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Los peldaños de madera crujían bajo las pisadas inseguras de Ana Belén mientras que en el piso de arriba todo permanecía en silencio. Avanzó con lentitud por la escalera, rezando por hacer el menor ruido posible. Tenía el brazo izquierdo prácticamente colgando del cuerpo y sentía un agudo dolor. Cuando por fin llegó al final, apoyó el oído para tratar de oír algo proveniente del otro lado. Nada.
Antes de abrir la puerta y salir del sótano, dedicó unos últimos segundos a recobrar la compostura y calmar su agitada respiración. La puerta se abrió dejando entrever el asustado ojo de la mujer. La estancia que había al otro lado era un amplio salón decorado con un gusto espantoso donde de la pared colgaban multitud de cabezas de animales disecados entre los que destacaba la de un enorme jabalí. Con cuidado, entró en el salón con paso firme y la bandeja de metal en mano. Pisó con sus pies descalzos la suave alfombra que simulaba la figura de un gran oso, fabricada sin lugar a dudas con piel sintética. Avanzó tan sólo tres metros cuando el sonido de una tetera silbando estremeció de pies a cabeza a la mujer. Seguramente el asesino estaría calentando agua en el fuego para hacerse un café, y ahora la tetera silbaba con fuerza. Ana Belén se quedó horrorizada pensando que el hombre acudiría alarmado por el ruido y la encontraría infraganti en mitad del salón. Se apresuró a esconderse tras un viejo sofá de cuero con quemaduras de cigarrillos.
Pasaron los minutos y la prostituta aún se encontraba arrodillada en el suelo oculta tras el sofá. El individuo en cambio, no aparecía. ¿Por qué no acudía a la llamada de la tetera? ¿Se habría marchado de la casa por algún asunto que la mujer desconocía, dejándose el agua al fuego?
—Hombres... son todos iguales. —susurró.
Salió de su escondite y se dirigió directamente hacia la puerta de salida, asomó la cabeza con curiosidad sobre la extensión del pasillo y sonrió complacida al no ver ni oír a nadie en casa. «Soy libre», se dijo.
Cuando abrió la puerta de entrada con la mano que aún le quedaba sana, su sorpresa fue devastadora: tenía delante de sus ojos el macabro rostro del asesino. Se encontraba frente a ella en el rellano de la casa observándola con malicia. Ana Belén gritó aterrada y se le deslizó la bandeja metálica entre sus dedos, cayendo al suelo y produciendo un golpe seco.
Jerónimo tenía los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a salir de las cuencas. Con furia golpeó en el rostro a la mujer, que cayó de bruces al suelo. Después, entró en la casa y cerró de un portazo.