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La invocación
… Y de ese modo comienza la vorágine de acontecimientos. Con el fin de alcanzar los objetivos del primer Tejedor, son necesarios muchos ciclos a través del tiempo. Las mentes de los hombres deben crecer. Únicamente cuando el individuo que esperamos haya nacido, cuando se hayan cumplido todas las condiciones, el ciclo concluirá. Sólo entonces llegará la nueva era. En el año en el que finaliza el ciclo de nueve mil años, el infiel invocará al Señor de las Profundidades. Y atravesando la oscuridad de su incredulidad, penetrará en la oscuridad de la nada. Y el infiel no podrá ver lo que los ojos de los nueve mil verán, porque, después de todo, la incredulidad es sinónimo de ceguera, y tendrá que pagar por ello con su vida.
QUENTEN TATSINS,
Las palabras del primer Tejedor
En el día que Asayinda, Dama del Alba, había designado como el día de la invocación, Uchate subió al estrado de la Sala de los Arcos ante la presencia de nueve mil Solitarios, con los labios tan apretados que su boca había quedado reducida a una fina línea. Le temblaban las manos, y el párpado izquierdo se movía involuntariamente en un tic nervioso. Se situó al lado del altar y observó la estancia. Gotas de sudor le resbalaban por la piel. Incluso el wairyu, el dulce aroma propiciatorio, tenía un olor amargo.
El Coro de Voces Puras entonaba los cánticos de la invocación, ensayados a menudo, pero nunca antes escuchados en la Sala de los Arcos. Una larga secuencia de notas agudas ascendió hacia el techo de la cúpula, danzando como plumas de águila alrededor del Ojo de Arlivux.
Agachó la cabeza y observó los bloques macizos de mármol plateado que pisaban sus sandalias. Su situación era insostenible. En ausencia de la Dama y el dulse, había sido designado, en calidad de segundo sacerdote, para celebrar la ceremonia de invocación. La invocación de un dios en el que no creía, que él consideraba como el fruto de una alucinación, como el eco vago de una leyenda que se había perdido en el tiempo; un mito que mantenía vivo aquella gente que se regodeaba en su poder sobre los Solitarios. Y él, un infiel entre los creyentes, debía conducir los ritos de invocación con todo su corazón y con toda su alma; nueve mil pares de ojos observarían sin perder detalle cada uno de sus movimientos, nueve mil mentes atentas a cada una de sus palabras. Para los Solitarios, Yle em Arlivux era el mundo, y su fe, tan inamovible como los acantilados de la costa norte de Yle. ¿Cómo podría decirles entonces, después de todos esos años de fe fingida, que no creía en la estructura de su credo, sólida como una roca? Pero, sobre todo, ¿cómo podría explicarles que había decidido deliberadamente luchar contra su fe, la fe que constituía los cimientos de sus vidas, con todas sus fuerzas? ¿Cómo podría hacerles entender que la vida, según él, era la muerte? ¿Cómo podría explicarles que para él el mundo no existía?
Los Solitarios lo mirarían absolutamente desconcertados. Creerían que se había vuelto loco. Y probablemente, se limitarían a seguir con sus prácticas para desarrollar la paciencia, demostrar su arrepentimiento y auto flagelarse.
También influía en su estado de ánimo la profecía del famoso Quenten Tatsins. Tatsins afirmaba que la profecía se basaba en un texto antiguo que había descubierto en una de las cuevas ocultas de Fernion, y que atribuía a una criatura de larga vida, un mago de antaño.
«Bueno —pensó para sus adentros—, tan sólo es una profecía, un texto del Apodicto Secreto, que contiene tan poca verdad y realidad como toda esta farsa». Pero no podía utilizar la lógica para apartar la profecía del caos de sus pensamientos. Conocía de memoria el texto, que rezaba así: «En el año en el que finaliza el ciclo de nueve mil años, el infiel invocará al Señor de las Profundidades. Y atravesando la oscuridad de su incredulidad, penetrará en la oscuridad de la nada. Y el infiel no podrá ver lo que los ojos de los nueve mil verán, porque, después de todo, la incredulidad es sinónimo de ceguera, y tendrá que pagar por ello con su vida».
En su corazón, reinaba el invierno. Los cristales de hielo de su incredulidad, los últimos vestigios de la vida que había fingido durante todos esos años, se habían quebrado, y las punzadas le provocaban una jaqueca insoportable. Eran punzadas que sólo él podía sentir.
Alzó la barbilla y se aclaró la garganta; su voz, no obstante, sonó ronca.
—Yle em Arlivux es el único lugar. Aquí, el tiempo nos protege. Y el espacio recobra su significado primigenio. Aquí, el tiempo y el espacio confluyen, puesto que son una misma cosa.
Sin mostrar el menor ápice de decepción por el hecho de que no fuera la Dama ni el dulse quienes celebraran el servicio, sino el segundo sacerdote, los Solitarios respondieron con una sola voz.
—¡Uchate!
Parpadeó varias veces, impresionado por el torrente de voces.
—Yle em Arlivux es el único lugar.
—El dulse es su guardián —fue la réplica que se escuchó en la sala.
—El agua es la vida.
—La vida es agua.
—Su oscuridad infinita alberga a nuestro soberano.
—El Señor de las Profundidades.
El malestar de Uchate desapareció en parte. Se sentía, incluso, fortalecido por aquel ritual diario compartido, a pesar de lo poco que le importaba el significado de aquellas palabras.
En la estancia, la tensión era tangible. Lo que estaba a punto de suceder era, en realidad, la personificación de la fe de los nueve mil Solitarios. Pero Uchate también percibió una sensación parecida al miedo. Tal vez aquél sería el día en que un asomo de duda, indiscutiblemente presente, se haría patente. En el aire flotaban suposiciones tácitas.
Con andares ceremoniosos, Uchate avanzó hacia el altar de granito negro satinado. Por un momento, sus ojos se posaron en el espejo negro del agua de la pila. Sintió que el corazón le latía con fuerza, por lo que rápidamente bajó la mirada hacia el texto que tenía ante él.
—Muchos de nosotros creíamos que sería la Dama en persona quien llevaría a cabo la invocación —empezó a decir.
El silencio se transformó y creó un vacío a su alrededor que aumentó la distancia entre él y los Solitarios. ¿Qué otra cosa podía hacer sino continuar?
—Sin embargo, lo cierto es que se ha fundido con el Pilar para reunirse, a través del Sendero del Entrelazado, con el Sin Magia. Y por esa razón, no será aquí, sino allí, mucho más cerca del Señor de las Profundidades de lo que todos nosotros creíamos posible, donde ella nos guiará en la invocación. Mi voz tan sólo es un instrumento. La Dama se manifestará, al igual que el Señor de las Profundidades. Hoy es el día.
—Hoy es el día —retumbó el eco de nueve mil voces en la Sala de los Arcos.
—Las palabras de la invocación, tal como fueron escritas en los últimos versos del libro de las Nueve Mil Palabras —anunció, y acto seguido inclinó la cabeza sobre el texto.
En la pila se produjo una ondulación que recorrió la superficie del agua. Uchate pudo verla de reojo. El acelerado latir de su corazón empezaba a resultarle incómodo.
—«Pero en el año del Dragón de Piedra, en los días que seguirán al entrelazado del heredero del olvido, la Dama despertará al Señor de las Profundidades con los poderes que confluyen en su cuerpo y en su espíritu, impulsada por la mismísima voz de su Señor y de sus fieles, nueve mil en número. Llevará a buen término el entrelazado, y de ese modo, despertará al Señor de las Profundidades del sueño de los muertos».
Una pequeña fracción de la mente de Uchate estaba ocupada pensando en cómo era posible, en nombre del Creador, que los nueve mil seres humanos que tenía ante él creyeran todo aquello.
—Los ritos necesarios para la invocación están descritos en el Apodicto Secreto, que me dispongo a abrir ahora con la autoridad que me confiere el dulse.
Alargó una mano para coger el pequeño volumen de color gris y, con dedos temblorosos, buscó la página adecuada. En ese momento, sentía los latidos de su corazón en el cráneo. Las punzadas de dolor dificultaban la lectura. ¡Ay, cómo deseaba encontrarse en cualquier otro lugar! Acarició la página y leyó el texto en voz baja, antes de transmitirlo a los demás.
—«En el casi interminable ciclo de nueve mil años, que quedó grabado en el mundo por el Pacto del Único, estamos a punto de invocar a aquel que gobierna sobre las aguas. En realidad, a él pertenecen el agua, la tierra, el aire y el fuego, a pesar de que aparentemente el Oscuro haya conquistado todos esos elementos, salvo el agua. La fe de los Solitarios que nos une es indivisible. Nueve mil seres como uno solo, contra los que ni siquiera el Oscuro puede hacer nada. Estas palabras contienen los ritos de la invocación. La Dama se encuentra en el mundo del Señor de las Profundidades. Muy pronto se entrelazará con él, y para ello viajará más allá de su cryptus. El Señor de las Profundidades se manifestará aquí, en el lugar reservado para ello desde tiempos inmemoriales. Que comiencen los ritos».
Para su sorpresa, Uchate había conseguido recitar el texto sin equivocarse y sin tartamudear. Cuatro sacerdotes subieron al estrado para asistirle en los ritos. Cada uno de ellos traía consigo un cuenco lleno de agua. Avanzaron con pasos lentos y cuidadosamente calculados hacia Uchate, y se situaron dos a cada lado. Después, un quinto sacerdote se acercó al estrado; asía un báculo de madera retorcida de sauce en una mano.
—«Resucitaré las palabras de la nación más antigua —leyó Uchate en voz alta—, porque su capacidad para la no magia es lo que hará posible el entrelazado. Porque nuestro salvador, el Señor de las Profundidades, escuchará únicamente la llamada del agua desde todos los puntos cardinales. El agua es la vida».
—La vida es agua —respondieron las nueve mil voces.
Giró una página, inclinó la cabeza sobre el texto de los ritos y paladeó las extrañas palabras. Cinco versos, veinticinco palabras de las que dependía por completo aquella religión condenada al fracaso. Sentía el yugo sobre él, la presión del resto de asistentes. Entre todos los presentes, sería él quien recitara aquellas cinco frases, que constaban de veinticinco palabras.
Profirió un tembloroso suspiro y asió un pequeño báculo, un cetro dorado de medio metro de largo, que descansaba sobre el altar. Después, se volvió hacia el primer sacerdote, que se encontraba a su izquierda para ayudarle. Con un gesto lento y ceremonioso sumergió en el agua del cuenco el pomo hueco del báculo, en el que se habían practicado orificios diminutos. Avanzó hasta el borde de la pila y roció unas cuantas gotas sobre las aguas negras mientras decía con voz solemne.
—Ataïam Wericylemae zairaed um vidianis therem.
Justo por debajo del lugar en el que se erigía la estatua de Atai Wericylem, el dios del viento del norte, se oyó un estruendo procedente del interior de la tierra. Cascotes de piedra salieron despedidos del monumento. Se hizo el más absoluto silencio. Boquiabierto, Uchate miró fijamente hacia la pila. Se produjo una ondulación en el agua. ¿Acaso había sido provocada por el estruendo? Su mente estaba dividida; su incredulidad flaqueaba.
—La incredulidad es también una forma de creencia —había dicho el dulse en una ocasión. En aquel entonces no había comprendido qué quería decir con aquello su maestro, pero en ese momento empezaba a abrirse paso el entendimiento.
Con los párpados caídos, buscó la siguiente línea. Retrocedió hasta encontrarse a la altura del siguiente sacerdote, sumergió el cetro en el agua sin mirar siquiera, caminó hacia la pila y volvió a rociar unas gotas sobre el espejo negro.
—Daïaem zairaed um vidianis therem —dijo con voz quebrada.
Dai, el dios del viento del este, empezó a hablar. Un gruñido animal se deslizó como una serpiente por la Sala de los Arcos e hizo temblar los cimientos. Se abrieron grietas en la base de la estatua. Acto seguido, el silencio arrebató el aliento a todos los presentes: nueve mil Solitarios que experimentaban cada instante, cada movimiento y cada palabra del milagro de la invocación. Uchate tuvo la sensación de que su cabeza estaba a punto de estallar. ¿Podía haber algo de verdad en aquella ridícula creencia fundamentada en una criatura que habitaba las ondulantes catacumbas del mar? Su mente parecía precipitarse hacia el abismo de la locura. Se preguntó si sería capaz de seguir con los ritos hasta el final. Pero no le quedaba otra opción. Al agitar el cetro sobre la pila por tercera vez, apenas pudo leer la tercera frase de los ritos, pero pronunció las palabras sin equivocarse, como si hubieran estado grabadas con fuego en su alma desde el momento en que nació.
—Somboreïm zairaed um vidianis therem.
Una nube oscura cursó la porción de cielo que podía verse a través de la abertura que había en el techo de Yle em Arlivux. Se oyó el retumbar de un trueno; el mundo tembló. Con un fuerte estruendo, apareció una fisura en el cristal de la ventana. La nube se esfumó, y el silencio de los Solitarios tomó posesión de la Sala de los Arcos.
A Uchate le temblaban las rodillas cuando retrocedió dando un traspié hacia el cuarto sacerdote. Ya no era capaz de formular pensamientos coherentes. Como un títere, ejecutó el ritual con el cetro dorado por cuarta vez, y a continuación, pronunció la cuarta frase sin siquiera mirar el Apodicto Secreto.
—Tervylexum zairaed um vidianis therem.
Un remolino se alzó de la nada y golpeó los muros exteriores de la Sala de los Arcos como si fuera el puño de un dios. Las ondulaciones que recorrían la pila se convirtieron en olas de pequeño tamaño. El agua salpicaba por encima de los bordes. Por primera vez, los Solitarios rompieron el silencio; se oyeron murmullos y expresiones de asombro y éxtasis.
Uchate se quedó atónito. Parecía que el corazón empezaba a fallarle, y tenía la impresión de que la cabeza le iba a estallar. Miró sin ver la última línea de los ritos. Apartó el cetro y se dirigió, tropezando, hacia el quinto sacerdote. Cuando éste le ofreció a Uchate el báculo con el pomo dorado, el segundo sacerdote sufrió un mareo, y por un momento, parecía que las rodillas no podrían sostenerle. El sacerdote ayudante le tendió la mano que tenía libre. Gracias a su ayuda, Uchate consiguió apenas permanecer en pie.
—¿Te encuentras bien? —susurró el sacerdote.
Uchate recobró la compostura y asintió con la cabeza.
—No es nada —dijo.
Alargó el brazo para asir el báculo, cuyo tacto era entonces extrañamente frío, y se encaminó de nuevo, arrastrando los pies, hacia la pila. Con mano temblorosa, elevó el segundo báculo del dulse sobre el agua. Paladeó las palabras que debía pronunciar, volvió a tambalearse, dejó caer el Apodicto Secreto de su mano y separó los labios, mientras intentaba mantenerse en pie.
Pero no fue su voz la que llenó hasta el último rincón la Sala de los Arcos, sino una voz susurrante que todos reconocieron como la de Asayinda, la Dama del Alba.
—¡Ayraenleoc'h dermio sor levituït!
Aquellas palabras eran más antiguas que Yle em Arlivux, más antiguas incluso que el reino entero. «La multiplicidad ha visto la luz en el día de hoy».
Las palabras resonaron con el eco; parecía que querían quedarse en el interior de la Sala de los Arcos.
El momento de fascinación estalló en mil pedazos, al mismo tiempo que el cuenco de uno de los sacerdotes caía sobre el mármol y se hacía añicos.
Ante un Uchate atónito y boquiabierto, cuyos ojos seguían clavados en la pila, el agua empezó a agitarse violentamente y rebosó por todos lados sin causa aparente. Pero nueve mil Solitarios y cinco sacerdotes compartieron una visión incomprensible para una mente humana. De las aguas en ebullición surgió una criatura monstruosa: era de color gris, con manchas amarillas, y en el lomo tenía púas del tamaño de las picas que utilizaría un gigante. El tórax del pez, de inverosímiles dimensiones, se elevaba y volvía a descender con cada respiración. Cuando la criatura se encontraba por encima de las aguas negras, empezó a dilatarse, y muy pronto su volumen era cuatro veces mayor que el de la pila. Dos grandes ojos amarillos se clavaron en la figura tambaleante de Uchate. El monstruo se inclinó hacia adelante y se abalanzó sobre el segundo sacerdote, justo antes de que éste finalmente viera lo que todos los asistentes estaban presenciando en la Sala de los Arcos. Como un fogonazo, se dio cuenta de que se estaba cumpliendo la profecía: «Y el infiel no podrá ver lo que los ojos de los nueve mil verán, porque, después de todo, la incredulidad es sinónimo de ceguera, y tendrá que pagar por ello con su vida».
—¡Pero sí creo! —deseaba gritar; sin embargo, su voz le rechazó.
Aparentemente, la fe que siempre había aborrecido en silencio, después de todo, se basaba en la verdad, o como mínimo, en la verdad a medias. Había tomado las decisiones equivocadas. En el último momento, abrió la boca y luchó por pronunciar su nombre de nacimiento, como un grito inverso, de muerte, con sus cuerdas vocales, que permitieron el paso a la última palabra de Uchate, el significado final de su traición.
—¡Hertas!
El grito quedó ahogado por el demoledor estruendo con el que el Señor de las Profundidades aterrizó sobre el estrado. Salpicando agua por todas partes, dejó un rastro de cieno que dibujó extrañas manchas amarillas y verdes sobre el mármol. Los cinco sacerdotes ayudantes retrocedieron, tropezando; estaban demasiado aturdidos para gritar. Al nauseabundo crujido de los huesos siguió un ruido de ventosa. La criatura descendió del estrado deslizándose y dejó tras de sí una estela de lodo, sangre y agua. Empezó a encogerse de nuevo, y se sumergió lentamente en la pila para desaparecer, casi de forma cautelosa, bajo el agua. No quedaba el menor rastro de Uchate. En Sala de los Arcos se hizo el caos.
—¡Señor de las Profundidades! —exclamaron cientos de Solitarios.
Algunos, extasiados, empezaron a rezar; otros se arrojaron al suelo mientras ocultaban la cabeza entre las manos. El tiempo se congeló para ellos, puesto que estaban experimentando la realidad ilusoria de la gran hora de su fe.
La invocación del Señor de las Profundidades había concluido, finalmente, con las palabras de la Dama del Alba, tal como decía la Gran Leyenda. Al igual que las palabras en apariencia sencillas de ésta decían que el infiel moriría a causa de su ceguera, también anunciaban que eso prepararía el terreno para el fin definitivo del ciclo.