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La cólera del Oscuro (1)
Aquel que haga caso omiso de los mitos y leyendas, así como de los mensajes que se desprenden de sus palabras, tarde o temprano se ahogará en la ciénaga de su propia incredulidad.
Aquel que no escuche el eco de la historia, se encontrará de pronto en la parte oscura de la nueva historia.
LADY DREA DE LON,
Las huellas de la historia
El eco de la Gran Leyenda será audible eternamente.
UZARK DE TILLE,
Fragmentos de las grandes historias de los Ancianos
Los surcos de los campos arados que se intuían más allá de las Dunas Occidentales de la isla de los Gatos ofrecían un paisaje sombrío. Las manos del otoño habían arrancado las hojas de los árboles de kanter que, alineados como soldados en posición de firmes, formaban una barrera entre las ondulaciones leves de los campos y las colinas de Balvender. Sus ramas se alzaban hacia el cielo como brazos en un gesto desesperado. El invierno ya había rozado con sus dedos de escarcha la región y las granjas que la salpicaban, pero la nieve llegaría más tarde que en años anteriores.
Era el día decimotercero del mes de Tarvander, el más duro del invierno. La serpiente negra de una noche prematura avanzaba sobre la tierra helada. Un silencio plomizo lo dominaba todo. Finalmente, había llegado el momento de que el frío aliento del invierno acallase el mundo. Era como si todos, humanos y animales, estuvieran conteniendo la respiración. Entonces, sonó un silbido; aunque apenas fue audible, resultó tan intenso que hubiera sido capaz de perforar el oído humano como la hoja de un arado recién afilada. Sobre el horizonte aparecía suspendida una bruma amarilla que arrojaba una espeluznante luz mortecina sobre las aguas negras del mar meridional de la Noche. Y llegaron los pájaros: enormes criaturas de color gris oscuro. Incluso en la penumbra que se iba cerniendo sobre el mundo, podía intuirse un destello sobre sus cabezas. El batir de las alas esparció el pánico sobre el apacible paisaje. Los granjeros cerraron los postigos de las ventanas y atrancaron las puertas, porque temían lo que se avecinaba. Comentaban en susurros las leyendas que habían sobrevivido al paso de los siglos, y se avisaban unos a otros de la proximidad de la cólera del enemigo más antiguo del reino. Las leyendas estaban más vivas allí que en cualquier otro lugar del reino; sobre todo, la Gran Leyenda, que tenía especial influencia entre los pobladores de la isla de los Gatos.
—Escondeos en el sótano —instaron los granjeros a sus respectivas mujeres e hijos—. De prisa, porque ya han transcurrido nueve mil años y se aproxima la venida del Oscuro.
Hacía tan sólo unos cuantos días que el alto myster Berre había advertido a los granjeros de las atroces consecuencias de la magia incolora, que precedía la posible llegada del Oscuro. Los campesinos bloquearon las puertas con arcones, mesas y sillas, se atrincheraron en sus casas y esperaron. ¿Qué más podían hacer? Incluso Berre tuvo que admitir que nada podía hacerse contra la magia incolora.
Las aves descendieron en picado, casi rozando las casas, y desaparecieron en el horizonte. Se hizo el silencio. Durante unos instantes, los habitantes de la isla de los Gatos creyeron que la amenaza había pasado de largo. Sin embargo, permanecieron a la escucha, atentos, escudriñaron a través de las rendijas de contraventanas y puertas, y rogaron en silencio para que se abriera un claro en el tenebroso cielo. Pero lo que vieron sólo sirvió para acrecentar el miedo que ya anidaba en sus corazones. El cielo amarillento se tornó negro como el ébano. La oscuridad del cielo, más intensa que en una noche sin luna, se cernió sobre la isla como un águila nocturna abatiéndose sobre una presa inmovilizada por el miedo. Un rugido distante se precipitó desde la oscuridad. En lo más profundo de ella, un ojo amarillo, cada vez de mayor tamaño, reivindicaba su presencia. Por encima del rugido se alzó una cacofonía de silbidos desafinados. La oscuridad empezó a arremolinarse alrededor del ojo y, de improviso, se abalanzó sobre la isla de los Gatos. Al mismo tiempo, las nubes se posaron sobre la superficie del mar y las aguas negras empezaron a agitarse violentamente. La espuma salada del oleaje comenzó a girar alrededor del ojo, se separó de la superficie del mar y fue arrastrada; luego, se precipitó, en forma de nieve, muchos kilómetros tierra adentro.
Los campesinos cerraron los ojos y esperaron lo inevitable. El Oscuro no tenía piedad. Las leyendas decían que su proceder abominable era inhumano y absolutamente implacable. En todas las leyendas, el Oscuro era sinónimo de terror y muerte. Presa del pánico, muchos de los pobladores de la isla de los Gatos invocaron al Señor de las Profundidades, pero ninguno de ellos confiaba en que la criatura divina viniera realmente en su ayuda.
—¡Mathathruïn se abalanza sobre nosotros! —exclamaban—. ¡Señor de las Profundidades, acude en nuestro auxilio!
Poco después, la tormenta arrasaba con furia la isla, trayendo consigo los aullidos del Oscuro. Las nubes, tan enormes y macizas que parecían una cadena montañosa, surcadas por vetas de un turbio color amarillento, descendieron sobre la isla y tomaron posesión de ella. La visibilidad quedó reducida a unos cuantos metros. Los estridentes silbidos aumentaron hasta convertirse en un coro de miles de gemidos y notas agudas, y los habitantes de la isla sintieron y oyeron un estruendo bajo la tierra.
—¡No hay escapatoria! —gritaban—. ¡El cielo y la tierra se han confabulado contra nosotros!
La tierra quedó arrasada por las tormentas de granizo. Los árboles se doblegaron ante las furiosas ráfagas hasta ser arrancados de raíz, para después rodar sin remedio arrastrados por el viento, que aporreaba las puertas, las ventanas y los muros de las granjas. Los cristales de las ventanas se quebraron y las puertas salieron despedidas de los goznes y volaron con el viento como las hojas de un sauce. Las paredes empezaron a bambolearse. Los gritos provocados por el pánico se mezclaron con el estruendo, y pronto se convirtieron en alaridos que precedían a la muerte: se interrumpían y desaparecían anegados en el ruido sordo de los remolinos que giraban desenfrenadamente. En algún momento durante la tormenta, la oscuridad alcanzó su punto álgido. Y en el corazón de aquella noche, se produjeron una serie de truenos formidables, como si se estuvieran desmoronando las montañas. El rugido se mezcló con el estruendo de las granjas que se venían abajo. Espirales de niebla amarilla envolvieron lentamente las ruinas. Se oyó un último alarido, aleteando como un ave migratoria tardía tras las nubes oscuras que abandonaron la isla en su agonía.
Justo cuando amainó la tormenta, el mar se alzó en una súbita marea y sus aguas agitadas se abalanzaron sobre la tierra, agasajándose en las orillas, avanzaron como un monstruo ciego alrededor de las ruinas de las granjas, bañaron sus cimientos y después se retiraron lentamente a sus dominios.
El silencio lo inundó todo. Allí donde el viento había soplado, la ausencia de color era patente. El polvo amarillo y una pálida arena pedregosa cubrían los campos y las ruinas de las granjas. Aquí y allá, esqueletos de construcciones salpicaban el paisaje: los restos de una chimenea, parte del marco de una ventana, una rueda de carro partida por la mitad. La bandera rasgada de la isla de los Gatos —una civeta negra saltando sobre un campo de cuadros verdes y blancos— ondeaba en un poste torcido como una llama titilante.
Tras la tormenta, permaneció el silencio, un silencio lleno de susurros, alientos y suspiros en el límite de lo audible. Pero ningún hombre salió a ver de qué se trataba; las mujeres y los niños tampoco abandonaron el refugio que les proporcionaban los sótanos. El silencio de la muerte quedó suspendido sobre la isla como la hueca oscuridad.
Un cuervo negro se posó sobre las ruinas de una de las granjas y alzó el vuelo hacia el norte; cada batir de alas sonaban como un trueno.
La noticia sobre lo sucedido en la isla de los Gatos y las desastrosas consecuencias de la tormenta se propagaron en muy pocos días por todas las islas. Dos pescadores de Ostander lo habían presenciado todo desde la distancia y relataron lo que habían visto en el pequeño puerto de Veer del Sur al día siguiente. El miedo invadió el reino. El aletargado descontento existente en Romander, Lan-Gyt, Ostander y otras islas se convirtió en un llamamiento para que las autoridades de la ciudad de Romander pasaran a la acción. En Veer, en la ciudad de Ostander, la más próxima a la isla de los Gatos, un grupo de ciudadanos enfurecidos, bajo el liderazgo de una figura carismática ataviada con una toga negra, irrumpió en la residencia del subgobernador Spandirek. Únicamente la capacidad de persuasión de las espadas de su guardia le libró de una muerte deshonrosa, aunque algunos testigos presenciales declararon que fue precisamente el líder de los rebeldes quien en el último momento impidió mayores atrocidades.
Simultáneamente, llegaron a las islas vecinas los primeros informes de algunas escaramuzas en la ciudad de Romander. Nadie sabía quién ostentaba el poder. Se rumoreaba que Marakis se encontraba de camino hacia la ciudad de Romander para ser coronado desran, pero esto se contradecía con otras fuentes que afirmaban que el príncipe heredero había desaparecido.
El caos se intuía como una bruma matinal en el horizonte. En muchos lugares se produjeron revueltas; el pueblo se sublevaba como consecuencia del miedo ante el peligro incierto de la magia incolora, una terrible amenaza que cada vez sentían más próxima. Pero lo que principalmente indignaba a la gente era el malestar producido por el hecho de que todavía no se había tomado ninguna medida de peso. Se formaron bandos, como en una guerra civil, y muy pronto comenzaron los enfrentamientos, cuando algunos intentaron aprovechar la situación en beneficio propio. Las granjas y los pueblos más remotos de Ostander y Ribbe fueron saqueados por bandas que llevaban máscaras rojas. Con frecuencia, esas cuadrillas no demostraban la menor compasión por los pobladores, y se decía que eran cómplices del Oscuro del mar de la Noche. Tal vez no era más que un malintencionado rumor, pero el forastero de la toga negra que había liderado la rebelión en Veer había conseguido reunir algunas de aquellas bandas de enmascarados y les había hecho jurar lealtad sobre sus propias vidas. En muy poco tiempo, las máscaras rojas se convirtieron en sinónimo de miedo, dolor y muerte. Eran despiadados, y sembraron la muerte y la destrucción entre los ciudadanos de Delft, Nayar, el sur de Ostander, Ribbe y la isla Ancha.
Ése fue el comienzo de los Ángeles de Antas.