7

 

 

 

Jerónimo Pavón aparcó su camioneta verde en los aparcamientos de uno de los restaurantes de McDonald´s. Hacía tan sólo unos días que había matado de un hachazo en la cabeza a una persona que claramente era portadora de la piedra de la locura y ahora se encontraba buscando su siguiente víctima. Debía terminar la tarea que había comenzado y sabía mejor que nadie en el mundo que era la única persona que podría hacerlo. Él era el elegido.

Durante toda su vida había encontrado evidencias que le indicaban que él era el seleccionado para llevar a cabo el plan que abriría los ojos a la humanidad. Sin embargo, no se percató de lo que éstas indicaban hasta que ocurrió la catástrofe.

Sabía con total convicción que esa catástrofe había sido obra de Dios, que quería que se diese cuenta de una vez por todas de cuál era su misión en la vida. Al fin y al cabo, todos estamos en este mundo destinados a hacer algo que cambiará la vida de los demás; cada individuo tiene un papel relevante en esta historia que sólo Dios ha creado. Él nos entregó un paraíso y nosotros los humanos lo corrompimos. La humanidad merecía ser castigada por ello.

Así que en mitad de la noche se encontraba en el interior de su furgoneta, fumando y  esperando a que Diana Cruz saliese de terminar de zampar; porque esa obesa mujer no comía, sino que zampaba.

Bajó un poco una de las ventanillas tintadas del vehículo, lo suficiente como para disponer de un ángulo de visión bastante amplio con los prismáticos. Desde allí le era posible observar en silencio a esa enorme mujer de veintiocho años que sólo podía vestirse con mallas y ropa elástica, puesto que la ropa normal no le entraba. Tenía recogido el pelo grasiento en una coleta para evitar que se le quedase pegado a la sudorosa cara.

Estaba situada en una de las mesas junto a los ventanales y Jerónimo observó cómo agarraba una de las cuatro hamburguesas que tenía en una bandeja delante de ella y se la llevaba a la boca. Cada vez que masticaba le temblaba todo el cuerpo.

El asesino rio de forma malévola pensando en el futuro que le deparaba a la mujer. Sin lugar a dudas, era una pecadora y su horrible falta era la Gula.

La mujer se detuvo un segundo para tragar, respirar un poco y dar un gran sorbo a su refresco de cola tamaño gigante. Entonces sucedió algo que el hombre no esperaba. Diana miraba de un lado para otro como si supiese que la estaban observando. Jerónimo retrocedió un poco y subió de nuevo el cristal tintado, pero se dio cuenta de que la mujer solamente miraba a ambos lados porque estaba robando patatas fritas de unos desechos que habían dejado en la mesa de al lado y le daba vergüenza que la vieran comiendo sobras ajenas.Jerónimo rio a carcajadas mientras observaba de nuevo con los prismáticos cómo Diana mojaba a escondidas las patatas en salsa kétchup y se las llevaba a la boca.

Cuarenta minutos después, la mujer había terminado de comer y se dirigía a salir del establecimiento, dejando su bandeja llena de envoltorios de hamburguesas sobre la mesa.

—Será guarra... —masculló Jerónimo.

Había estado observando a la mujer desde hacía unas semanas y conocía perfectamente todos sus movimientos, sus pasiones en la vida, el tipo de comida que le gustaba, los lugares que frecuentaba, etc. Esa semana de investigación le había servido entre otras cosas para identificar cuál era el coche de Diana entre todos los del aparcamiento. Había llegado detrás de ella y había aparcado su furgoneta verde justo al lado de su coche.

Diana salió del local con esfuerzo y caminó hacia su vehículo con parsimonia. Irónicamente, el coche de la obesa mujer era un MINI de color blanco en el que Jerónimo dudaba si entraría o no.

Sonrió satisfecho al ver la figura de Diana a través de los oscuros cristales de su furgoneta. Estaban a menos de dos metros el uno del otro.

—Éste es mi momento —se dijo a sí mismo mientras se pasaba la lengua por los labios resecos para humedecerlos.

La mujer comenzó a buscar las llaves en su bolso y cuando las encontró se dispuso a meterlas en la cerradura. La puerta trasera de la furgoneta verde se abrió de golpe y de ella salió el delgado hombre con el fino pelo ondeando al viento. Diana dio un brinco del susto y las llaves se le cayeron al suelo.

—Buenas noches —dijo—. Perdóneme, no era mi intención asustarla.

—Buenas noches —respondió mientras buscaba las llaves por el suelo con manos temblorosas.

—Hace una noche fantástica ¿no cree?

—Supongo que sí. Perdone, pero tengo que irme... —respondió mientras trataba de nuevo encajar las llaves.

—Me preguntaba si tenía usted fuego para encenderme un cigarrillo —preguntó de nuevo Jerónimo con una extraña mueca en la cara y los ojos salidos de las órbitas. Diana sintió miedo al ver la perturbadora expresión del extraño. Había algo en el rostro de ese hombre que no le gustaba y se sentía intranquila a cada segundo que seguía en el aparcamiento.

—No fumo —se limitó a responder e introdujo la llave en la cerradura para largarse corriendo de allí.

—Es una pena.

Entonces, el captor sacó de su bolsillo una jeringuilla y la clavó con fuerza sobre el gordo cuello de Diana. Ésta trató de escapar de los brazos del hombre y salir corriendo, pero era demasiado tarde. Notaba como las fuerzas le desaparecían conforme el extraño líquido que le había inyectado le corría por las venas. Se desvaneció cayendo aparatosamente en el suelo y Jerónimo la introdujo lo más rápido que pudo en su vehículo.Una vez cerró la puerta, arrancó el coche y salió del aparcamiento a toda velocidad.

 

El infierno del Bosco
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