22
Kahest
Tierra de penumbra, tu luz es sutil,
tus colores singulares, pálidos tus abismos.
La necesidad me obliga a beber el vino de un trago,
intentando escapar de la aurora.
LADY DREA DE LON,
Cuatro poemas epistolares en lugares secretos del reino
Todos, Matei y sus compañeros, corrían. Tras ellos, en el abismo que dejaban atrás, se vislumbraba un resplandor marrón amarillento. Las paredes parecían moverse, incluso bailar, como enormes siluetas que se balanceaban sin descanso al ritmo de los pasos que retumbaban detrás de ellos. Gaithnard miró por encima del hombro.
—Fuego —susurró—. El Astado es una criatura de fuego.
Dotar se había adelantado hasta una amplia curva del camino. Hizo señas a los demás para indicar un punto concreto.
—¡De prisa! El abismo se estrecha más adelante. Nuestra única posibilidad es intentar hacerle frente allí.
Dotar iba en cabeza. Los demás corrían tras él. Más adelante, el abismo se estrechaba, para volver a ensancharse después. Tras ellos, los estruendosos pasos se aceleraron. Un gruñido curiosamente muy agudo resonó por todo el abismo, seguido de un sonido distinto, como el de las llamas de una enorme hoguera que, de pronto, se hubieran avivado.
Pit miró hacia atrás y vislumbró una criatura de como mínimo cuatro metros de alto, justo antes de que quedara oculta tras un recodo del camino. «Se trata efectivamente del Astado», pensó, al ver las dos protuberancias semejantes a una cornamenta que sobresalían del cráneo de la criatura. Al girar la cabeza hacia adelante, a través de las pestañas vio cómo algo se cernía sobre ella; un contorno, una silueta gris. «Un pájaro», pensó, pero la sombra desapareció antes de que pudiera comprobarlo.
Atravesaron la parte más estrecha del abismo, y después se volvieron para mirar atrás. El miedo se había apoderado de sus corazones. Gaithnard y Marakis desenvainaron las espadas, mientras Matei y Llanfereit comentaban en susurros los hechizos que podían servir mejor como escudos para repeler a la criatura. Dotar esperaba, con las piernas afirmadas, detrás de Gaithnard y Marakis. Pit retrocedió rápidamente. Su obstinada voz interior —«tal vez hereditaria», pensó— le susurraba que debía hacer lo que había estado pensando todo ese tiempo. Se escondió detrás de un bloque. Matei, Llanfereit y los demás no se dieron cuenta porque el Astado había hecho aparición al otro lado del congosto, ataviado con una toga de llamas anaranjadas que rugían de manera ensordecedora. Sus huellas eran marcas negras carbonizadas que salpicaban el sendero rocoso.
Los dos magos decidieron levantar un Escudo de Fuego de Piedra Perforador y Desgarrador, y justo cuando acabaron de recitar el hechizo, la figura llameante empezó a menguar. Las feroces lenguas de fuego se desvanecieron, apagándose, y ante ellos, a menos de diez metros de distancia, vieron los contornos de una figura humana. En su mano izquierda, sostenía un hacha imponente.
—¡Danker! —exclamó Marakis con incredulidad—. ¡Es el consejero Danker!
Al mirar a aquel hombre, Pit sintió miedo, casi pánico. Aquella poderosa criatura iba tras ella. No sabía cómo podía haberlo intuido, pero estaba segura de ello. Se agazapó detrás del bloque y, de forma automática, dirigió la mirada del ojo de la mente hacia el interior. Sus pensamientos, todo su ser, se oscurecieron. La oscuridad dio paso a un silencio que desencadenó su capacidad para viajar con el Poder. Todos sus sentidos se agudizaron. Después, el vacío cayó sobre ella como un velo invisible e intangible. Avanzó tanteando con el cuerpo etéreo de su mente, abandonó su propio cuerpo y deliberadamente se dejó llevar por el viento mental hacia su atacante.
El jugador dio un paso hacia adelante, con gran seguridad. En los labios se le dibujaba una sonrisa. Lanzó una mirada calculadora a sus oponentes, después frunció un poco el ceño y pareció vacilar. A continuación, empezó a hablar, suavemente, con una voz ronca y persuasiva.
—¿Dónde está la muchacha?
Gaithnard y Marakis le apuntaron con sus espadas. Danker movió uno de sus dedos con agilidad y murmuró unas palabras: las armas salieron despedidas de las manos, dibujaron un amplio arco sobre la cabeza de Danker y se estrellaron con gran estrépito contra las rocas.
—La muchacha —repitió Danker—, ¿dónde está?
Matei empezó a mascullar un poderoso hechizo para activar el Escudo de Fuego de Piedra Perforador y Desgarrador.
—¡Terluü! —Danker escupió aquella palabra como si se tratara de un puñado de bayas amargas de mirto de Brabante.
Matei salió despedido contra una de las paredes del abismo. Llanfereit echó un vistazo atrás para localizar a Pit. Vislumbró el borde de su toga tras el bloque.
—¡Huye! —dijo entre dientes.
Al ver que no parecía tener intención de moverse, con tres ágiles zancadas se acercó a ella.
—Pit, debes huir. ¡Ahora!
Impaciente, buscó a tientas el cuerpo de Pit tras el bloque. Cuando alcanzó a tocarlo, éste se desplomó. Inmediatamente, supo lo que había sucedido. La ira, la desesperación y la esperanza rivalizaban en su mente. Entonces, tomó una decisión. Tenía que hacerlo; no había tiempo que perder.
Danker avanzó con seguridad hacia Dotar, que se había apostado en el interior del congosto, aparentemente desarmado.
—¡Matei! —gritó Llanfereit al alto myster, que intentaba incorporarse, no sin dificultad, y comprobaba el estado de sus costillas con las manos—. ¡El Vuelo Inmediato de Omverde hacia Kahest! ¡Ahora!
Llanfereit alzó el cuerpo de Pit y corrió hacia Gaithnard y Marakis, que yacían inconscientes contra el muro rocoso. Arrastró al príncipe heredero hasta donde estaba Gaithnard y asió a ambos con una sola mano.
Matei vaciló tan sólo un instante; después, la duda se disipó de sus ojos y actuó. Con unas cuantas zancadas llegó hasta donde estaba Dotar, le tomó por el hombro, e hizo una señal a Llanfereit con la cabeza. Danker se detuvo un momento para observar; mostraba una sonrisa afable que denotaba cierta confusión.
—¡Sekyrret Arhim Deivu! —exclamaron ambos magos a un tiempo.
Se oyó un silbido, seguido por un crujido que finalizó abruptamente. Todo el grupo había desaparecido.
Danker alzó las cejas. En seguida profirió una carcajada burlona.
—¡Deivu Aumarat lom! ¡Arhim Gaest! —bramó.
De pronto, él también se había esfumado, sin saber que el espíritu de Pit viajaba con él. Justo antes de que se desvaneciera por completo, una fina sombra se proyectó en el fondo del abismo y se deslizó, sin ser vista, tras la silueta casi desintegrada de Danker.
La llanura sobre la que habían aterrizado constituía una alfombra incolora y extensa. Aquél era un mundo sin sol, gris y apagado. Un manto de niebla se cernía como un dios meditabundo sobre el grupo. La arena era gris, y su textura increíblemente fina, como la de la ceniza.
Llanfereit cargaba con Pit. Con ayuda de Matei, guiaba a los demás. Aquel territorio carecía de cualquier punto de referencia, por lo que no podían saber si caminaban en línea recta o en amplios círculos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Marakis, cuya voz sonaba extrañamente amortiguada, dada la ausencia absoluta de resonancias.
—Estamos en Kahest —dijo Matei—, el mundo situado en la frontera entre el día y la noche, un mundo de sombras que hace que la magia del tiempo doble, en comparación, parezca un juego de niños. Es un vestigio pasado del mundo anterior al ciclo. Nunca había estado aquí antes.
—Yo sí estuve aquí en una ocasión —añadió Llanfereit—. Aquí, cada hora que pasa implica la pérdida como mínimo de un día y una noche de nuestra vida. Entre los magos, Kahest es conocido como la última escapatoria. Los altos mysters y algunos medio magos recurren a esta posibilidad sólo en casos extremos. Hemos considerado que esta situación lo requería.
—Nuestras espadas —dijo Marakis—. Gaithnard y yo hemos perdido nuestras espadas.
—Eso no tiene importancia —dijo Llanfereit—. Si hubierais permanecido allí un minuto más…
Dejó la frase sin terminar, para que extrajeran sus propias conclusiones.
—¿Qué le ha pasado a Pit? —preguntó Gaithnard.
Llanfereit titubeó antes de responder.
—Pit ha huido hacia el interior del Poder. Si tenemos suerte, tal vez pueda complicarle las cosas a Danker, pero si no…
No acabó la frase, pero su mirada sombría lo decía todo.
Dotar preguntó.
—¿Podría seguirnos nuestro agresor hasta aquí?
—Me temo que sí —respondió Matei—. Cualquier jugador conoce la mayoría de vías de escape a disposición de los magos. Pero tal vez le lleve algún tiempo descubrir nuestra treta.
Tras ellos oyeron un zumbido que truncó sus esperanzas. Matei miró hacia atrás por encima del hombro.
—Desgraciadamente no ha sido así.
—Ahora sí tenemos un problema —dijo Llanfereit—. En Kahest no funciona la magia de Loh. En realidad, ninguna magia tiene poder aquí.
—¿Eso también es aplicable a la magia de Danker? —preguntó Marakis, esperanzado.
—Sí, su magia tampoco tiene ningún valor aquí —respondió Llanfereit. Luego, añadió pensativo—: Por lo menos, así tengo entendido. Pero es un jugador, con poderes letales incluso en este mundo. ¿Habéis visto su hacha? Esa arma en combinación con sus poderes le convierten en un ejército de un solo hombre.
—Hay algunas colinas un poco más lejos a las que se podría llamar puertos francos, en las que la magia sí funciona —dijo Matei—. Si Danker llega hasta allí, estamos perdidos.
Aceleraron el paso casi hasta correr. Pit parpadeó y volvió en sí. A la izquierda, de reojo, vislumbró una sombra entre la neblina gris sobre sus cabezas. ¿Un ave? ¿La habrían visto también los otros? Obviamente no, porque estaban corriendo con la mirada fija al frente. Volvió a perder el sentido.
Una silueta apareció ante los fugitivos: Danker. Se apoyó sobre el mango de su hacha.
—Decididamente, tiene más poderes que nosotros, incluso en este mundo —dijo Gaithnard, jadeando, mientras hacía una pausa.
—Dispersémonos —sugirió Llanfereit—. No puede atacarnos a todos al mismo tiempo.
Parecía una buena idea, pero las intenciones de Danker pronto se hicieron evidentes. Con aire resuelto, avanzó hacia Pit, que había recobrado el conocimiento en el momento en que Llanfereit la depositó suavemente sobre la arena. Al darse cuenta, todos se apostaron delante de ella, como si cumplieran con un acuerdo tácito. Dotar desenfundó la espada de batalla de la vaina que cargaba a la espalda. Matei y Llanfereit apoyaron la mano sobre sus respectivas empuñaduras. Marakis y Gaithnard lamentaban el hecho de haber perdido sus armas, pero también eran conscientes de que no hubieran servido de mucho contra Danker.
—Sólo me interesa la muchacha —dijo Danker en voz baja—. Entregádmela y podréis ir en paz.
—De ningún modo —dijo Matei, expresando la determinación de sus compañeros.
Danker no perdió el tiempo. Alzó a Splitbock y desarmó a Dotar con un golpe increíble, rápido como un rayo, como si el hacha fuera una pequeña y manejable espada. Matei desenvainó su espada, pero en el instante siguiente ésta también cruzaba la atmósfera gris para aterrizar con un ruido sordo sobre la arena. La hoja del hacha de Danker pasó rozando con un silbido la cara de Marakis. Éste, Dotar y Gaithnard retrocedieron apresuradamente.
—Os he dado la oportunidad de entregarme a la muchacha, de que permaneciera con vida —dijo Danker entre dientes, con gran enojo, mientras avanzaba hacia Matei y Llanfereit.
—Ahora tendré que matarla —espetó Danker—. ¡Apartaos!
Con un fuerte impulso, dejó caer Splitbock sobre Matei. El mago intentó hacerse a un lado, pero no le dio tiempo de esquivar el golpe. El hacha penetró en uno de sus hombros y le abrió una herida en el brazo. Llanfereit se abalanzó con un rugido de rabia e impotencia sobre Danker. Con un veloz movimiento, Danker clavó el codo en el estómago del medio myster, que tropezó y cayó de espaldas, respirando con dificultad. Entonces, nada se interponía en su camino. En dos zancadas, Danker llegó hasta donde estaba Pit, que cayó de rodillas sobre el pulido terreno rocoso que afloraba a través de la arena.
Por primera vez, Pit experimentó que su cuerpo y el Poder eran fenómenos independientes. Al ver acercarse la muerte, los fragmentos de Poder penetraron con un zumbido en el cuerpo de Danker, hasta llegar a su mismo centro…, pero allí colisionaron contra un muro de mangiet. El dolor fue tan profundo que su mente escindida casi perdió la conciencia.
¡Danker había dispuesto en su mente un escudo contra el Poder! Los millares de puntas de flechas volvieron rebotadas hacia el cuerpo de Pit. Era el fin.
Vio a Danker alzar el hacha. La sangre se le agolpaba en la cabeza. En la mente ya podía sentir la hoja del hacha penetrando en su cuerpo. Intentó resignarse a la idea de una muerte inevitable, pero su mente deseaba vivir. Retrocedió arrastrándose e intentó incorporarse, para esquivar el hacha ya en movimiento.
Danker no vio acercarse al ave con una cresta púrpura y una larga cola de color verde oscuro. Estaba totalmente concentrado en el último golpe mortal de Splitbock, su hacha con poderes mágicos.
—¡Liviut mersygaen! —gritó una voz estridente—. ¡Levituït!
Danker había empezado a balancear a Splitbock. Al mismo tiempo, con ojos como platos, vio unas garras del tamaño de puñales justo antes de que se abalanzaran sobre su rostro. El animal profirió un chillido estridente y finalizó la maniobra aprovechando toda la fuerza de su peso.
Una fracción de segundo antes de que el hacha alcanzara a Pit, la tierra se abrió y una espada de fuego arremetió contra la hoja. El arma, la obra maestra del herrero Anvoulis, quedó hecha añicos con un chisporroteo; saltaron chispas. Como un ejército de insectos, todos los fragmentos saltaron en una única dirección, hacia Danker, para clavarse en su carne. Su rostro, desollado por las garras del ave, parecía entonces un campo de batalla surcado de torrentes de sangre. Uno de los fragmentos se había incrustado en su ojo izquierdo, que estaba muy abierto. Se desplomó sobre sus rodillas. Su cara ensangrentada denostaba estupefacción, el asombro de alguien que nunca hubiera creído posible que la muerte le llegaría de forma tan imprevista.
Lentamente, el consejero Danker, S'Oncenrun, el Astado, denominado también con otras dos docenas de nombres distintos, y jugador del Pacto de los Diez, empezó a inclinarse, hasta que finalmente cayó de bruces sobre el suelo rocoso. Se oyó un escalofriante crujido de huesos rotos.
Se levantó una nube de polvo que envolvió el cuerpo de Danker en una mortaja gris.
El ave aterrizó cerca de Danker y, sin el menor ruido, se transformó en una mujer ataviada con una toga de color verde oscuro. Su melena hasta los hombros de cabellos negros y canos permanecía apartada de su rostro mediante una cinta de color púrpura.
—La mujer que vimos cerca de la Torre del Viento —dijo Gaithnard con voz quebrada.
La mujer pájaro pareció no haberle oído. Observó el cuerpo sin vida de Danker, que yacía en una postura grotesca a sus pies y del que manaban ríos de sangre oscura.
—He intervenido —dijo en un murmullo.
Parecía atónita, como si ni siquiera ella misma pudiera creerlo.
—He salvado al segundo Poder. El primer Poder, el muchacho, cuenta con la piedra. El ciclo está llegando a su fin, para mal, o tal vez también para bien, puesto que se han dado todas las condiciones.
Se aproximó lentamente al cuerpo de Danker y le miró.
—Él creía que su existencia era eterna. Creía que nada podría hacerle daño. El tiempo juega con nosotros a su antojo. Después de todo, el orgullo es una actitud errónea que puede prolongarse durante toda una vida, y entonces, de repente, en un instante, la estructura de engreimiento y vana arrogancia se derrumba.
Se volvió hacia los demás y los miró con ojos llorosos. Todos la observaban aturdidos.
—¿Quién eres? —Fue Matei quien rompió el silencio.
Su mirada se clavó en él, pero como mínimo pasaron diez segundos antes de que sus ojos realmente le vieran.
—¿Quién soy? —parecía sorprendida—. Mi nombre no significa nada para vosotros; pertenece a otros tiempos. Romander todavía no existía. Los nueve mares eran llanuras de arena, sólo frecuentadas por las caravanas que las cruzaban. El mundo estaba poblado por criaturas terrestres. Cada pueblo contaba con su propio territorio. La nación más antigua habitaba en los bosques; los demás, en cuevas subterráneas, en abismos y valles de montañas antiguas, en las tierras frías del norte y en el límite oriental del mundo, o lo que entonces era el límite, más allá de las casas nido.
Todos se miraron unos a otros sin entender nada.
—¿Estás hablando de otro mundo? —preguntó Llanfereit.
—No —respondió—. Hablo de otra época. Pero eso no tiene importancia ahora. Os diré quién soy, aunque sólo sea una sombra de lo que fui desde que mi reflejo me abandonó. El amor, que tomó posesión de mi alma porque yo así lo deseaba, me abandonó en un día lúgubre, cuando la Piedra del Ultimo Roce se quebró. Así es como mi amor perdió su inmortalidad. La piedra se escindió en mil fragmentos, que volvieron a reunirse a instancias del mago más poderoso de aquellos tiempos. Aquel mago también vaticinó en sus escritos la naturaleza inevitable del ciclo. Consiguió interpretar la forma de actuar del Oscuro. El mago empezó a tejer una trama magnífica. Como parte de ella, liberó la piedra reconstruida. Ésta le abandonó y empezó a vagar sobre la superficie del mundo. Desde aquel día, la piedra ha seguido acumulando poder, lo cual no deja de ser extraño, puesto que a primera vista no parece más que una perla desvaída; ni siquiera una perla auténtica, ya que está compuesta en parte de ámbar amarillento. En el núcleo de la piedra se encuentra la fuente del Poder, la capacidad de ser tan pequeño como una brizna de pensamiento; tan pequeño que nadie, ni el más poderoso entre los poderosos, puede visualizar a su poseedor, ni en cuerpo ni en espíritu. Esta capacidad, el Poder, está en manos de unos pocos. Todos ellos son descendientes del hombre que recibía la denominación del Heredero. Y del mismo modo que todo el sufrimiento ha dejado su marca sobre la faz del mundo, las últimas palabras de mi amor han quedado grabadas sobre la superficie de la piedra. A veces, en épocas de gran confusión, esas palabras emiten un brillo incandescente. En la piedra puede leerse: «Leyexem armahod negritu synoörei llumeyen. Nube um diya wheade [La hélice que se encuentra enraizada en la oscuridad ascenderá hacia la luz. La noche y el día se fundirán en una sola cosa]».
»Palabras enigmáticas, incluso para mí, pero en la leyenda de aquella época sí tenían sentido.
Miró hacia el frente con ojos llorosos. La tristeza curvó las comisuras de sus labios.
—Tengo una hija, pero ella no me conoce. Tiene un papel decisivo en este ciclo. Hoy mi nombre es aquel que más le gustaba a mi amor. Una vez fui, y desde este día volveré a ser, Uvrege Neï, la esposa del mago de la corte del más alto rey, a pesar de que ya hace mucho tiempo que éste desapareció…
Sobre Kahest se hizo un silencio largo y quebradizo, que nadie osó interrumpir. Un prolongado suspiro atravesó el abismo como una brisa inesperadamente cálida.
—Al mismo tiempo, también desapareció el mago de la corte, mi amor. Los días dejaron de tener sentido. Se convirtieron en la otra cara de la noche. Anhelé mi propia muerte, pero me fue negada por los dioses.
»Me convertí en un jugador, porque ellos así lo deseaban, pero me envolví en un manto de pasividad. Me limité a observar, tal como hicieron una vez las criaturas poderosas de la tierra. Observaba e interpretaba, pero no interfería.
»Nunca.
»Hasta hoy.
»Porque la cantidad de víctimas del fenómeno, que tantos denominan “magia incolora”, ha rebasado los límites. Por eso he intervenido, asesinando a un jugador. Curiosamente, las normas no prohíben explícitamente dar muerte a otro jugador, pero algunos de ellos me perseguirán hasta los confines de todos los mundos por lo que he hecho en éste.
Sonrió, pero una prolongada y somnolienta tristeza se había apoderado de sus ojos, de sus rasgos y de todo su cuerpo.
—Pero no lo conseguirán; me anticiparé a ellos. He intervenido, y con ello la Gran Leyenda ha retomado su propio y único camino. Ahora puedo despedirme de este mundo, lo que tanto he deseado durante todo este tiempo. Los dioses me han devuelto la libertad. No me convertí en jugador porque realmente lo quisiera; había demasiados sentimientos negativos vinculados a ese papel. Nunca formó parte de mi naturaleza el hecho de sacrificar vidas alegremente por algo que, en el fondo, no es nada más que un juego enrevesado. Por eso intenté permanecer al margen.
Mientras hablaba, tenía la mirada perdida en la distancia, pero ahora dedicó una sonrisa fugaz a los demás.
—Voy al encuentro de mi verdadero amor —susurró. Y tras una pausa, añadió en voz baja—: Voy a encontrarme con Rymlen.
Con la mirada entonces clara, señaló hacia adelante.
—Dirigíos hacia las colinas. Allí podréis utilizar vuestra magia para abandonar Kahest.
De súbito, a sus pies surgieron unas llamas que se levantaron con un rugido. El fuego parecía estar adherido a ella, como si le perteneciera. Las llamas anaranjadas se alzaron desde sus hombros como las alas de un ángel y se extendieron hacia el cielo. Con una sonrisa serena, sus ojos palidecieron; tenía la mirada fija en la nada. Una ráfaga inesperada como un suspiro llegó para llevarse consigo las llamas, que se desvanecieron con un siseo.
La mujer pájaro había desparecido.
Todos permanecieron un tiempo con la mirada fija en el lugar antes ocupado por la mujer pájaro.
Pit hizo un esfuerzo por superar el pánico del que había sido presa todo ese tiempo y se ocupó de la herida abierta en el brazo de Matei. Después, todos se dirigieron hacia las colinas, sin pronunciar una palabra, aturdidos por todo lo sucedido.
Tardaron unas cuantas horas en llegar a las colinas. Una vez allí, Matei les devolvió a los abismos con el contra hechizo del Vuelo Inmediato de Omverde hacia Kahest, muy cerca del lugar en el que habían abandonado Lan-Gyt. Marakis y Gaithnard fueron en busca de sus espadas. Marakis encontró la suya en seguida, pero resultó imposible dar con Preter, la espada de Gaithnard, a pesar de la búsqueda exhaustiva por parte del quymio y los demás.
—Sin Preter soy como un brazo sin mano —dijo Gaithnard, desalentado.
—Tal vez regresemos aquí algún día —intentó reconfortarle Llanfereit—. Quién sabe, quizá la encontremos más adelante.
En silencio, prosiguieron su viaje hacia Yle em Arlivux.
Llanfereit y Pit se evitaron. Pit sabía que su maestro no aprobaba su huida hacia el Poder, por decirlo suavemente, pero en apariencia Llanfereit consideró que aquél no era el momento adecuado para tratar ese tema.
En eso, ella estaba de acuerdo.
Por otro lado, la mujer pájaro había dicho muchas cosas sobre las que Pit necesitaba reflexionar. «Esta capacidad, el Poder, está en manos de unos pocos —habían sido sus palabras—. Todos ellos descendientes del hombre que recibía la denominación del Heredero». Eso significaba que tanto ella como Lethe eran descendientes de la misma persona. Aquellas palabras desencadenaron en Pit sentimientos contradictorios de emoción y miedo.
Aquella mujer había dicho algo más que la había conmovido, pero aparentemente Pit estaba tan agotada por todo lo sucedido que su memoria corrió un velo sobre ello.