23
En la corte
En menos de una semana, los Ángeles de Antas pasaron de ser un grupo variopinto de bandidos y ladrones a un ejército bien organizado. «Imposible», oí decir a mucha gente en aquella época. Pero la realidad demostró lo contrario. ¿Por qué? Porque un individuo decidió hacer posible lo imposible. Soy consciente de que tal individuo era extremadamente malvado, y de que contaba con poderes que aún hoy en día nos resultan sorprendentes, pero no por eso es menor el respeto que despierta en mí semejante logro.
HANZER KARIBALD DE LA ISLA ANCHA
De los días del Sin Magia, una visión de la historia
Era la noche que siguió al funeral del desran y el encarcelamiento de lady Isper. La luz de las antorchas iluminaba el amplio corredor de palacio que conducía a la sala del trono. A pesar de la hora tardía, el lugar estaba atestado de sirvientes, guardias de palacio, consejeros, escuderos de la corte y damas de honor que pululaban por la estancia o murmuraban en pequeños grupos. Poco antes, Marten de Yr Dant, el capitán de los guardias nayareen, había subido a la tarima del trono para hacer público el encarcelamiento de lady Isper y de algunos de los consejeros. Los presentes habían recibido aquella noticia en silencio, al igual que el comunicado de la toma temporal del poder por su parte. «Qué otra cosa cabía esperar», pensó Marten; la corte estaba acostumbrada a obedecer en silencio. Todos le conocían como el capitán barbado de cabellos rubios de la guardia nayareen, y entonces ostentaba el poder. El desran estaba muerto, lady Isper bajo arresto, y el príncipe heredero Marakis muy lejos de allí, en el caso de que siguiera con vida. Así pues, entonces, Marten de Yr Dant era su señor, y ellos escucharían lo que tuviera que decir y obedecerían sus órdenes.
Marten era consciente como ninguna otra persona de la delicada posición que, de pronto, había pasado a ocupar. Se balanceaba sobre la hoja de la espada del poder. Bastaba con que sucediera un imprevisto para que su autoridad auto proclamada le fuera despojada. Únicamente sus palabras y la lealtad de sus guardias le habían conferido aquel estatus temporal. Marten había garantizado a toda la corte que todos conservarían sus cargos hasta que el príncipe heredero Marakis fuera coronado desran.
—Espero, sinceramente, que este período, que me gustaría describir como una «forma de salvaguardar el poder» sea breve —dijo para finalizar su discurso.
La puerta de la sala del trono permanecía abierta. Sin embargo, los guardias no permitían la entrada a cualquiera. Únicamente tenían libre acceso los miembros superiores de la corte, tales como consejeros y sus segundos; los miembros de la familia del desran hasta el cuarto grado de parentesco, y algunos de los guardias de rango superior de Marten, o los representantes que hubieran designado. Él mismo había decidido evitar en adelante su presencia en la sala del trono, lo cual era una forma de dejar claro que de ningún modo le interesaba el poder absoluto del desran.
Consultó con el consejero Hanno Eydants, el cual actuaba en representación de los demás consejeros.
—Es muy importante que localicemos a lady Hylmedera —dijo Marten rotundamente—. Creo que ha jurado lealtad a Danker. Si llegan a sus oídos los últimos acontecimientos…
Las posibles consecuencias, aun sin ser pronunciadas, quedaron flotando en el aire como una amenaza silenciosa.
—Estamos buscando por todas partes, capitán —respondió Eydants, que mantenía la calma.
—Bien —farfulló Marten. Se inclinó hacia adelante y cambió de tema.
—Como sabes, Hanno, el poder me aterra. Verdaderamente espero que el príncipe heredero aparezca muy pronto.
—¿Por qué te impresiona tanto el poder, capitán? Creo que lo estás haciendo bien.
—El poder en sí mismo no es el problema. Lo que más me preocupa es si a largo plazo podré resistir sus tentaciones.
Uno de los guardias llegó corriendo hasta ellos.
—Capitán —murmuró mientras lanzaba una mirada furtiva por encima del hombro—. Problemas. Hay barcos acechando en la bocana del puerto.
Marten sacudió la cabeza en un gesto de incomprensión.
—¿Barcos? ¿Qué barcos? Explícate mejor.
—Una armada hostil, capitán. Decenas de barcos, tal vez cientos, repletos de hombres bien armados procedentes de las Melisas, Ostander, Delft, Ribbe y la isla Ancha. Son muy numerosos, por lo menos así tengo entendido. Llevan máscaras rojas y se hacen llamar a sí mismos los Ángeles de Antas.
Volvió a girarse para mirar hacia atrás.
—Han enviado un emisario.
Señaló hacia un pasillo secundario del corredor principal. Bajo la sombra de una de las columnas esperaba una figura vestida con una toga de color azul oscuro. Su cabeza estaba cubierta por un enorme kapult. Marten procesó la información transmitida por el guardia. Sus ojos se clavaron en el visitante. A su alrededor, la gente se había apartado, como si nadie desease estar cerca de él.
—Hacedle pasar.
En seguida, la figura estaba ante él. Un aura de autoridad y fuerza contenida la rodeaba. Los presentes se habían percatado de que pasaba algo fuera de lo normal. Se acercaron lentamente, aunque todavía manteniendo cierta distancia con el visitante. Por un momento, Marten consideró la posibilidad de conducirle a una habitación aparte, pero decidió que no había nada que los demás no debieran oír.
—¿Quién eres?
El kapult se movió sin revelar el rostro que se ocultaba debajo.
—Eso no tiene importancia.
La voz parecía resuelta. Una voz chirriante. Marten había dado por supuesto que se trataba de un hombre, pero entonces tenía sus dudas. «No tiene importancia», retumbó el eco de la voz.
Marten se encogió de hombros.
—Como prefieras. Habla; di lo que has venido a decir.
—El desran ha fracasado, y ni siquiera tras su muerte se ha hecho nada para obligar a retroceder al soberano del mar de la Noche. Las fuerzas de Romander también han fracasado, así que ahora es el pueblo el que se hará con el poder. —La figura dibujó un amplio círculo con un brazo—. Los Ángeles de Antas aguardan ante las puertas de la ciudad.
—¿Y tú y tus Ángeles de Antas representáis al pueblo? —preguntó Marten con cierto sarcasmo—. El pueblo no tiene un único rostro. Tus Ángeles no son más que una astilla del árbol que componen todas las gentes del reino. ¿Qué me impide arrestarte y expulsar a tus secuaces lejos de las costas de la isla de Romander?
—El hecho de que en ambos casos fracasarías.
La figura hablaba con voz tranquila y mucha seguridad, pero no consiguió impresionar a Marten. Con anterioridad, había tenido la oportunidad de conocer a otras personas con un exceso de confianza en sus propias habilidades. Miró en derredor e hizo señas a algunos de los guardias que estaban en las proximidades. Éstos se acercaron con cautela. La figura avanzó rápidamente hacia Marten. Una mano larga y enjuta, cubierta por una red de venas de color púrpura, apretó con fuerza el brazo del capitán.
—Di a tus hombres que se mantengan alejados de mí —espetó la voz en tono estridente—. No creo que desees lamentar víctimas mortales tan pronto.
De repente, la figura emitió un resplandor amarillo. Por el brazo de Marten ascendió una sensación de calor, como de brasas encendidas. Alarmado, Marten intentó retroceder. La figura no aflojó un ápice; al contrario, siguió apretando el brazo de Marten aparentemente sin esfuerzo, como con una garra de acero. Los dedos se clavaron dolorosamente en la carne; aquel ser tenía una fuerza portentosa. El kapult se había inclinado hacia atrás como resultado del brusco movimiento. Por un momento, Marten vio un rostro: pómulos prominentes, una piel pálida y una inquietante mirada. Curiosamente, le pareció reconocer aquella mirada. Rebuscó entre sus recuerdos desesperadamente, pero no pudo encontrar lo que buscaba. Todavía no estaba seguro de si se trataba de un hombre o de una mujer. Entonces le parecía una mujer. Indicó a los guardias mediante gestos que guardaran la distancia.
—El pueblo —dijo entre dientes el visitante muy cerca de su oído— todavía no sabe lo que le conviene. Nunca lo sabe. Muy pronto las gentes se darán cuenta de que los Ángeles de Antas hablan el lenguaje de su propia pasión, de sus corazones. Se producirá un inevitable derramamiento de sangre. Muy pronto, muchos se unirán a nosotros.
La presión que ejercía aquella figura sobre el brazo seguía siendo dolorosa, pero Marten estaba decidido a no dejarse intimidar.
—Lo dudo. Y mientras eso no suceda, me niego a reconocerte como representante del pueblo —masculló a través de sus apretadas mandíbulas.
Intentó liberarse, pero la figura siguió aferrando su brazo todavía unos instantes, aparentemente sin demostrar ningún esfuerzo. Después, retiró la mano. Marten se restregó el brazo dolorido.
—¿Qué quieres realmente? ¿Quién eres? ¿Por qué tus compinches se hacen llamar los Ángeles de Antas, y por qué llevan máscaras rojas?
La figura profirió una carcajada ronca y con un rápido movimiento se quitó el kapult. Era una mujer. Llevaba una media melena negra con mechas canosas, la piel tenía la palidez de la muerte y estaba salpicada de manchas hepáticas, y su faz era cadavérica, de facciones hundidas y ojos febriles que dejaron a Marten petrificado. Marten sabía lo suficiente de magia para darse cuenta de que no podía ver todos los rasgos de su cara directamente, pero los enormes poderes que se intuían detrás de aquellos ojos hicieron que se estremeciera con un escalofrío. En cuanto a su edad, sólo podía intentar hacerse una idea.
—¿Qué es lo que quiero de ti? —dijo, sonriendo con suficiencia. Su voz cambió de tono; entonces era más grave, casi una voz masculina—. No me importa lo que hagas. No puedes detenernos. Lo único que está en tus manos es decidir la cantidad de sangre que correrá por las calles de la ciudad de Romander. Prepárate para la rendición o para morir. Te doy de plazo hasta la medianoche. Si no vemos arder ningún fuego en las escaleras de Valk Eander llegada la hora, atacaremos.
Dicho esto, dio media vuelta y se alejó. Las personas que se habían congregado alrededor de ellos se apartaron rápidamente para dejarla pasar. Marten la siguió con la mirada, pensativo. ¿Debía permitir que se fuera, así sin más, cuando resultaba evidente que era un líder peligroso?
—Apresadla —gritó movido por un impulso.
Cuatro o cinco guardias corrieron hacia ella. La mujer profirió un chillido estridente y se giró con la rapidez de un rayo. Movió una mano como si estuviera sembrando semillas y pronunció ente dientes unas cuantas palabras que parecieron congelar el aire. De la nada surgió un torbellino siseante que hizo retroceder a los guardias y demás presentes varios metros. Se oyeron gritos de pánico y maldiciones; los cuerpos chocaron brutalmente unos con otros, y después contra los muros y las columnas. De repente, todas las antorchas se apagaron. La única luz que seguía iluminando la escena provenía de la luna casi llena, que brillaba a través de las ventanas del corredor principal. Con un segundo movimiento de uno de sus brazos, todos se apartaron de su camino.
De pronto, la mujer se giró hacia Marten, uno de los pocos que seguían en pie. Le señaló con el dedo índice de su mano derecha, y unas chispas de color púrpura se abalanzaron sobre él. Se sintió como si hubiera sido golpeado con un tronco. Respirando con dificultad, retrocedió tropezando y casi cayó de espaldas, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie.
—¡Eso ha sido muy estúpido, capitán! —espetó la mujer mientras se envolvía en su toga y se cubría de nuevo con el kapult—. Un acto deshonroso del que te arrepentirás.
Hizo ademán de dar media vuelta, pero en el último momento cambió de idea.
—Y, capitán, en respuesta a tu pregunta, yo soy Antas.
Finalmente, le dio la espalda y desapareció sin hacer el menor ruido y con una agilidad inverosímil, como una sombra fugaz.
Marten la siguió con la mirada, con ojos taciturnos, hasta que su sombra se difuminó en la oscuridad del corredor en penumbra. Se hacía llamar Antas, pero era imposible que se tratase de aquel general de triste fama que había vivido hacía ya muchos siglos. Seguramente, había decidido adoptar ese nombre. Pero había algo en ella que le resultaba familiar.
Fuera como fuese, se dio cuenta de que no había modo de enfrentarse a aquella mujer. Se preguntó por qué le había perdonado la vida. Suponía que se habría dado cuenta de que él era el responsable de la defensa de la ciudad. Se había comportado como un estúpido. Debía haber imaginado que la mujer no se dejaría apresar.
Con gran enojo, tomó una antorcha de la pared. Su mente trabajaba febrilmente. Estaba sucediendo lo imposible: ¡la ciudad de Romander en estado de sitio! Si alguien hubiera vaticinado algo semejante tan sólo unos cuantos días atrás, le habría tomado por loco. La ciudad estaba siendo asediada, y Marten no estaba seguro de que pudieran resistir. La mujer era una hechicera poderosa y, teniendo en cuenta el breve intervalo transcurrido entre los primeros saqueos y la llegada de aquella flota bien organizada, debía tener también una gran capacidad de liderazgo.
—¡Que todos los guardias se reúnan frente al palacio! —gritó. Después se volvió hacia Hanno Eydants, que acababa de incorporarse—. ¿Dónde está Grend?
—Por lo que sé, él y Veder se encuentran en la sala de armas —respondió el consejero mientras se restregaba el brazo derecho con aspecto dolorido—. ¿Debo enviar a buscarle?
Marten asintió con la cabeza.
—Haz que traiga a sus voluntarios para que se reúnan con los demás frente a la entrada de palacio. Debemos congregar al máximo número de hombres posible antes del anochecer si queremos tener alguna posibilidad.
Eydants le lanzó una mirada alarmada.
—¿Crees que tenemos alguna posibilidad? Su superioridad parece evidente.
—La superioridad de nuestro enemigo es obvia, Hanno —replicó Marten en tono grave—. ¿En qué se basa el poder de la corte? La defensa del poder de la corte es responsabilidad de los capitanes y las tripulaciones de las galeras de un solo palo del desran, treinta en total. Indirectamente se basa también, de forma muy discreta aunque, por lo común, muy eficaz, en los reguladores, pero sobre todo en sus maestros. Su función consiste en infiltrarse furtivamente en los lugares más recónditos del reino y atajar las posibles hemorragias. El poder de la corte también está en manos de la guardia nayareen, constituida aproximadamente por quinientos de nosotros. Hasta hace muy pocos años, nuestras espadas eran simplemente un adorno. Gracias a Marakis, Grend, la princesa Quantiqa y sus seguidores, hemos empezado a forjar en secreto espadas de batalla y robustos escudos. ¿Quién podría imaginar semejante amenaza? El reino nunca ha necesitado un gran ejército; después de todo, no teníamos ningún enemigo. La última vez que la guardia tuvo que intervenir fue para defendernos de los piratas de las islas Corsario. Eso fue en el año 4123, así que ahora debemos confiar nuestras vidas a voluntarios sin ningún tipo de experiencia en combates a cuerpo. Tanto la corte como el pueblo han demostrado estar ciegos. Hemos fracasado al no saber leer las advertencias de la historia. Ahora deberemos pagar un precio por ello.
Hizo un gesto resuelto con un brazo.
—Ve ahora a buscar a Grend y Veder; de prisa. Los necesito.
Eydants habló con algunos miembros de la corte y, sin perder tiempo, les condujo hacia la sala de armas.
Marten envió algunos guardias a la ciudad para que reunieran a todos los hombres en edad de luchar. Él en persona congregó a todos los hombres y a algunas damas de la corte, y los condujo hasta las puertas de palacio, donde ya estaban reunidos los demás miembros de la guardia.