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Preludio en la ciudad de Romander
Ni el desran, ni los altos mysters, ni el dulse pueden darse cuenta de que no son sus principales oponentes rivales quienes socavan su poder, sino individuos aparentemente irrelevantes.
KARAMBUL DE VEER,
La verdad es falsedad
La carretera de Corredor del Hacha a la ciudad de Romander, que más bien era una pista apenas lo suficientemente ancha para permitir el paso de un carro, zigzagueaba a derecha e izquierda para evitar las cumbres del Arvon, y atravesaba en varias ocasiones los espesos bosques de hoja perenne. Un carromato tirado por yeguas zainas avanzaba pesadamente sobre la arena levantando una gran polvareda. El conductor, un hombre barbudo y fornido de edad indefinida, estaba bien apuntalado para prevenir las continuas sacudidas que sufría la carreta. Se había envuelto en una manta. De vez en cuando, se inclinaba hacia adelante y chasqueaba la lengua para que los caballos aceleraran o redujeran la marcha.
—¡Grend! —gritó para hacerse oír sobre el traqueteo de las ruedas y el chirriar del armazón del carro—, ¿estás seguro de que hacemos bien?
La cabeza de un joven de rubia cabellera apareció debajo de una capucha.
—Éstos son los días de la magia incolora, Veder de Cabo de Om. Si ahora permanecemos pasivos, no estaremos actuando de acuerdo con el espíritu de Marakis. La princesa Daerle y la princesa Quantiqa piensan de igual modo. Tú eres el único que todavía alberga dudas.
Veder volvió a inclinarse hacia adelante y, chasqueando la lengua, hizo que los caballos avanzaran de nuevo al trote. Tiró de las riendas dos veces para obligar a los animales a caminar al paso. El conductor de la carreta se mordió el labio inferior una y otra vez, meditabundo, antes de seguir hablando.
—Mientras la magia incolora esté tan lejos que las flechas de mi arco no puedan alcanzarla, no creeré en su existencia —dijo finalmente por encima del hombro—. Mientras no pueda oler las intrigas de palacio, no podré estar convencido de la traición de lady Isper. Sólo creo lo que ven mis ojos y lo que oyen mis oídos.
El joven se inclinó hacia él y sonrió.
—Pero, mi querido Veder, ¿por qué, si no, vamos juntos hacia Kryst Valaere con tanta premura?
—Porque es lo que tú quieres, Grend, porque así tú lo deseas —respondió el conductor con fingida deferencia en su voz.
Grend, sabiamente, decidió no contestar, pero una sonrisa asomó a sus labios. Veder espoleó los caballos para que volvieran a avanzar al trote.
El día dio paso a la noche, y lentamente el cielo naranja empezó a cubrirse de nubes. El sol, ya muy bajo en el horizonte, les deslumbró mientras avanzaban hacia el oeste.
Algunos kilómetros más adelante, las colinas comenzaban a perder altura a medida que se aproximaban al lado oeste de la bahía del Hacha, que lindaba con la ciudad de Romander en el sur. Grend olfateó el aire salobre del Arvon. Escudriñó el horizonte nublado. Se avecinaba una tormenta.
Sus pensamientos saltaron hacia el desran, a quien había conocido únicamente desde la distancia, por ser el padre de su amigo Marakis, el joven príncipe heredero.
—Lady Romander llora porque su bienamado y heroico hijo ha pasado a mejor vida —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó Veder.
—Una poesía disparatada, mi querido amigo —respondió Grend, empleando las mismas palabras que Veder solía decir.
Veder sabía cuándo debía contener su lengua.
El paisaje se iba transformando a medida que se acercaban a la ciudad de Romander. Las colinas boscosas del Arvon dieron paso a rocas desnudas; un paisaje antiguo, lleno de fisuras. El camino serpenteaba entre formaciones de roca gris, sumergiéndose en las quebradas. El carro deambulaba chirriando, y por fin, dejaron atrás los estrechos de la meseta de Halder, que apenas permitían el paso de la carreta, y llegaron a la llanura de Yndak. Se trataba de una extensa pradera, salpicada de granjas diseminadas, que limitaba con la ciudad por el norte. El camino se convirtió en una carretera adoquinada cuando el carro empezó a descender serpenteando hacia la ciudad, entre las primeras casas, todavía fuera de las murallas. Ya era de noche; una cinta de antorchas iluminaba calles y plazas.
Cuando por fin entraron en la ciudad de Romander a través de la puerta de Yndak, gruesas gotas de lluvia golpeaban con gran estruendo los adoquines. Veder permaneció bajo el toldo de la carreta, siempre erguido, como si el aguacero que empezaba a aporrear el carromato fuera una incomodidad anecdótica.
—Kryst Valaere —anunció media hora después por encima del traqueteo de las ruedas y el estruendo del chaparrón, tras haberse abierto camino a través del caótico laberinto de callejones, plazas arboladas, amplios bulevares y calles angulosas.
El palacio del desran se alzaba, imponente, ante ellos. La cabeza de Grend volvió a asomar por debajo de la capucha. Se inclinó hacia adelante y propinó a Veder una palmadita amistosa en la espalda.
—Puedes dejarme aquí —dijo—. Debo encontrar a Marten. Estoy impaciente por conocer su opinión sobre mi plan. Sobre él recaerá la parte más dura.
—Suponiendo que todo vaya bien, claro está —rezongó Veder, mientras detenía los caballos—. Hablas de tu plan como si fuera algo rutinario, pero podría desencadenar una revolución. ¡Podría significar tu muerte! ¿Cómo puedes mostrarte tan indiferente?
Grend se encogió de hombros con un gesto rápido, se envolvió en su capa y saltó del carro para aterrizar suavemente sobre sus pies.
—Es una forma de mantener mis nervios siempre en forma, mi querido Veder —gritó por encima del hombro mientras corría hacia palacio—. Nos alojaremos en El Cuervo Caído, en el callejón de la Nuez. Maese Perk nos ha reservado las mejores habitaciones. La princesa Quantiqa ya se encuentra allí. Nos veremos en la posada más tarde.
Veder se quedó un rato mirando fijamente cómo se alejaba su amigo y sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Después, chasqueó la lengua, tiró de las riendas y dirigió las cansadas yeguas hacia una calle estrecha que daba la vuelta al palacio por detrás, mientras las ruedas del carro arrojaban grandes cantidades de agua.
Los adoquines estaban relucientes. Nubes plomizas se descolgaban sobre las calles. Un viento helado se arremolinaba en las plazas y arrancaba las últimas hojas de los enormes tilos y los árboles de kanter. La humedad, combinada con el frío, penetraba hasta los huesos. No era un día para estar fuera. Sin embargo, cientos de miles de personas flanqueaban la avenida de los Setecientos Pasos; era una multitud silenciosa, una muralla de máscaras impenetrables. La ciudad de Romander en pleno estaba de luto. Sus habitantes lloraban la muerte del desran, que había sido asesinado cobardemente el día del desfile de los Setecientos Pasos.
De las ramas desnudas de los altísimos tilos pendían guirnaldas de color gris oscuro, y la Torre de Cristal estaba adornada con un paño de seda de cientos de metros de largo, en el que se encontraban representados todos los logros y todas las virtudes del desran mediante los símbolos angulosos de la lengua antigua. Todos los tenderos habían cerrado sus negocios, y la vida pública había quedado paralizada. Era el día del funeral de Xarden Lay Ypergion III, desran del reino insular de Romander. Se respiraba un ambiente tan cargado como el tiempo. Bajo la apacible superficie, la multitud que se agolpaba ante el palacio compartía un sentimiento de desconfianza, que en cualquier momento podría transformarse en tumultuosa ira.
Lady Isper, cubierta con un velo y ataviada con la toga tradicional de luto, con brocados de color gris oscuro y satén negro, esperaba bajo los oscuros portales del palacio de Kryst Valaere el inicio de la ceremonia. Llevaba anillos de oro en sus dedos y un collar de plata con piedras preciosas, del que pendía una gran gema negra en un engarce en forma de mano.
Podía sentir la animadversión de las masas, apenas disimulada. Corrían muchos rumores entre la población, según le habían informado sus consejeros; rumores sobre el asesinato del desran y la implicación de algunos de los consejeros en el mismo. El nombre de Danker estaba en boca de todos, así como el de Tardel, y algunos se atrevían también a difamar a lady Hylmedera. En alguna ocasión, había sido mencionado incluso el nombre de lady Isper. No tenía la menor idea de quién podía haber extendido aquellos rumores. Las cinco personas que sabían cómo había sucedido realmente, con toda seguridad, se guardarían de contar a nadie su intervención, a menos que desearan la muerte.
De forma paralela al descontento todavía latente, corrían rumores sobre los ataques del Oscuro del mar de la Noche. El miedo a lo desconocido alimentaba aún más la ira.
—¿Le parece que esto es seguro, su alteza? —preguntó en un susurro lady Hylmedera a lady Isper, que estaba de pie a su lado.
Lady Isper lanzó una mirada burlona a Hylmedera.
—¿Tienes miedo, chiquilla? En ese caso, tal vez deberías quedarte aquí.
Hylmedera apretó los labios y negó con un breve gesto de cabeza.
—Por supuesto que no, su alteza. Sólo estoy preocupada por su persona.
—Eso no es necesario. Ahora te sugiero que contengas tu lengua.
Lady Isper no podía imaginarse que la muchedumbre pudiera transformarse en un enemigo letal. Observaba a la gente como si se tratase de una masa anónima, de una cifra. Simplemente estaban allí. Como mucho, había algunos elementos engorrosos en su juego de poder. Nunca había sido capaz de entender por qué Xarden había demostrado siempre una preocupación evidente por los plebeyos, lo que ella seguía considerando una señal de debilidad.
El cuerpo de Xarden Lay Ypergion III, desran del reino insular de Romander, yacía en una capilla ardiente en el interior del Sferium, la cúpula dorada que se encontraba al final de la avenida de los Setecientos Pasos, justo enfrente del palacio. El ataúd de madera de kanter, con la cubierta adornada con cincuenta y siete perlas y rubíes, había sido dispuesto justo en el lugar en el que Ypergion había sido asesinado. El ataúd estaba cerrado, y sobre él aparecía la máscara tradicional de kyrita ocre que representaba a la muerte. El cortejo fúnebre partiría del Sferium y se dirigiría a Ler Garmynt, una colina cercana en la que se encontraban sepultados todos los desrans.
La procesión gris inició la marcha. En cabeza iba el jefe supremo de la corte, Tardak Sendiel, en traje de ceremonia, con el báculo imperial de oro y madreperla; detrás, lady Isper. Los seguían los consejeros y demás miembros de la corte, flanqueados por los guardias nayareen de palacio, que en aquella ocasión habían cambiado sus uniformes ceremoniales de vivos colores por una túnica de color rojo y gris oscuro. Las espadas ornamentales habían sido reemplazadas por cimitarras de batalla de ancha hoja y aspecto intimidatorio. Todos los componentes del cortejo avanzaban arrastrando los pies, de acuerdo con la tradición, deslizando un pie hacia adelante para luego llevar el otro a la misma altura. La multitud flanqueaba la procesión como un muro de rostros severos. Lady Isper aparentaba no darse cuenta.
De pronto, a medio camino entre el palacio y el Sferium, se oyó la voz de una mujer entre el gentío.
—¿Dónde está Marakis? ¿Dónde está nuestro nuevo desran?
Los guardias de palacio intentaron encontrar a la persona que había gritado, pero sólo vieron caras como máscaras inexpresivas.
—¿Dónde está nuestro nuevo desran? —se volvió a oír. Y otra voz añadió—: ¿Y quién ha asesinado a Ypergion?
Lady Isper alzó la vista, enojada, y detuvo sus pasos.
—¡¿Quién ha dicho eso?! —exclamó, furibunda—. ¿Quién se atreve a mancillar el descanso de mi bienamado Xarden?
Los rostros que le devolvieron la mirada eran implacables.
—¡Guardad silencio, estúpidos! —Lady Isper escrutó a la multitud con expresión altanera—. Tratad al desran con deferencia, con el respeto que se ha ganado, en vez de lanzar insinuaciones sin fundamento.
—¿Sin fundamento?
Era la misma voz que había preguntado quién había asesinado a Ypergion. Los guardias de palacio avanzaron e intentaron encontrar al agitador. La multitud se movió con ellos, para obstaculizarles la visión.
—¿Es cierto que lady Isper tiene algo que ver con la muerte de su amado marido? —gritó la misma voz.
Las dos últimas palabras fueron pronunciadas con un tono sarcástico.
Lady Isper se abrió paso a través de la muralla protectora que formaban los guardias, y se las arregló para maniobrar con su imponente figura hasta encontrarse muy cerca de la multitud. Consiguió lo que los guardias de palacio habían intentado en vano: abrió una brecha en la primera fila.
—Que salga el cobarde —espetó lady Isper.
Pero incluso ella se sobresaltó cuando un hombre joven se abrió paso a través de la multitud y avanzó hacia donde se encontraba. Se detuvo a un metro de lady Isper. Sus cabellos eran de color rubio ceniza y no era mayor de veinte años, pero parecía orgulloso, y había arrogancia en sus ojos oscuros.
Los guardias de palacio empezaron a tomar posiciones, pero lady Isper alzó una mano, avanzó hacia el joven y acercó su rostro hasta casi rozar el de él.
—Esperad —dijo, frunciendo el ceño—. Yo conozco a este muchacho. Tú eres…
—Grend de Pier, a vuestro servicio. Me conocéis de palacio. Hace poco fui relevado de mi puesto como juez de la corte.
El joven sonrió. La calma que irradiaba confundió a los guardias. El capitán no hizo ademán de intentar apresar a Grend de Pier. En lugar de eso, se puso a su lado. Sus ojos de color gris azulado se encontraron con los de lady Isper sin mostrar el menor ápice de respeto, mientras se mesaba su corta barba rubia.
—Su alteza, ¿qué hay de cierto en esos rumores?
Una oleada de desconcierto recorrió la multitud. ¿Acaso se estaba volviendo contra ella su propia guardia? Lady Isper, afligida por la desagradable sorpresa, dio un paso atrás.
—¡Capitán! —dijo, jadeando—. Recupera la compostura. Tu soberana te ordena que arrestes a Grend de Pier.
El capitán no dio la menor muestra de pretender ejecutar su orden. En vez de eso, sacudió la cabeza y posó una mano sobre la empuñadura de la espada.
—Señora, con el debido respeto, no sois mi soberana —dijo—. Tras la muerte de Xarden Lay Ypergion, Marakis es el heredero legítimo del trono. Vos no sois más que un sustituto auto proclamado en un vacío de poder. Se trata de una situación peligrosa. Puede ser que acepte que vos llenéis ese vacío temporalmente, puesto que sois la primera mujer de Ypergion, pero no apruebo el hecho de que no hayáis ordenado la búsqueda inmediata de Marakis, vuestro propio hijo.
La gente contuvo el aliento y empezó a empujar hacia adelante. Lady Isper se retiró el velo con gesto airado. En su cuello aparecieron unos puntos de color escarlata, y parecía que los ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas. La gema negra que descansaba sobre su pecho subía y bajaba al compás de su acelerada respiración. En dos ocasiones intentó decir algo, pero la ira le impedía proferir una sola palabra. Mientras tanto, lady Hylmedera empezó a caminar sigilosamente hacia palacio. Algunos consejeros la siguieron, no sin vacilaciones.
—Vuestro nombre, capitán —consiguió decir al fin lady Isper.
—Marten de Yr Dant, señora —respondió el capitán con brío—. He sido amigo de vuestro hijo, Marakis, durante largo tiempo. También de Grend, y de la medio princesa Quantiqa, y del grupo de gente que ha reunido. Estamos preocupados por los acontecimientos que han tenido lugar dentro y fuera de palacio. Al margen de la cuestión de quién asesinó al desran, desearíamos saber dónde se encuentra el príncipe heredero, Marakis. ¿Podéis responder a esta pregunta, lady Isper?
La dama le miró boquiabierta. No estaba acostumbrada a esa clase de interrogatorios.
—¿Qué es todo este disparate? —dijo por fin.
—Señora, veo que no comprendéis. Mis guardias obedecen solamente mis órdenes. Vuestro pueblo siente rencor hacia la corte. Tal vez yo sea vuestra única oportunidad.
Ella le miró con ojos vidriosos.
—¿Mi única oportunidad?
—Sí, señora, vuestra única oportunidad de sobrevivir a este día y esta hora.
En un primer momento, lady Isper se negó a comprender la totalidad de las implicaciones de aquella declaración. Intentó buscar las palabras adecuadas, una orden, pero fue en vano. Sus ojos airados al final miraron a la muchedumbre. Se preguntó si realmente llegarían a atacarla, y pudo leer la respuesta en la mirada de los presentes. Miró en derredor buscando el apoyo de los consejeros y de los miembros de la corte, pero sólo pudo ver a Tardel, que observaba desde una distancia prudencial. Los demás habían huido a refugiarse en palacio.
—Señora, os arresto por haber conspirado contra el desran y el reino, y os acuso de ser cómplice de un asesinato —anunció Marten en voz alta.
Lady Isper se tambaleó, tanteando con las manos en busca de algún punto de apoyo. Grend se apartó para evitar su roce. Marten hizo señas a sus hombres y, escoltada por su propia guardia, la temblorosa lady Isper fue conducida de nuevo a palacio.
La actuación inesperada de Marten había conseguido acallar a la gente en un primer momento. Después, se oyeron voces que exigían justicia; algunos incluso pedían la cabeza de lady Isper y sus consejeros. La multitud empezó a avanzar. Los guardias apenas tuvieron tiempo de introducir las pesadas vigas de madera de kanter en los soportes de hierro forjado de las puertas del palacio de Kryst Valaere.
La plebe conocía los numerosos túneles que recorrían el subsuelo de la ciudad, y que tenían como punto de partida el palacio. Sabían que no conseguirían hacerse con lady Isper y sus consejeros, así que empezaron a dirigir su ira hacia otros objetivos. Grend escaló a una tarima construida alrededor de uno de los tilos de cincuenta metros de altura que flanqueaban la avenida de los Setecientos Pasos.
—¡Gentes, escuchadme!
Al principio, sólo unos cuantos se detuvieron. Pero Veder y la princesa Quantiqa señalaron hacia Grend, para confirmar que tenía algo importante que decir.
—Pueblo, los asesinos del desran no podrán huir del castigo que merecen.
Se oyeron vítores y ovaciones, lo cual hizo que muchos otros prestaran atención al joven que había plantado cara a lady Isper.
—Comprendo vuestra ira y no pretendo aplacarla.
Aún más personas se acercaron para escuchar.
—Pero debemos hacer justicia a la memoria de Xarden Lay Ypergion III. La ley dice que debe recibir sepultura hoy mismo. ¿Quién debe hacer cumplir la ley? ¿Quién debe llevar a nuestro desran a su última morada? Los fueros afirman que el desran es un servidor de su pueblo. Demostrémosle, entonces, nuestro más profundo respeto. ¡Rindámosle, nosotros, su pueblo, los honores, y acompañémosle al lado de sus predecesores!
Las palabras de Grend fueron transmitidas al resto del gentío. Se oyeron aclamaciones y palabras de aprobación. Poco después, miles de personas se dirigían hacia el Sferium, guiadas por Grend.
—Supongo que eres consciente de que acabas de balancearte sobre la cuerda floja —le espetó Veder a Grend cuando por fin le dio alcance—, pero debo admitir que has evitado el caos.
Grend ofreció a Veder una sonrisa neutra y le propinó unas palmaditas en la espalda.
—Tan sólo recuerda que soy consciente de lo que he empezado —susurró.
El funeral fue caótico. La lluvia se convirtió en aguanieve. Cientos de manos intentando tocar el ataúd, voces que exigían a gritos las cabezas de lady Isper y sus consejeros. Pero el respeto que la gente sentía por el desran fue más fuerte que los demás sentimientos. Llegado el momento, Grend asignó a ocho hombres la tarea de introducir el ataúd en la sepultura. Un medio sacerdote de los Solitarios salió de entre el gentío y, de forma espontánea, empezó a entonar la letanía de la Oscuridad Eterna. Miles de voces se unieron al cántico. Tras el triple «el agua es vida, la vida es agua», se hizo el silencio, un silencio sobrecogedor que se prolongó durante varios minutos.
Después alguien gritó:
—¿Dónde está el hombre que se enfrentó a lady Isper? ¡Que hable!
Grend fue empujado por la gente que lo rodeaba. Veder, que había acompañado la procesión en su lento avance, subió a Grend encima de sus hombros para que todos pudieran ver a aquel que había salvado la ciudad del descontento popular, de la violencia y de los saqueos. Hasta el momento, todo había sucedido como estaba planeado, pero entonces Grend se sentía abrumado por la responsabilidad que acababa de recaer sobre él. Por primera vez, pudo oler su propio miedo. Pero no había vuelta atrás.
Veder percibió las dudas de Grend.
—Empieza a hablar, muchacho, las palabras vendrán a tu boca; siempre ha sido así. —Entonces, alzó el rostro y anunció—: Grend de Pier se dispone a hablar.
Por un instante, Grend se sintió ridículo, todavía subido a los hombros de Veder. No sabía qué hacer con sus manos. Finalmente, las dispuso sobre las rodillas y recobró la compostura. Comprobó que no tenía que buscar las palabras, puesto que estaban dentro de su mente.
—Gentes de la ciudad de Romander —empezó a decir—, es éste un día memorable. Acabamos de despedirnos de nuestro desran. Tras de sí ha dejado un vacío, y ese vacío no pueden llenarlo ni lady Isper ni sus secuaces; no, eso corresponde únicamente a Marakis. Pero el príncipe tuvo que partir. Se encuentra en algún lugar del reino, ayudando al No Mago a encontrar la guarida en la que se esconde el Oscuro. Estoy seguro de que juntos conseguirán detener el avance atroz de la magia incolora.
Hizo una pausa. No se oyó ninguna otra voz; miles de ojos estaban fijos en sus labios, esperando sus próximas palabras. Respiró hondo antes de seguir hablando.
—Marten de Yr Dant —prosiguió—, el capitán de la guardia de palacio que ha arrestado a lady Isper, cuenta con la confianza de Marakis; os lo garantizo. Permitid que él salvaguarde el poder hasta el regreso de nuestro príncipe heredero.
La princesa Quantiqa, ataviada con una discreta capa de color gris, empezó a aplaudir. Otros se unieron a la ovación. Grend alzó las manos.
—Si hay algo que Marakis no desea, es que se produzcan disturbios en la ciudad, en su ciudad. Marakis detesta la violencia. Mantengamos alta nuestra dignidad y regresemos tranquilamente a nuestros hogares. Si alguno de vosotros desea ayudar a mantener el orden y la paz, y facilitar el legítimo ascenso al trono de Marakis, le ruego que me lo haga saber.
»Gentes de la ciudad de Romander —dijo, por último, tan alto como pudo—. Xarden Lay Ypergion III ha muerto, pero su sucesor no tardará en llegar. ¡Larga vida a Marakis!
Se oyeron vítores. Grend descendió de los hombros de Veder. Aquellos que le rodeaban le dieron palmadas en el hombro, le tocaron y murmuraron palabras de agradecimiento. Poco después, la multitud se dispersó, y la mayoría de los asistentes se dirigieron a sus casas, tal como Grend les había instado. Sin embargo, algunos cientos de personas, hombres y mujeres, permanecieron allí para ofrecerse como voluntarios.