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Javier Gálvez se inclinó sobre el lavabo de su cuarto de baño y se empapó el rostro con el agua fría. Se encontraba en su gran habitación en un hotel de lujo de Valencia y acababa de cerrar uno de los tratos más favorables e importantes de toda su vida. Se había reunido una hora y media antes en la cafetería del hotel y había disfrutado de un aromático café junto con un sabroso y dulce gofre con chocolate. Lo que su cliente quería estaba claro.

El consumo de su crema antiarrugas con extracto de arcilla roja se había disparado por completo. Miles de mujeres de todo el país acomplejadas con su aspecto envejecido se gastaban mensualmente una cuantiosa cantidad de sus ahorros personales con la esperanza de verse más guapas y jóvenes que nunca frente a su espejo.

Por supuesto, no tenían ni idea de que estaban siendo totalmente estafadas por Javier, quien diseñó una crema que no servía absolutamente para nada. A él solo le interesaba el dinero que ganaría con todo ello.

Su cliente había sido claro y conciso: «Quizás sea el momento oportuno para innovar en el producto añadiéndole otro agente rejuvenecedor», le dijo. «Ya sabes, ahora se lleva mucho la baba de caracol y todas han caído como moscas en la trampa. Convendría que nosotros también nos inventásemos algo parecido».

Javier aceptó la propuesta y acordaron que el producto se comercializaría y promocionaría con un agente rejuvenecedor nuevo e innovador, cuando en realidad no tendría nada nuevo, tan sólo cambiaría el color de la crema a una tonalidad algo más oscura para así engañar visualmente a toda compradora.

Con el grifo abierto completamente, se mojó de nuevo el rostro y se miró con el semblante serio al espejo. No podía apartar de su cabeza aquella horripilante escena cuando las docenas de tortugas hambrientas arrancaban y comían sin piedad la carne de lo que sin lugar a dudas era un cuerpo humano desfigurado. La televisión lo había identificado como Francisco Aguilar, la victima de Ira del asesino «El Bosco».

Dio un salto en el sitio tan sólo de pensar que había personas que apoyaban los crímenes de ese loco desalmado. «Pronto las personas cuerdas entraremos en guerra con los bosquianos», caviló. «Quizás debería reunir todo el dinero que había sacado de los bolsillos de esas pobres mujeres y huir del país antes de que las cosas se pusiesen demasiado feas…»

Pero no, si hacía caso de los telediarios tan sólo quedaba por morir una persona, y era demasiado poco probable que de entre todas las miles de personas que podría escoger, la próxima víctima fuese él. Tras pensar esto, su mente se relajó y tras secarse la cara con una toalla, atravesó su habitación con cama matrimonial hasta salir al balcón, donde se sentó en una de sus butacas frente al sol.

A su lado, en la mesa, se encontraba una cajetilla de tabaco junto con un bote de su crema facial y un whisky solo .

—Mañana tendré que volver a Madrid… —dijo sacando un cigarrillo y encendiéndoselo en la boca. Dio una fuerte calada y el humo se elevó hacia el cielo dispersándose entre el aire fresco.

Las vistas eran maravillosas. Una pequeña nube tapaba en ese momento los rayos de sol, que se filtraban a través de ella y se reflejaban en el agua de la gran piscina que tenía a sus pies. Dio un buen trago a su bebida y sintió un poco de mareo mientras el ardiente líquido recorría su garganta hasta llegar al estómago.  

Respiró una bocanada de aire fresco por última vez hasta que alguien llamó a la puerta de su habitación. Su cita por fin había llegado, y antes de tiempo. Abrió la puerta de par en par con el cigarrillo aún encendido entre sus dedos y dejó paso a una atractiva y elegante mujer de treinta y cinco años que había conocido tan solo la noche anterior.

Sara era una mujer casada con un hombre rico y de negocios que tenía el extraño hábito de frecuentar cada cierto tiempo hoteles donde se metía en las camas de hombres desconocidos que la cortejaban por su cuenta bancaria. A ella únicamente le interesaban los hombres con dinero, y le daba igual cualquier otro aspecto de ellos. No tenía ningún pudor a la hora de acostarse con personas de cualquier edad o cualquier característica física si éstos le cubrían de todo lo que a ella le apetecía tener en ese momento.

Entró en la habitación moviendo de forma exagerada sus caderas con un picante vestido de color rojo pasión.

—Hola, guapo —saludó con una caricia.

—¿Quieres un gin tonic o un whisky?

—Por supuesto que sí, y un cigarrillo de esos que fumas.

Entre todos los hombres que estuvieron la noche anterior en el bar del hotel, a Sara le interesó especialmente Javier, al enterarse que se trataba del creador de la famosa crema facial que ella hacía que su ignorante marido le comprara mensualmente.

Hacía un par de años que las arrugas habían comenzado a aparecer en el rostro de Sara, la cual se había obsesionado tanto con su aspecto físico que en una ocasión llegó a comprarse hasta un total de dieciséis tipos diferentes de cremas para comprobar cuál era la más efectiva. Entonces comenzó a correr el rumor entre sus amigas que una nueva crema antiarrugas había salido al mercado y estaba causando furor con su efecto de extracto de arcilla roja. Sara tuvo que comprar inmediatamente varios de esos botes y ahora, por casualidades de la vida, se encontraba en la misma habitación que su creador.

Javier invitó a la mujer a que se pusiese cómoda y le preparó la bebida mientras esperaba con ansia el momento oportuno para probar si el nuevo producto entraba por los ojos de sus víctimas más selectas y el engaño seguía surtiendo efecto.

La mujer aceptó la copa y dio varios sorbos antes de chuparse y morderse los labios observando con lascivia su nuevo juguetito sexual.

—Anoche me sorprendió conocerte —comenzó—. El famoso creador de mi marca favorita de crema antiarrugas. Está claro que eres un genio. Si no, mi rostro no estaría ahora tan terso y atractivo como antaño.

El hombre tragó indiferente ante la ignorancia de Sara. Estaba claro que su riqueza era posible gracias a mujeres como ella. Mujeres ilusas que creían cualquier cosa con tal de conseguir la belleza que tanto desean.

—Yo también he tenido mucha suerte. Como te dije anoche, gracias a haberte conocido podré probar los efectos de la nueva creación de mi compañía, y tú serás la privilegiada que los probará antes que nadie.

A Sara pareció atraerle mucho la idea ya que dejó la copa a un lado para poder tocar inocentemente las palmas a causa de la emoción.

—No puedo esperar más —exclamó—. ¡Tengo que probar esa crema ya!

—Está bien.

Javier se adentró de nuevo en el balcón y cogió el bote de la mesa. Volvió a la habitación para tender ante la ansiosa mirada de Sara el mismo producto de siempre pero con una presentación diferente. Sonrió complacido al ver el brillo en los ojos de la mujer. Estaba claro que había vuelto a caer en la trampa.

—Dime, ¿cuál es el extracto secreto esta vez? —preguntó mientras abría la tapa y observaba maravillada su interior.

—Eso no te lo puedo decir tan fácilmente. Sólo te diré que es algo mucho más efectivo que la baba de caracol.  

—Voy a probarlo ya —se metió en el baño con impaciencia y comenzó a untarse en mejunje en la cara mientras observaba con felicidad a un complacido Javier reflejado en el cristal. El hombre se acercó a ella y le acarició los pechos por detrás mientras olía su piel.

—¡Funciona! No me lo puedo creer. Esta crema es mágica. ¿Notas como las patas de gallo han desaparecido un poco?

—Por supuesto que lo noto —mintió. Besó su cuello y Sara pudo notar en su espalda la excitación de él. Se giró por completo hasta besarle y le introdujo la lengua en su boca.

—Sabes complacer a una mujer… —dijo— Ahora déjame complacerte a ti antes de que mañana vuelvas a Madrid.

 

 

El infierno del Bosco
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