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Asayinda y el dulse

Discípulo de la vida: extrae tu sabiduría de las palabras; del pozo de la palabra hablada y la palabra escrita. En la primera está encerrado el corazón; en la otra, el alma se mezcla con la razón.

Y extrae tu sabiduría también de los actos de tus iguales. Observa, escucha y guarda silencio. Observa y determina qué acciones vienen dictaminadas por la avaricia, la lujuria y el ansia de poder. Elimina tales acciones, porque forman parte del lado oscuro de tu alma, en la que no habita la sabiduría. En las acciones restantes es donde se encuentra la sabiduría.

Extrae la sabiduría también de ti mismo.

¿Quién eres tú sino la suma de las personas que te rodean en combinación con el pequeño núcleo de tu propio ser?

WIRTER GYLF DE DEEMSTER,

«Valor y Naturaleza de la sabiduría»,

en Fragmentos de los escritos de Cuensins, capítulo 7, año 6108

Mientras Uchate celebraba para los Solitarios un breviario tardío, tal como le había sido ordenado, Asayinda se apresuraba por los pasadizos abandonados de Yle em Arlivux. Sus pasos resonaban con el eco de las altas galerías. Tenía un claro objetivo: la biblioteca de la sacristía. «Todo el conocimiento está a nuestro alrededor, todas las palabras sabias se encuentran aquí», oyó decir al dulse en su mente. Precisamente eran conocimientos y sabiduría lo que necesitaba. Puesto que acababa de comunicar a los Solitarios que el despertar del Señor de las Profundidades estaba próximo, su intención era buscar toda la información posible sobre ese tema. Tenía la intuición de que podía hacerlo, pero todavía no sabía cómo exactamente. Desde la desaparición del dulse, su voz interior, la fuente de su conocimiento, guardaba silencio, así que necesitaba encontrar otro método.

Entró en la sacristía y leyó los títulos de los libros que descansaban en una estantería a la altura de sus ojos. Alargó una mano para examinar un libro bastante delgado, que en absoluto llamaba la atención entre todos los gruesos tomos, manuscritos, pliegos, pergaminos y escrituras. Formaba parte de una colección de doce títulos. Tomó el libro, cuyas cubiertas eran de color marrón oscuro, y posó sus dedos sobre su cierre dorado.

Viaje a través de la historia de la magia en Romander, tomo ocho: «La magia del agua», de Harp de R'Kaerge —susurró.

Lo depositó sobre la mesa de la sacristía como si se tratara de un frágil objeto hecho de la más fina porcelana. Después volvió a examinar la estantería. Extrajo un pequeño volumen que había entre dos copias de las Nueve Mil Palabras y lo colocó justo encima del libro que versaba sobre la magia del agua. En la cubierta podía leerse su título: Las Notas Secretas y el Apodicto Secreto, en una anticuada caligrafía con florituras. Regresó a la estantería de nuevo. Sus dedos acariciaron los lomos de los libros, hasta que su mano quedó inmóvil. En medio de dos libros que trataban sobre una clase de magia antigua, prohibida y desconocida, había un lugar vacío. Alzó las cejas con asombro. El día anterior, el libro que buscaba todavía había ocupado ese lugar. Se preguntó quién tenía acceso a la sacristía. Aparte de ella y el dulse, únicamente Uchate y Brevander podían entrar en ella. ¿Acaso Uchate se había llevado el libro?

Sintió una presencia dentro de su mente.

Asayinda.

Aquella voz familiar y espectral hablaba en el lenguaje de la mente: ¡era el dulse! La alegría, acompañada de cierta preocupación, rizaron las aguas tranquilas de su alma.

Dulse, ¿dónde estás?

Muy cerca, Asayinda, pero nadie debe saberlo. En las próximas horas, tal vez días, me conviene observar las acciones de ciertas personas desde la distancia. ¿Estabas buscando un libro?

Un libro sobre el Poder. Creo que

Lo sé. El Poder podría hacer que este No Mago sea diferente, y que actúe de forma distinta a sus predecesores.

Los pensamientos de Asayinda dejaron escapar un atisbo de tristeza.

¡Ah, Lethe! Deberías saber

Lo sé. —La respuesta del dulse sonó casi huraña en su mente—. Por supuesto, sé que ya se ha unido al Señor de las Profundidades. Yo estaba allí cuando sucedió, en los abismos. Después de todo, yo también soy un jugador.

Este comentario provocó un rotundo silencio en la mente de Asayinda. Sintió cómo todas sus capacidades se ponían en guardia. Sabía que no era el momento de hacer más preguntas, así que no dijo nada más.

Un prolongado y profundo suspiro atravesó susurrando su mente.

En tu silencio planea la pregunta que ahora responderé. Sí, se puede decir que soy un jugador. Por lo menos, soy uno de los miembros del Pacto de los Diez.

De nuevo, un suspiro.

Soy uno de los jugadores, pero no me siento orgulloso de ello. Algunos jugadores han hecho mucho daño a Romander. Sin embargo, decidí unirme a ellos cuando se presentó la oportunidad. Es la única manera de llevar a cabo lo que debemos hacer.

Silencio.

Me llevaría demasiado tiempo explicarte todos los detalles que, por otro lado, en realidad, no tienen demasiada importancia en las circunstancias que rodean a la magia incolora. Basta con decir que, aunque mi vida tal vez no sea eterna, he vivido durante mucho tiempo. Pero ahora debemos centrarnos en dos asuntos: en primer lugar, la invocación del Señor de las Profundidades.

Acabo de anunciarla en la Sala de los Arcos. Sucederá la semana próxima.

Bien. Veo que has interpretado correctamente las señales. Eso significa, no obstante, que debes hacer muchos preparativos. Yo te ayudaré, y seguramente mi colaboración te sorprenderá, señora mía. El segundo asunto importante es el hecho de que, en algún nivel de la jerarquía de sacerdotes, alguien está conspirando con el enemigo.

Asayinda asintió para sí misma.

Yo también tengo mis sospechas. Y creo que sé de quién se trata.

Bien, entonces preparémonos para la invocación.

¿No quieres saber de quién sospecho? —preguntó Asayinda con tono de asombro.

Desde tu llegada, he vuelto a actuar principalmente como jugador. Mi función no consiste en descubrir quién está en contra de los Solitarios ni tampoco en tomar las medidas necesarias. Sigue a tu corazón, pero permite que tus actos arraiguen en el conocimiento que has acumulado en las últimas semanas. Después de todo, eso es lo que has venido haciendo hasta ahora.

Tras un breve silencio, preguntó:

Hay algo más en relación con el traidor; ¿conoces la profecía?

¿La profecía? ¿Qué profecía?

Bueno, dejémoslo así —susurró el dulse.

Aquellas palabras no atenuaron su asombro, pero Asayinda no preguntó nada más.

Coge tus libros y dirígete al pequeño refectorio que hay al lado de la Sala de las Vísperas. Hablaremos allí.

Asayinda se apresuró hacia el pequeño refectorio. La puerta estaba entreabierta, tan sólo una rendija. Dentro esperaba el dulse, que cerró la puerta tras Asayinda. La estancia recibía el nombre de «pequeño refectorio», aunque estaba repleta de largas mesas y de bancos, con cabida para como mínimo dos mil Solitarios.

—El lenguaje de la mente me agota, aunque se trate de una breve conversación —dijo el dulse tras un caluroso abrazo. Se sentó de medio lado sobre el borde la mesa y, sin previo aviso, cambió de tema—. El cuerpo del Señor de las Profundidades es, por lo que sé, de mayor tamaño que la pila de la Sala de los Arcos.

Parecía un simple comentario, sin el misticismo de la fe de la que ambos eran líderes. Asayinda puso los libros sobre la mesa y le observó, atónita.

—Pero eso… Cómo…

Se interrumpió a sí misma, confundida.

—Con todo, lo que debe suceder, sucederá —susurró el dulse—. Puedo imaginarme cómo, pero creo que es mejor que no lo sepas con anterioridad.

Acto seguido, se puso en pie, con la mirada perdida en algún punto distante por encima de la cabeza de Asayinda.

—¿Conoces la historia de Yle em Arlivux?

—De hecho, no —reconoció Asayinda—. No he tenido la oportunidad de investigar acerca de ella.

El dulse tomó asiento, se inclinó hacia adelante y sacudió el polvo y la arena que se habían acumulado en el dobladillo de su toga.

—Hace mucho tiempo, había dos catedrales, muy cerca una de otra. Los Solitarios, que entonces no recibían ese nombre, estaban divididos en aquella época, y cada una de las facciones hacía su propia interpretación de las Nueve Mil Palabras. Una de ellas, los nostálgicos, se aferraba a los antiguos ritos y a la liturgia existente, haciendo honor a su nombre. Afirmaban que tenían en su poder manuscritos de Deiar, el primer dulse, que ratificaban sus creencias. Pero nadie estaba autorizado a verlos porque, según decían, aquellos manuscritos habían sido concebidos únicamente para los ojos de los creyentes. La otra facción, los progresistas, no daban tanta importancia a las desviaciones en la liturgia. Por oposición a los nostálgicos, afirmaban que lo principal era experimentar la fe con el corazón y el alma, y que había muchas maneras posibles de conseguirlo. Celebraban sus servicios en la catedral de Yle, que en la actualidad constituye el ala sur de la catedral actual. Los nostálgicos consideraban Arlivux como su hogar. Casi llegaron a producirse enfrentamientos abiertos entre las dos doctrinas religiosas.

—¿Enfrentamientos? Pero eso es imposible, ¿no es cierto? ¿Una guerra entre Solitarios?

—Afortunadamente, las hostilidades nunca llegaron hasta ese punto. Al final, en el año 6398, los Solitarios decidieron, a instancias del dulse Feiral de Tarfandel, dejar a un lado sus diferencias y profesar su fe de forma conjunta. Como una manifestación física de aquel compromiso, conectaron ambas catedrales y coronaron el conjunto resultante con las diez torres.

El dulse arrugó la nariz.

—Resulta curioso que nadie sepa por qué se las llama así —añadió.

—Las diez torres —repitió Asayinda, meditabunda—. ¿Podría tener algo que ver con…?

De pronto, el dulse alzó el rostro e hizo un gesto a Asayinda para que guardara silencio.

—¡Vamos! —dijo en un susurro fugaz, mientras con unas cuantas zancadas salvaba la distancia hasta una pequeña puerta próxima a la chimenea—. Nadie debe saber todavía que he vuelto.

Asayinda desconectó su mente de lo que Aernold le había contado. Sospechaba que se trataba de una historia que escondía un significado tras otro. Oyó ruidos tras la puerta por la que había entrado en el pequeño refectorio. Tomó los libros de la mesa y salió de la estancia siguiendo al dulse. Al cerrar la pequeña puerta, oyó el chirrido de la otra al abrirse.

Se encontraban en un amplio pasillo que conectaba las estancias del dulse con el pequeño y el gran refectorio. Las paredes, cubiertas con tapices raídos, se elevaban hasta el alto techo, difuminado entre las llamas oscilantes de las antorchas que pendían de las paredes, empapadas en aceite de carrizo. Olía a frío y humedad. Asayinda nunca había estado allí.

—No podemos ir a mis dependencias —susurró el dulse—. Están vigiladas.

A Asayinda aquel comentario se le antojó sorprendente.

El dulse abría la marcha. Dio un rodeo para no pasar por sus habitaciones a través de largos pasadizos iluminados por antorchas y descendió por escaleras de mangiet negro. Al principio, los muros todavía presentaban tapices, pero a medida que descendían hacia las entrañas de Yle em Arlivux, las paredes mostraron su gris desnudez, salpicada por extraños y angulosos motivos. El olor a tierra y humedad cada vez era más penetrante. En un momento dado, el dulse se adentró en un túnel lateral y se detuvo ante un panel de madera de kanter, que presentaba la misma altura que él y que estaba rodeado por un marco de oro ingeniosamente decorado, incrustado en la roca desnuda. Representaba una escena de caza. Sobre él había una antorcha en un soporte de hierro colado. Aernold la cogió. Separó los labios unas cuantas veces y con un suspiro prendió una llama. A continuación, el dulse se apoyó en la abrazadera que sujetaba el soporte de la antorcha a la pared. El panel se desplazó y dejó a la vista un pasadizo revestido de baldosas negras.

—Nos encontramos a bastante profundidad de Yle em Arlivux, pero este corredor lleva a un sótano que está muy por debajo de la Sala de los Arcos —dijo el dulse mientras se agachaban para introducirse en el sinuoso pasadizo—. Los Nibuüm nos esperan allí.

Asayinda frunció el ceño, pero siguió al dulse sin decir nada. Atravesaron un laberinto de túneles empinados y serpenteantes, galerías laterales de poca altura, nichos vacíos y estancias de muros redondeados en las que morían otros túneles. El dulse pasaba de un túnel a otro con rapidez y decisión, y se adentraba cada vez más en el corazón de la tierra. Asayinda tuvo dificultades para seguir la estela luminosa de la antorcha.

Silencio —susurró el dulse en el lenguaje de la mente justo cuando ella se disponía a hablar—. Intenta permanecer tan cerca de mí como te sea posible.

Ya no le sorprendía el hecho de que el dulse supiera cuándo estaba a punto de hablar. Calculó que ya debían encontrarse bajo la Sala de los Arcos, pero el dulse volvió a agacharse para entrar en otro pasadizo.

Estoy dando un rodeo. Percibo una presencia en el túnel principal que conduce directamente a los sótanos. No es extraño, puesto que hay espíritus aquí más viejos que la mayoría de los miembros del Pacto de los Diez. Sé de algunas espadas que empezarían a cantar y emitir un resplandor azulado. Digamos que la espada que llevo dentro me advierte de que la presencia no nos mira con buenos ojos.

Con un gesto involuntario, palpó su toga a la altura de la cadera derecha.

Descendieron aún más y penetraron en otros túneles excavados en la sólida roca negra, cuyas paredes estaban húmedas y cubiertas de musgo amarillento, y en los que el silencio estaba poblado por miles de ojos. En varias ocasiones, Asayinda sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. De pronto, sintieron una fuerte corriente de aire, que recorrió los túneles como una ráfaga de viento invernal. Les pareció oír una voz susurrando una palabra. La llama de la antorcha quedó reducida a su mínima expresión. Aernold masculló algo, y la llama volvió a avivarse. El dulse se desvió bruscamente por un pasaje lateral.

—¡De prisa! —siseó.

Asayinda se apresuró a seguirle. Avanzaron a través de varios pasajes y túneles secundarios que apenas permitían el paso de un hombre. Asayinda se dio cuenta de que volvían a ascender gradualmente. Llegaron a un corredor cubierto de azulejos negros, que no presentaba bifurcaciones.

Finalmente, accedieron al sótano a través de una angosta abertura lateral. La luz de la antorcha parpadeó cuando el dulse atisbo al otro lado. Al comprobar la presencia de tres Nibuüm, el dulse entró en la estancia avanzando sobre los relucientes adoquines negros, con gran alivio. Les saludó con un gesto breve y después se dio la vuelta, lentamente, casi a regañadientes.

—Asayinda, debemos partir.

Aturdida, avanzó la barbilla.

—¿Partir? ¿Adónde? ¿Por qué? —preguntó con voz estridente.

—Seguiremos el Sendero del Pilar, señora —respondió el dulse en un susurro—, tal como está escrito en el Apodicto Secreto.

Asayinda echó un vistazo al libro que llevaba consigo desde que había salido del refectorio y leyó su título: Las Notas Secretas y el Apodicto Secreto.

—Todavía no lo he leído —farfulló, más para sí misma que para el dulse—. No sabía…

No acabó la frase; tenía la mirada perdida en la distancia.

—¿Acaso no debo dirigir los ritos de la invocación? El Sendero del Pilar, ¿es ése el camino que debo tomar?

El dulse permaneció inmóvil. Los Nibuüm retrocedieron un poco, como si quisieran dejarle más espacio a Asayinda para que pudiera extraer sus propias conclusiones.

Entonces, comprendió. Los ojos parecían querer salírsele de las órbitas y tanteó en busca de algún punto de apoyo. El dulse dio un salto hacia adelante y asió su mano.

—Entonces… —dijo jadeando, mareada.

Le asaltaron fragmentos de un sueño antiguo, de una noche terrorífica. Una oleada de pánico recorrió su cuerpo. De repente, volvía a ser la hija de Morek, Gyndwaene, la pastora insegura y asustada de Dal Rynzel, en la isla oriental de las Espejo.

El dulse hizo un gesto con el brazo para indicarle que guardara silencio.

—Lee el Apodicto Secreto, señora. Dispones de mucho tiempo. Tu equipaje ya se encuentra a bordo del barco. Zarparemos en una hora. Vamos.

Asayinda le siguió sin oponer resistencia, con la mirada fija al frente. De repente, todas las piezas encajaban. Así debía haberse sentido Lethe durante sus últimos minutos en Welden Taylerch, cuando de pronto se dio cuenta del destino que le aguardaba. Pero ella contaba con unos cuantos días para hacerse a la idea, aunque no estaba segura de que fuera algo positivo. Le asaltaron pensamientos sombríos. ¿Por qué tenía que hacer aquello? ¿Por qué, en nombre del Creador, había nacido marcada por su destino?

Una agradable sorpresa la esperaba cuando embarcaron en el Solitario de Arlivux en medio de una fuerte ventisca. En su camarote la aguardaba una figura encorvada cubierta por un manto marrón oscuro de piel de zorro.

—¡Galle! —exclamó Asayinda—. ¿Te embarcas con nosotros?

El Profeta sonrió y asintió con la cabeza.

—Mucho más que eso, señora —respondió, de forma enigmática—. Mucho más.