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En el Sferium

¿Son realmente los grandes magos de Loh tan poderosos? ¿Verdaderamente son capaces de mover montañas, como se dice? Nunca he visto nada semejante. En mi opinión, no son más que títeres que participan en un juego cósmico. ¿Y la Gran Leyenda? Incluso tras sus palabras se esconde un horizonte de dimensiones incomprensibles. ¿Acaso hay algo más? ¿Realmente hay algo más de lo que sé, de lo que sospecho?

¿Acaso los jugadores son todopoderosos? Están obligados a cumplir las normas que se han impuesto a sí mismos, a instancia de los dioses. ¿Es posible que incluso los dioses tengan limitaciones? ¿Es una blasfemia pensar que no son ellos, sino otras formas de vida, las que gobiernan esta catedral inacabable de sueños y supuesta realidad, este universo? Pero ¿acaso no es también una blasfemia afirmar que el más pequeño elemento que conocemos consta de componentes de menor tamaño incluso? ¿O creer que el sol, aunque de suma importancia en nuestras vidas, no es más que una mota dentro de un enorme universo inabarcable, que a su vez puede ser que tan sólo sea una mota dentro de otro universo de dimensiones inimaginables?

LADY DERMIUNE ARTHAK, de Pequeña Melisa,

La Ilusión de la realidad

En el interior del Sferium, el edificio con forma de cúpula que se erigía al final de la avenida de los Setecientos Pasos, se encontraba el trono de hueso, que recibía el nombre de Aynirlaeth, y del que se decía que era el objeto más antiguo del reino. Sobre él se había dispuesto la bandera de la corona, con el pez piedra y el águila pescadora sobre un fondo azul, que pendía de una pértiga de casi nueve metros de largo. El trono refulgía bajo la tenue luz de la luna casi llena, que brillaba a través de una de las estrechas ventanas. La inmensa estancia de la cúpula estaba vacía. No cabía duda; era medianoche.

Un suave siseo, acompañado de un chasquido, interrumpió el silencio. En las proximidades del trono, el aire empezó a titilar y cobrar forma, primero en el mismo tono gris del polvo que se arremolinaba con cada vibración, para luego ganar relieve y profundidad, hasta que se hizo visible una figura de color marrón oscuro. Apareció el contorno de un hombre obeso, ligeramente encorvado, que se apoyaba con fuerza sobre un báculo de aligustre. Su calva relucía a la luz de la luna. Muchos hubieran reconocido a Balmir, el menos prominente de todos los altos mysters; el mago a quien apenas tomaban en serio sus homólogos. Sus facciones, habitualmente de aspecto sumamente afable, denotaban entonces seriedad, lo cual le hacía parecer un ser completamente distinto. Una aura regia, insólita en él, le rodeaba. Su cuerpo brillaba, y no sólo debido a la luz de la luna llena. Balmir tenía la mirada fija en el trono de hueso.

—Éste es el lugar —murmuró para sí mismo—. En este preciso lugar, muy pronto, será coronado el regente de una nueva era. La fugacidad de la gloria y del honor volverá a soplar sobre el mundo, y traerá consigo las cenizas de guerreros y reyes. Y nuevamente, la sangre del fluir del tiempo pasará rozando a los mortales y les llenará de desasosiego. Una nueva era en ausencia de la nación más antigua, de su eco, de los Nibuüm, pero que contará con el pueblo y su gloria, y con la nueva magia.

Su voz penetró en los vetustos bloques de mangiet del Sferium y ascendió hasta el centro de la cúpula. Balmir avanzó pesadamente hacia el trono y extendió una mano. Con las puntas de los dedos acarició el pálido hueso, que todavía no presentaba ninguna mancha.

—¡Ah!, Aynirlaeth, Iainarled, Enerlad, trono entre los tronos, mis huesos.

Un suspiro atravesó la estancia y agitó el aire. Fuera, un jirón de nube se deslizó como una cortina y ocultó la luna. Sin que pudiera oírse ninguna orden perceptible de su propietario, el báculo empezó a dispersar un resplandor púrpura por todo el Sferium.

—La nueva era; la próxima frontera de otra nueva era. Los tejidos de la gran trama están preparados para recibir nuevos esquemas. Los jugadores no lo saben, la vieja sangre no lo sabe, y los Ayinti solamente sospechan que Ayintan no es el único lugar habitado por criaturas etéreas, y no pueden señalar con su dedo divino el vacío existente en el interior de la estructura de sus pensamientos. Sólo el dulse sospecha algo, pero hay que tener en cuenta que él es… especial.

Retazos de melancolía se extendieron en oleadas por su rostro. Buscó con los ojos la luna, pero ésta nuevamente se encontraba oculta tras una nube. Agachó la cabeza.

Erleyim soigaerne.

Se había limitado a susurrar aquellas dos palabras, pero su eco, como la brisa que de improviso se convierte en una ráfaga de viento, llenó la cúpula por completo. Su estela trajo el silencio de la noche, que volvió a ocupar su lugar. La figura se quedó inmóvil como una estatua. Entonces, oyó una especie de crujido sobre el estrado, semejante al producido por el roce de una toga en el suelo, justo detrás de él. El estandarte que había tras el trono ondeó. La figura volvió a tornarse gris, hasta desvanecerse por completo. El aire vibró todavía unos segundos. En el Sferium no quedó el menor rastro de vida.

Aynirlaeth, la construcción inmaculada de hueso que había pertenecido a un rey olvidado hacía ya mucho tiempo, volvió a brillar bajo la luz de la luna, como siempre.