metro. Las manos le temblaban de la ira y las lágrimas volaban y se esparcían en múltiples gotas tras sus pasos. Todo le estaba saliendo mal desde el día en que iban a repartir los papeles para la obra. Apretó los puños y maldijo ese día con todo su ser. Bajó las escaleras que conducían hacia la galería subterránea para coger de nuevo el metro a casa y se detuvo un segundo a mitad de camino para enjugarse las lágrimas con un pañuelo. Se acercó a las vías con los ojos hinchados y enrojecidos y esperó al siguiente metro sentada en una silla de plástico. Entonces avistó algo que la aterró de inmediato. A cuatro metros de distancia se encontraba otro hombre sentado mientras esperaba. Le había mirado tan sólo un segundo, tiempo suficiente para reconocerle. Se trataba del mismo hombre que en el trayecto anterior había estado fulminándola con la mirada.

¿Qué debía hacer? ¿Debía salir corriendo de allí? ¿Debía continuar el camino a casa y meterse en la cama hasta olvidar todo? Con el corazón en un puño y las piernas temblando, miró asustada al techo hasta encontrar la cámara de seguridad a la que observó con miedo.

 

El infierno del Bosco
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