28
Los estrechos de la meseta de Halder

La ciudad de Romander se asienta en parte sobre la llanura de Yndak, que al norte limita como un podio infranqueable con las formaciones rocosas situadas en el extremo sur de las colinas del Arvon. Desde el norte, se accede a la llanura por el camino que atraviesa el Arvon, que conduce a una única entrada de la ciudad a través de los estrechos de la meseta de Halder.

LADY ERYN FAÏDA,

Atlas del reino en imágenes y palabras

Había dejado de nevar. El aire gélido era tan nítido que ofrecía varios kilómetros de visibilidad. No había un alma en la llanura de Yndak; casi todos los habitantes de Romander se habían dirigido al puerto y a los muelles. Al llegar al final de la carretera adoquinada a través de la llanura y desviarse hacia la pista de arena que descendía hacia el Arvon, Grend vio una larga hilera de figuras que avanzaban lentamente por las estribaciones del Arvon hacia la ciudad de Romander. Incluso desde aquella distancia podían verse las inquietantes máscaras rojas.

—¿Es cierto lo que veo? —se dijo a sí mismo, refunfuñando—. ¡Debemos apresurarnos! —exclamó por encima del hombro, mientras espoleaba a su yegua zaina para que ésta acelerase el ritmo al trote, seguido por Veder y los guardias.

Poco después, el camino descendía bruscamente, lo cual les impedía seguir observando a los agresores. Y así sería hasta que alcanzasen los estrechos. Veder llegó hasta donde estaba Grend.

—¿Crees que nos han visto? —dijo.

—Espero que no —respondió Grend—. Si podemos sorprenderlos en los estrechos, conseguiríamos eliminar a diez o veinte de ellos.

—Son muchos —le recordó Veder—. Demasiados.

Grend no respondió. Se había alarmado al ver aquella hilera interminable. Eran mucho más numerosos de lo que había imaginado. Habían llegado justo a tiempo, y se preguntaba cuánto tiempo serían capaces de resistir. Le pareció que Veder podía leerle la mente.

—Sin ayuda, aguantaremos como mucho un día —comentó el hombre de gran estatura. A continuación, susurró unas palabras al oído de su caballo, y éste brincó hacia adelante.

Grend intentó alcanzar a Veder. Finalmente, lo consiguió, no sin grandes esfuerzos. Los guardias habían quedado rezagados.

—¡Artimañas y ayuda! —exclamó Grend por encima del ruido de los cascos de sus monturas.

—¿Cómo? —preguntó Veder—. ¿Qué quieres decir?

—Únicamente el uso de ciertas artimañas y la llegada de ayuda inesperada pueden salvarnos. Debemos prepararnos para morir.

Veder le miró de reojo, atónito.

—Nunca creí que pudieras caer presa de la desesperación.

—No se trata de desesperación, Veder; es realismo.

Llegaron a los estrechos, un pasaje de unos diez metros de longitud integrado en una escarpada cadena montañosa de otro modo infranqueable. En el punto más angosto, el pasaje no tenía más de dos metros de ancho. A ambos lados, se erigían paredes verticales de roca de más de quince metros de altura. Era el único acceso a la ciudad desde el norte. Los primeros hombres de los Ángeles de Antas ya habían iniciado la ascensión hacia los estrechos.

Grend miró en derredor. Sus ojos se posaron en un montón de rocas y piedras situado justo a la salida de los estrechos. Se volvió hacia los guardias.

—Nuestra primera artimaña —dijo con una mueca.

Desmontó e hizo una señal a los guardias para que le imitasen. Dos de ellos guiaron a los caballos hacia el exterior de los estrechos. Grend dio órdenes a los hombres para que empezaran a hacer rodar rocas de gran tamaño hacia la entrada de los estrechos. Muy pronto la entrada quedó bloqueada por las rocas amontonadas, y entonces sólo presentaba una exigua abertura.

Después, los guardias recogieron rápidamente piedras más pequeñas, que apilaron en orden a ambos lados del corredor.

Los primeros Ángeles de Antas se encontraban a tan sólo doscientos metros de los estrechos.

—Esperad mi señal —dijo Grend.

Con mucha cautela, miró hacia abajo y esperó hasta que los hombres de Antas que iban en cabeza se encontraran a unos veinte metros del angosto paso. El camino ya era bastante estrecho, y estaba flanqueado por paredes rocosas a ambos lados. Le llamó la atención la mirada vacía que pudo apreciar detrás de las máscaras de los hombres que se adentraban en los estrechos en estricta formación. «No tienen ningún líder», pensó, sorprendido.

—¡Ahora! —exclamó.

Veder y ocho de los guardias más robustos empujaron las rocas por el corredor. Éstas empezaron a rodar cuesta abajo lentamente, pero poco a poco fueron ganando velocidad y se precipitaron con gran estruendo sobre los Ángeles de Antas. Cuando se dieron cuenta del peligro, era demasiado tarde. La primera línea fue alcanzada por una carga frontal de rocas que derribó a los veinticinco hombres que, como mínimo, la formaban. Corrió la sangre; sin apenas hacer ruido, las primeras bajas y los primeros heridos se desplomaron en el suelo.

Diez guardias bajaron corriendo por los estrechos con los arcos listos y comenzaron a lanzar flechar a los hombres situados tras la primera línea. De ese modo, derribaron a siete Ángeles más, que cayeron al suelo sin el menor ruido. Para cuando los arqueros de Antas se situaron en un punto con buena visibilidad para iniciar un contraataque, los guardias ya se habían retirado.

—Hemos eliminado a unos quince hombres —retumbó Veder, satisfecho—. El primer asalto es la mitad de la batalla.

Grend, junto a unos diez guardias más, se retiró hacia las paredes que había más allá de los estrechos, para dejar sitio a los arqueros, que empezaron a disparar hacia los hombres de Antas, que seguían subiendo la cuesta penosamente. La mayoría de las flechas dieron en el blanco. Otros diez o quince hombres fueron eliminados, pero los Ángeles que los seguían continuaron ascendiendo obstinadamente, sin demostrar ninguna emoción.

—Ni siquiera gritan de dolor —farfulló Veder, que esperaba relajado, espada en mano, hasta que llegase el momento del combate cuerpo a cuerpo—. Me parece que hay un potente encantamiento detrás de todo esto.

—Yo también lo creo —dijo Grend—, pero la mujer no está aquí.

Oyeron una voz masculina gritando órdenes desde la retaguardia. Los hombres seguían subiendo, uno junto a otro, en una hilera continua, y mucho más de prisa. Nuevamente, los arqueros derribaron como mínimo a diez Ángeles, pero no pudieron impedir que otros tantos llegaran a los estrechos. Grend y sus guardias se plantaron ante ellos de un salto y consiguieron sorprenderlos. Pero también sufrieron una baja: uno de los guardias se abalanzó contra uno de los agresores que blandía una espada y murió. Otros dos presentaban heridas en un brazo y en la cadera. Grend vislumbró fugazmente el conjunto de las tropas invasoras. Cientos de máscaras rojas avanzaban con ojos vidriosos. Se volvió hacia sus hombres.

—¡Volved a la misma posición! —gritó.

Los arqueros lanzaron una nueva lluvia de flechas a través de los estrechos, y de nuevo se produjeron algunas bajas entre los Ángeles de Antas. Pero la hilera interminable de enemigos seguía ascendiendo, con los ojos fijos en los estrechos, por encima del amasijo cada vez mayor de sangre y cuerpos, para penetrar en el angosto paso. El combate era desalentador. Veder se abalanzó hacia el interior de los estrechos para luchar. En muy poco tiempo, había atravesado a cinco hombres con su sable de hoja corta. Haciendo alarde de un valor heroico, y a costa de la pérdida de otros catorce hombres, los guardias consiguieron mantener bajo control los estrechos. Al anochecer, cesaron los combates. Los Ángeles se retiraron unos cien metros. Grend temía la oscuridad y las posibles estrategias secretas de ataque de los Ángeles, pero durante toda la noche no hubo ningún percance. Todo estaba en silencio. Ni siquiera se oían los ruidos propios de los animales nocturnos. Grend tenía miedo de que le venciera el sueño, pero Veder y la mayoría de los guardias aprovecharon la ocasión para descansar.

Al despuntar el alba, los Ángeles reanudaron su ofensiva con idéntica obstinación. En cuestión de una hora, los estrechos aparecieron cubiertos de cuerpos. Pero también se produjeron bajas entre los guardias. Ya apenas había espacio para los arqueros. Los agresores apretaron el paso. Superaban grandemente en número a los guardias, y cada vez llegaban más. Mientras Grend intentaba ayudar a uno de los guardias, que había quedado acorralado en un rincón, recibió una estocada en un brazo. Su rostro se retorció de dolor, y tuvo que retirarse mientras Veder hendía el cráneo del hombre que le había herido. Veder propinó un golpe tan fuerte a uno de los agresores que ambos pudieron oír el chasquido de su esternón al quebrarse. El hombre cayó al suelo, sin vida. Veder consiguió salvar al guardia de su delicada situación.

De la herida de Grend manaba la sangre a borbotones. Clavó la punta de su espada en una fisura entre las rocas, se apoyó en la pared y desgarró la manga de su túnica. Como buenamente pudo, se vendó la herida, utilizando la mano libre y los dientes. Por suerte, no era el brazo con el que empuñaba la espada. Veder hizo aparición tras él, todavía jadeando y sudoroso, pero aparentemente ileso. Observó la herida con aire de preocupación y ayudó a Grend a vendarla.

—¿Estás bien?

—El brazo que maneja mi espada sí lo está —rezongó Grend. Apretando los ojos cerrados, se tragó el dolor e intentó vencer la sensación de mareo.

—Pero el brazo que sirve para equilibrarte no lo está —dijo Veder, decididamente—. En esas condiciones no tardarás demasiado en alojar una de las espadas enemigas entre tus costillas. Un Grend muerto no nos será de ninguna utilidad. Quédate aquí. Te llamaré sólo cuando necesite tu ayuda desesperadamente.

Dicho esto, regresó con rapidez a los estrechos, a los que se aproximaba una nueva horda de Ángeles silenciosos. Mientras corría entre los demás guardias, gritó por encima del hombro:

—Ve pensando en una nueva estrategia, Grend. No creo que podamos resistir mucho más tiempo.

Grend asintió con la cabeza mientras en su cara se dibujaba una mueca de dolor.

—Sí, o tal vez debería pensar en la manera de salir de aquí lo más pronto posible —murmuró, frunciendo el ceño con aspecto sombrío.

Intentó incorporarse. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba exhausto.

Se produjeron más bajas entre los guardias. Los primeros hombres de Antas se abrieron camino a través de los estrechos con rígidas pero destructivas estocadas de las espadas. Los hombres que formaban la retaguardia, por el momento, consiguieron rechazarlos. Los cuerpos de los enemigos seguían amontonándose justo a la entrada de los estrechos, cada vez en mayor número. Pero la cantidad de agresores que desfilaban sobre el montón de cadáveres hacia los guardias también parecía ir en aumento. Los guardias se vieron obligados a apartar los cuerpos de los compañeros caídos del campo de batalla. No sólo por compasión, sino también porque, de ese modo, dispondrían de más espacio para maniobrar.

Grend tuvo una idea.

—¡Veder! —gritó.

Pero éste no pudo oírle. Grend asió por la manga a un guardia, que llevaba la cabeza vendada.

—Ve a buscar a Veder, o no, mejor no. —Sacudió la cabeza como desechando la idea—. Reúne a treinta hombres e intentad arrastrar todos los cuerpos de los guerreros de Antas que os sea posible. No me importa cómo; si es necesario, utilizad los caballos, pero hacedlo.

El guardia dio media vuelta y se apresuró a llevar a cabo la orden. Poco después, treinta guardias se abrieron camino hasta el montón de cadáveres, luchando, despedazando, perforando, y dejando tras de sí un reguero de sangre. Siete guardias murieron en el intento, pero con el coraje de aquellos que son conscientes del valor de sus vidas, los demás llevaron a buen término la orden. Quince guardias atacaron ferozmente a los hombres de Antas, que seguían avanzando. Los otros ocho arrastraron los cadáveres a los estrechos, donde quedaron apilados en una barricada de carne y rocas. Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, Veder tomó la iniciativa y se unió a los quince guardias. Grend ayudaba a amontonar los cuerpos con su mano libre. Cuando sólo quedaba una abertura del tamaño de un hombre adulto, Grend ordenó regresar a los quince guardias y a Veder. Los Ángeles no habían previsto la maniobra, así que los dieciséis consiguieron salvarse sin demasiados problemas. Veder fue el último en saltar a través de la abertura, perseguido por tres hombres de Antas. Los guardias se apuraron a cerrar los estrechos con un dique hecho de bloques y cuerpos sin vida.

Se imaginaban que los enemigos gritarían, enfurecidos, especialmente aquellos tres últimos hombres, pero ni siquiera entonces pudieron oír ruido alguno al otro lado de la barricada. Al menos, habían ganado un poco de tiempo para atender a los heridos y reagruparse. Veder hizo jirones una de las mangas del jubón y los utilizó para vendar de nuevo la herida de Grend.

—Los Ángeles no son más que títeres —retumbó la voz de Grend. Apretó los dientes para ahuyentar el dolor—. Resulta evidente, puesto que cuando pierden sus máscaras, pierden también, como mínimo, la mitad de su fuerza.

Ahogó un grito cuando Veder arrancó las tiras de la túnica de Grend de la herida sin demasiados miramientos.

—Por lo menos, cuentan con un líder; ése al que antes oímos gritar algunas órdenes —dijo Veder—. Eso significa que no tendremos que esperar mucho antes de que contraataquen.

Grend se mordió el labio inferior.

—Espero que eso no sea un indicio de la inminente intervención de la mujer —dijo mientras hacía señas a los guardias. Su ojos no podían disimular el agotamiento que sentía—. Acabaría con nosotros de un plumazo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer sino esperar? —dijo Veder con voz lúgubre.

El silencio se reafirmó al otro lado de los estrechos. El cielo se oscureció demasiado temprano en el noroeste. El fuerte retumbar de un trueno hizo temblar la tierra. Un segundo más tarde, oyeron un furioso gruñido.

—¿La mujer? —Grend se encogió involuntariamente.

Se oyó el grito de un águila en la distancia.

—Auc, auc.

Pero sólo Grend parecía haberle prestado atención.

—¿Ayuda? —murmuró. Escrutó el cielo, pero no pudo ver el ave.

Nuevamente, la tierra tembló de tal forma que la causa no podía deberse a un ser humano normal. La barricada de cadáveres se tambaleó. Algunos guardias se precipitaron de un salto hacia adelante para evitar que el montón se desmoronase, pero un tercer rugido ensordecedor los enterró bajo el muro de cuerpos que se vino abajo. Un ave sobrevoló los estrechos y aterrizó encima de los cuerpos; la maniobra levantó remolinos de polvo que, poco a poco, volvió a posarse sobre el suelo rocoso. Una figura ataviada con una toga negra se hizo visible. El peor de los temores de Grend se había hecho realidad: ¡era la mujer! Dos ojos amarillentos, de mirada lasciva y colérica, se posaron sobre él. Veder hizo señas a los guardias más cercanos, pero la mujer los inmovilizó con un rápido gesto de su brazo.

Grend se percató de que él tampoco podía moverse. Pero desde la posición en que se encontraba fue el único que pudo ver una gran ave de color gris planeando silenciosamente; aprovechaba las corrientes térmicas procedentes del sureste. ¡El águila! ¿Acaso era posible que viniera a ayudarlos en el último momento?

La mujer bajó de un salto del montón de cuerpos y se situó frente a él.

—Me has hecho perder mucho tiempo, muchacho —dijo entre dientes y con ojos encendidos—. Un tiempo precioso, que hubiera deseado dedicar a asuntos más importantes. Pero eso se acabó.

Señaló los cuerpos que se amontonaban tras ella. Su voz era entonces más grave, casi masculina.

—Todavía hay sitio para unos cuantos cuerpos más.

Extendió un brazo y abrió la boca. Una sombra se deslizó sobre los guardias. De pronto, el eco de un prolongado y desgarrador chillido resonó por toda la llanura de Yndak. El ave gris agredió a la mujer. Se alzó una polvareda y salieron plumas despedidas por todas partes. La mujer profirió un grito estridente, que quedó interrumpido de manera brusca cuando unas garras como puñales la decapitaron de un solo golpe. Su cabeza, con una expresión de asombro en sus ojos —lo que hacía creer que seguía con vida—, aterrizó con un nauseabundo crujido sobre el pedregoso suelo y siguió rodando por el camino, en dirección a Yndak. El cuerpo se tambaleó todavía unos instantes, para después desplomarse lentamente.

Algunos de los Ángeles de Antas que habían empezado a escalar el montón de cuerpos tras ella gimieron y también se desmoronaron. Los demás se retiraron con ojos vidriosos.

Inmediatamente oyeron los sonidos característicos de una retirada caótica. Los guardias, Grend y Veder podían moverse de nuevo. El ave ascendió al cielo y dibujó un semicírculo antes de aterrizar cerca de Grend y Veder. El animal cambió de forma, levantando una gran polvareda.

Grend ya había visto antes a aquella figura vestida con una toga gris, mientras servía en el palacio de Kryst Valaere.

—¡Berre! —gritó con voz ronca—. ¡El alto myster Berre es nuestro salvador!

Avanzó hacia el alto myster y le rodeó con el brazo sano. Los ojos de Berre centelleaban. Sonrió y le dio unas palmaditas a Grend en la espalda.

—No sabes lo contento que estoy por haber llegado a tiempo. Y cuanto me satisface haber eliminado a esa mujer. Creo que sé quién es. Sus poderes son…, eran inimaginables. Afortunadamente, he tenido la ocasión de atacarla por sorpresa.

Dijo eso como si él mismo todavía no pudiera creer lo sucedido. Con una sonrisa, saludó a Veder, y a los guardias, con un gesto de cabeza.

—La campaña para tomar la ciudad de Romander ha quedado abortada; en gran parte, gracias a vuestras acciones. Regresaré allí con vosotros, pero antes…

Berre avanzó hacia el cuerpo decapitado de la mujer, aparentemente en busca de alguna seña de identidad. Grend sintió náuseas cuando le pareció ver que el cuerpo de la mujer todavía se estremecía. Berre se detuvo y tocó la toga negra. Una espada amarilla, forjada de luz pura, se alzó siseando, y en un abrir y cerrar de ojos, el alto myster se vio envuelto en llamas. La hoja de la espada se hundió, produciendo un sonido de ventosa, en el cuerpo de Berre, lo atravesó y asomó por la espalda. Grend pudo ver la expresión de más absoluta sorpresa en el rostro de Berre a través de las llamas, que entonces se alzaban dos metros por encima del suelo. A continuación, los ojos del mago se tornaron vidriosos, y su cuerpo se desplomó sobre el torso de la mujer. La espada de luz desapareció. De ambos cuerpos se desprendieron finas espirales de humo gris, que se alejaron flotando para ascender al cielo sin deshacerse. A Grend le pareció oír una carcajada a lo lejos. Finalmente, el humo se esfumó en lo alto, y en el lugar de los hechos, se hizo un tremendo silencio, que denotaba el total desconcierto de los presentes.

Veder fue el primero en moverse. Se precipitó hacia el cuerpo del alto myster y lo examinó detenidamente, aunque evitó rozar el cuerpo de la mujer.

—Berre está muerto —dijo—. ¿Cómo es posible?

—¿Oísteis la carcajada? —preguntó Grend.

Los demás guardias asintieron con la cabeza.

—¿Podría significar que de algún modo todavía está viva? —añadió Grend con cierta incredulidad.

Veder se encogió de hombros.

—En ese caso, la magia de la que hemos sido testigos es de naturaleza distinta y muy especial. La mujer utilizó su propio cuerpo como un arma letal. No sabemos si sigue viva, pero muy pronto saldremos de dudas. Debemos enviar un mensaje a Marten.

Cuando la paloma alzó el vuelo, Grend condujo a los guardias hacia la otra batalla que se estaba librando en la ciudad de Romander. Buscó con la mirada la cabeza de la mujer, pero no pudo encontrarla. Eso confirmó sus sospechas.

Veder permanecería allí, en compañía de algunos guardias, para mantener la vigilancia en los estrechos.