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El Señor de las Profundidades (1)

¿Quién era yo anteriormente,

antes de este estado ilusorio,

este reino de dolor que es mi destino?

¿Acaso era otro, un vino más dulce?

¿O tal vez antaño formaba parte de lo divino,

y era amo de mí mismo, de mi tiempo,

y como un rey que gobierna sublime,

tomaba asiento para cenar en el gran banquete?

¿Acaso nadaba, con escamas y aletas,

entre las olas de los nueve mares?

¿O padecí el sufrimiento en su máximo grado

del renacer del príncipe del mal?

SOLO RABATHER DE LAN ALTO,

Trinetos, poemas y quintrinos sin respuesta, recopilación de poemas

¿Quién era él?

¿Dónde estaba?

Cuando volvió en sí, se encontraba en el desierto interminable de arena que constituía el fondo del mar. ¡Podía respirar! Su cuerpo cubría sus necesidades a través del agua marina, que entraba y salía de su interior como el cuerpecillo de un pez vivaracho. Ni siquiera estaba realmente sorprendido, como si en los rincones secretos de su mente hubiera sabido siempre que aquello ocurriría.

El tiempo no significaba nada en su nueva existencia, porque sabía que había vivido antes, con otro aspecto. Pero era incapaz de recordar quién había sido, o cuál era su procedencia.

Su mente había sido fuertemente zarandeada, por lo que se le escapaba la comprensión de sus propios pensamientos. Pequeños fragmentos de ideas y acontecimientos se extendían como cintas de tela que se movieran libremente por su conciencia, sin llegar a tocar la superficie de su ser, sus pensamientos. El resultado era una mezcla de impresiones que carecían de la mínima cohesión. Únicamente el recuerdo de los momentos en los que no podía respirar le conectaba con su vida anterior. El miedo, el pánico que ensombrecía cualquier otro pensamiento, había sido tangible. Su mente seguía impregnada con el olor de la muerte, amargo y cáustico.

¿Seguía realmente con vida?

Aparentemente sí, estaba vivo, puesto que sus sentidos seguían funcionando, aunque su olfato y su paladar le confundían, y parecían de algún modo entrelazados. Notaba un regusto amargo, más intenso que el sabor omnipresente de la sal.

El miedo desconcertante que sintió al no poder respirar le había hecho perder el conocimiento. El mar se había cerrado sobre su cabeza. La presión cada vez mayor que había sentido sobre sus huesos había suscitado en él una sensación gélida de pánico, a la que inmediatamente había seguido el sofoco insoportable provocado por el terror que se precipitaba por sus venas. Sus sentidos se habían rebelado. Lo único que podía hacer en ese momento era refugiarse en un estado de inconsciencia del que, según había creído, no volvería a despertar jamás.

Tras aquel desvanecimiento, su cuerpo había descendido hacia el fondo del mar. Pequeñas criaturas marinas se habían acercado y habían comenzado a roer su túnica, pero al rozar su piel, se habían alejado de él. Inconscientemente había empezado a respirar agua como si fuera aire, como si siempre hubiera sido él. Únicamente transcurrido un rato desde que había vuelto en sí, se había dado cuenta de que seguía vivo.

Y ahora se encontraba en el fondo del océano.

Tomó conciencia del ondulante mundo de color verde jade. Todo se movía al compás de aquella ondulación. Era como si todos los elementos sólidos reaccionasen con efecto retardado. En un momento dado sintió que una parte de sí mismo le abandonaba. Era como si ciertos componentes de su ser dijeran: «Esperaremos hasta que se produzca un nuevo cambio. No podemos y no formaremos parte de tu vida aquí, de tu nueva vida».

También recordaba que había estado más activo, que en tierra tenía una actitud menos contemplativa, pero allí era incapaz de reunir la energía para actuar. Su mente estaba cubierta por un manto de pasividad. ¿Qué otra cosa podía hacer sino esperar? Su cuerpo no era más que un recuerdo de su propio peso. Su cerebro ya no enviaba los impulsos habituales a sus extremidades. En los fugaces momentos de conciencia que tenían lugar de vez en cuando, se dio cuenta de que estaba flotando, impotente, en un mundo desconocido; en una espesa jungla de kelp, algas y arena. Volvió a cuestionarse la posibilidad de estar muerto, y si acaso aquello no sería el reino de los muertos, sobre el que había oído tantos mitos y leyendas.

Un resplandor verde esmeralda volvió a alcanzar el punto culminante de su claridad. Eso fue todo lo que vio, porque la transformación había provocado la pérdida de más de la mitad de su capacidad de visión.

—Nombre.

Una voz monótona pronunció aquella palabra, en realidad no mucho más que un pensamiento ronco que penetró por todos los poros de su ser. No se cuestionó la presencia de la voz. La consideró como parte de sí mismo. De hecho, ya no le sorprendía nada.

Los primeros recuerdos reales que atravesaron aquella pared de estupefacción y pasividad, que provocaba el entumecimiento de su mente, fueron los momentos en los que la abrumadora presencia que habitaba el laberinto le había hablado. Intentó recordar las palabras que la criatura había inculcado en su mente. Destacaba entre otras la palabra entrelazado, pero su mente no podía asignarle un significado.

«Nombre», había dicho la voz. Él tenía un nombre, una identidad verdadera. De pronto, se le antojó tremendamente importante recordar su identidad, su nombre. Empezó a moverse, nadando y precipitándose por las regiones que consideraba como parte de su mente, en busca de su nombre. Encontró miles de nombres, todos ellos sin sentido. ¿Cómo podría saber cuál de esos nombres era el suyo? Hizo un esfuerzo renovado y más consciente para dar con su nombre, y entonces surgieron otros que le hicieron tambalearse: Janila, Herde, Pit, Lethe, Welm, Matei. No constituían recuerdos, sino más bien sentimientos que alternaban entre la dicha y la tristeza.

Todos esos pensamientos fluían como si se tratase de un sueño, aunque simultáneamente era consciente de que eran más reales que la ensoñación líquida en la que flotaba. Escudriñó cada rincón de su conciencia, que con toda seguridad regresaba a él, aunque lentamente, pero no pudo encontrar su propio nombre. Ante el ojo de su mente aparecieron algunas caras, como el frágil rostro de una mujer de finos cabellos grises y húmedos ojos marrones que le miraban fijamente, o el de una muchacha delgada, de larga cabellera rubia y hoyuelos en las mejillas, que eran la promesa de una sonrisa. Percibió el aroma de las hierbas del bosque: tomillo de elfo, rasmillo, copa de helecho y tomillo salino. Una sensación vaga viajó a través de sus pensamientos.