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Oscura (2)

«La veo todas las noches caminando hacia la playa. Está vacía, gris. No necesita nombre, porque apenas existe. Se queda quieta en la línea que separa el mar y la tierra, escrutando el horizonte, como si estuviera esperando a alguien. Pero el horizonte altanero mantiene la distancia e ignora a la pequeña mujer».

«Tras la máscara de la noche se esconde la verdadera vida», eso dice la Voz. ¿Por qué deberíamos poner en duda este pensamiento casi sagrado? Después de todo, ¿qué otra cosa podría traer el velo del día aparte del infierno de dolor que se abre paso a través de nuestra piel para degenerar como la vida misma? No, la muerte y la Voz son nuestros compañeros a lo largo de toda nuestra existencia.

»La noche, la noche; cuantas más veces demos forma a este pensamiento en el Mundo Tácito, más palpable será la santidad de nuestro estatus.

»Somos la noche, porque sin nosotros la sagrada oscuridad no puede ver nada. Sin nosotros, desaparece el dulce hedor a podredumbre.

»Sin nosotros, no hay canciones monótonas ni orgullosa trivialidad.

»La noche nos pertenece, y nosotros pertenecemos a la noche. En su interior y a su alrededor se encuentra el silencio de ese profundo tiempo estancado que con un zumbido se manifiesta en el corazón de las tinieblas».

Dos fragmentos de Visiones del maestro espiritual Damphier de Deemster

Transcurridos setenta años, el cuerpo seguía en el mismo lugar, al lado de la cabaña de la costa norte de Oscura, sin haber sufrido deterioro alguno debido a los elementos, como si Lethe fuera a despertar en cualquier momento.

Los Nibuüm, convencidos de que la mente de Lethe no regresaría jamás, habían expresado su intención de retirarlo de allí, pero Pit había insistido en que debía permanecer en ese lugar.

—Existe una mínima posibilidad —había dicho con la voz entrecortada por la emoción.

Los Nibuüm respetaron sus deseos.

Pit había decidido abandonar a su maestro y vivir en Oscura. El pesar que sentía por Lethe era mayor que el dolor que le supuso separarse de Llanfereit.

—La única alternativa para vivir con Lethe es la soledad —había dicho a su maestro.

Llanfereit había asentido con la cabeza, comprensivo, pero con los ojos anegados en lágrimas. Una vez en Wering, Pit había recogido todas sus pertenencias para dirigirse a Oscura a bordo del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares. El capitán Wedgebolt había insistido en acompañarla hasta allí personalmente. Ya en Oscura, se instaló en una cabaña. Al abrigo de las dunas, sobre el fértil suelo embrujado, cultivaba bayas, coles y otras hortalizas y hierbas en un enorme huerto. Tenía unas cuantas gallinas y una cabra. Lejos de la orilla había un pequeño pozo del que extraía el agua. Aparte de cuidar del huerto, de ir cada día al pozo y de algún largo y esporádico paseo por la playa, su principal ocupación consistía en escribir cartas a Llanfereit, Matei y los demás amigos, que siempre contestaban a sus misivas. A veces, recibía la visita de uno de ellos. Entonces, parecía revivir levemente, sobre todo cuando recordaban los viejos tiempos, pero después de unos días volvía a sumirse en su remanso de silencio y, muy pronto, dejaba solo al visitante en cuestión, que se sentía incapaz de animarla.

Entretanto, Gaithnard había fallecido, plácidamente, en la casa situada a las afueras de Haramat en la que había vivido largo tiempo con su media madre Adwyne. Murió a una edad avanzada, sin el temor de ser atravesado por la espada de un quymio en un combate final. Dotar se retiró a una de las alas del palacio de Kryst Valaere, donde vivía aislado y se dedicaba a escribir teoremas científicos. Matei le había confiado los secretos de una existencia prolongada. En su última carta, el regulador informaba a Pit de que estaba escribiendo sus memorias.

Llanfereit vivía en Wering, y pasaba sus días buscando indicios de nuevas amenazas para el reino. Le escribía largas cartas en las que exponía sus suposiciones y tesis con notas de dudas e inseguridad, e indefectiblemente acababan con la frase: «… porque echo tanto de menos tu intuición, mi querida Pit».

En Loh, Matei se encargaba de la instrucción de los altos mysters. Eso le ocupaba gran parte del tiempo, pero aun así era el que visitaba a Pit con mayor frecuencia. Consultaba con Pit asuntos de gran relevancia, puesto que seguía demostrando una extraordinaria agudeza mental, y normalmente podía analizar los problemas desde diferentes puntos de vista y proponer soluciones sorprendentes.

Marakis, el desran Xarden Llyn Marakis, rara vez la visitaba. Estaba demasiado ocupado, pero intentaba compensar su falta de tiempo escribiéndole por lo menos una vez al mes.

Todos ellos evitaban mencionar el nombre de Lethe. Eran conscientes del increíble dolor que seguía suscitando en Pit.

Cuando no escribía cartas, tomaba notas para desarrollar una larga historia en la cual Lethe era el personaje principal.

Curiosamente, en realidad nunca se sentía sola. En aquellos momentos en los que puntualmente la invadían la tristeza y cierta melancolía, daba un paseo hasta el lugar en el que yacía el cuerpo de Lethe, que a pesar de la furia de los elementos y el paso del tiempo seguía intacto. Entonces, le acariciaba el pelo, y con voz susurrante le contaba sus pesares, imaginándose que Lethe podía oírla. En ocasiones permanecía sentada a su lado toda la noche, intentando ahuyentar el caos de su mente, de sus pensamientos, hasta la mañana siguiente. Hasta el momento, siempre lo había conseguido.

Su juventud había quedado atrás. No estaba segura de si tenía ochenta y cuatro, ochenta y cinco, o tal vez ochenta y seis años. Los amigos que la visitaban podrían haber calculado su edad, pero ella nunca les preguntó. Había perdido la cuenta alrededor de los sesenta años, pero afirmaba haber cumplido ochenta y cinco unas pocas semanas antes.

Finalmente, había reunido el valor suficiente para reflejar el contenido de sus notas sobre la historia del Sin Magia en una epopeya, que estaba a punto de concluir. Aquella tarea le había exigido un enorme esfuerzo, en especial a la hora de escribir el desenlace.

Era medio invierno. Con sus ojos envejecidos, pero todavía con una gran agudeza visual, escudriñó el horizonte en el lugar en el que unos nubarrones negros cargaban con la promesa de una gran cantidad de nieve. El viento había amainado.

Hacía cinco meses aproximadamente que Marakis le había hecho una visita inesperada. En sus cartas, el desran le había informado de que se encontraba gravemente enfermo, por lo que Pit no contaba con volver a verle. Pero una mañana, Marakis hizo aparición de repente: una figura frágil y encorvada, de pie al lado de un pequeño carro, que se apoyaba sobre uno de sus hijos. Aquella visita le reconfortó el corazón.

Sólo podía quedarse unos cuantos días, porque los preparativos para el desfile de los Setecientos Pasos ya estaban dispuestos. Hablaron durante horas. En el segundo día de su visita, Marakis se puso en pie repentinamente y avanzó hacia el rincón de la cabaña donde Rax descansaba apoyada en la repisa de la chimenea. La tomó por la empuñadura con una de sus débiles manos y alzó la espada con la punta en dirección hacia Pit.

—¿Sabes por qué esta espada constituye una leyenda por sí misma?

Pit asintió.

—Matei me habló de ella. Recibe varios nombres distintos. La runa…

Kaharr —dijo Marakis en voz baja—. La fuente del Poder.

Pit volvió a asentir.

En la mañana del tercer día, aunque a Pit le parecía que había transcurrido más de una semana, Marakis le comunicó que debía partir.

—Puede ser que ésta sea la última vez —le había susurrado al oído mientras se despedían—. En realidad, estoy seguro de ello. Puedo sentir la muerte reptando por mis huesos, querida Pit.

Se volvió hacia ella justo antes de partir.

—Acaba la historia —le dijo con voz ronca—. Acábala y asegúrate de hacer llegar el manuscrito a la ciudad de Romander. Nuestros descendientes deben saber lo que ocurrió.

—Nuestros descendientes son desmemoriados, siempre lo han sido —respondió Pit, cuya mirada se desvió hacia el cuerpo inerte.

—Lo sé, precisamente por eso es importante —dijo Marakis con un suspiro antes de alejarse de su vida, hacia el puerto.

Al volver a pensar en ello, una sonrisa melancólica se dibujó en su rostro. Estaba de pie, en la entrada de la cabaña, con una mano apoyada sobre un bastón, y la otra, en el marco de la puerta.

Una brisa inesperada le revolvió el pelo. Parpadeó y, como un acto reflejo, hizo lo que había hecho ya cientos de miles de veces: se quedó mirando el cuerpo de Lethe.

Éste parecía estar mirando fijamente hacia el cielo, con los ojos muy abiertos.

A Pit le dio un vuelco el corazón. Profirió un grito ronco, corrió hacia el cuerpo de Lethe y se desplomó sobre sus rodillas, haciendo caso omiso del dolor en huesos y músculos.

—¡Lethe!

Alzó su cabeza con ambas manos. ¡Estaba caliente! La vida volvía a fluir a través de él. Su mirada seguía fija en el infinito, casi vacía. Casi, porque tras los espejos de sus ojos titilaba algo parecido a un milagro, el milagro de un niño que observa el mundo por primera vez con un atisbo de conciencia.

Hacía años que no lloraba, pero entonces las lágrimas afloraron a sus ojos; resbalando por sus mejillas de forma incontenible, mojaron la cara de Lethe. Este parpadeó unas cuantas veces, después giró el rostro lentamente, para mirarla. De nuevo, su corazón amenazaba con detenerse. Había estado esperando ese momento durante toda su larga vida. Nunca había perdido completamente la esperanza, pero en los últimos años ésta había quedado relegada a un segundo plano. No podía leer nada en aquellas pupilas que la observaban, confusas. Sin embargo, empezó a hablarle. Le contó lo que había hecho desde que habían hablado por última vez a través del Poder. Cuando cambió de postura, las pupilas siguieron sus movimientos. Pit se dio cuenta de que Lethe no era realmente consciente de quién era o de dónde se encontraba. Pero su esperanza había regresado reavivada, y le decía que Lethe recuperaría la conciencia. Tal vez a la mañana siguiente, tal vez el mes próximo, pero Pit presentía que tendría la oportunidad de volver a hablar con él.

Después de hablarle durante más de una hora, Pit se puso en pie de un salto, alarmada.

—¡Oh, Lethe!, lo siento, tienes frío. Te traeré una manta.

Lethe la siguió con la mirada hasta que Pit desapareció en el interior de la cabaña. Cuando regresó, los ojos de Lethe se prendieron de nuevo en su figura.

Pit fue a buscar ayuda a la aldea. Lethe fue conducido al interior de la humilde morada y colocado sobre su lecho. Pit escribió cartas a Matei, Marakis, Dotar y Llanfereit, para comunicarles la buena noticia. Los dos magos aparecieron ante la cabaña al día siguiente, haciendo uso de la magia del tiempo doble. Ambos creyeron ver en los ojos de Lethe que les había reconocido, y pudieron compartir la felicidad de Pit.

Entonces, llegó la respuesta de Dotar, en la que, por supuesto, expresaba su tremenda alegría por el despertar de Lethe. Pero en ella también les comunicaba una mala noticia: Marakis había caído gravemente enfermo de nuevo, y todo apuntaba a que su vida no se prolongaría mucho más tiempo. Dotar estaba a su lado día y noche. Cuando Marakis estaba consciente, juntos recordaban los últimos días de la magia incolora.

Lethe se recuperaba lentamente, mucho más lentamente de lo que Pit esperaba. Pero si algo había aprendido en todos aquellos años era a ser paciente. El primer progreso fue la desaparición de la reacción retardada de las pupilas de Lethe cuando la seguía con la mirada. Después, empezó a mover paulatinamente la cabeza, y más tarde, consiguió no sólo beber, sino incluso comer un poco.

Apenas hubo recuperado el movimiento de brazos y manos, se colocó la mano derecha sobre el pecho.

—Lethe.

No llegó siquiera a ser un suspiro. No podía hablar en voz alta, pero para Pit aquella palabra fue como un rayo de sol en un cielo que había permanecido oculto por las nubes durante setenta años. Llorando, se desplomó a su lado y le abrazó. Durante todo el tiempo transcurrido desde que Lethe había despertado, algo en su interior se había horrorizado ante la idea de que Lethe no la reconociera, de haber estado hablando a un cuerpo vacío y carente de mente.

Cuando, por fin, se separó de él, Lethe alzó una mano unos cuantos centímetros, y la señaló con el índice.

—Pit.

Ella le tomó la mano. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Lethe tardó varias semanas en construir una frase, pero la paciencia de Pit era infinita. Comprendía los gestos que hacía con manos y dedos, las contracciones apenas visibles de las comisuras de los labios, y la danza ligera de las cejas.

Una noche del mes de Tarvander habló por fin, aunque su voz apenas era un susurro en medio del silencio. Pero Pit bebió aquellas primeras palabras como dulce aguamiel. Posteriormente, cuando las cuerdas vocales de Lethe volvieron a acatar sus órdenes, pudieron conversar largo y tendido. Pit se dio cuenta de que se expresaba como un hombre anciano, y más sabio. A veces, empleaba una imaginería insólita, y le hablaba de épocas muy antiguas.

—Mi cuerpo es joven, pero mi mente es vieja —dijo Lethe.

Su voz era neutra, pero la mirada que traslucían sus ojos, hasta entonces apagada, empezó a brillar.

—He podido vislumbrar el pasado distante, y también he visto fragmentos del futuro. Ante mis ojos se han desplegado escenas que ningún otro hombre ha visto. He presenciado la transformación del mundo. He visto cómo las naciones prosperaban para volver a caer. También he sido testigo de la gloria de la nación más antigua, en pleno apogeo durante muchos siglos. Y he podido comprobar su inaccesibilidad, considerada de manera errónea como una demostración de arrogancia. He caminado por sus urbes, entre edificaciones secretamente erigidas bajo la sombra de los bosques. He mirado, boquiabierto, sus obras de arte, los palacetes de pájaros y los maravillosos lugares en los que se levantaban sus ciudades. Y he visto las consecuencias de su fyogre nerï, su no magia.

Hizo una pausa para tomar aire.

—Su civilización apenas contenía en su interior el hedor del declive, en comparación con cualquier otra; no obstante, su auge llegó a su fin. Fue un proceso lento, comparable al caminar de una reina ataviada con una regia y espléndida toga que desciende lentamente por una larga escalera. Su pena fue tan grande como lenta fue su caída.

Negó con la cabeza.

—Te contaré más acerca de ellos más adelante, porque nunca hubo un pueblo más noble que la nación más antigua. Quedaron anegados en la importancia de la veracidad.

Sus ojos miraban sin ver. Su voz había cambiado; se había tornado más dura.

—He llorado más que reído, porque hay más pesares que alegrías en el mundo de la mente.

—Y el mundo de la mente apenas se diferencia de este mundo —dijo Pit entre dientes.