19
Diana Cruz se sentía rara. Notaba malestar en todo el cuerpo y estaba realmente mareada. No sabía si se debía a que llevaba demasiadas horas sin comer o a que su pequeño truco de filtrar el agua envenenada con su calcetín no había funcionado.
Frente a ella se encontraba Jerónimo sentado en una silla mientras la observaba con malicia. Había traído un cubo de plástico y se lo había cedido a la obesa mujer. Ésta se había llevado las manos al estómago mientras sufría grandes dolores.
—¿Qué me está pasando? —consiguió balbucear.
Su captor no le devolvió la respuesta. Estaba esperando ansioso el momento en el que la chica comenzase a vomitar.
Diana comenzó a palidecer y a desvanecerse en el suelo. Estaba empapada en sudor frío y le ardían los dedos de la mano, presagiando que se iba a desmayar. Entonces se incorporó de inmediato con los ojos abiertos de par en par, notó cómo la ardiente bilis le recorría la garganta y le producía arcadas. Se acercó al cubo de plástico y vomitó. El rostro se le había tornado a un tono azulado cuando fijó sus cansados y pequeños ojos sobre su secuestrador.
—Necesito urgentemente ir a un baño —dijo—, creo que tengo diarrea...
—Para algo te he dado un cubo —espetó el hombre.
La mujer comenzó a llorar mientras negaba con la cabeza, entonces volvió a abalanzarse sobre el cubo y siguió vomitando.
Cuando hubo terminado, ya no le quedaron fuerzas suficientes para seguir luchando por sobrevivir y finalmente se desmayó en el suelo.