38
La guarida del Oscuro
Cuando la tierra se abra, y el demonio de la noche y la madrugada se abalance sobre el mundo como un grifo negro, entonces las horas de oscuridad habrán regresado, entonces el velo de las tinieblas ocultará de la vista la luz del día.
Huid entonces hacia tierras remotas, mortales, porque no existe puerto seguro ni arma alguna que pueda hacer frente al poder del oscuro.
Huid, criaturas indefensas, porque la ira del demonio no tiene límites.
Huid, frágiles humanos, porque el mal es mil veces mayor y más pesado que vosotros.
Huid, porque la mañana estará lejos de vosotros.
De los que no desean huir, en mis sueños únicamente he podido ver los huesos rotos y las cenizas pálidas de lo irrevocable.
Fragmento de Visiones del maestro espiritual Damphier de Deemster
La isla estaba en su mayor parte ocupada por un bosque de sauces costeros petrificados: fantasmagóricos pilares muertos, de color gris, sin una sola rama ni hojas, algunos de más de treinta metros de altura. Durante meses, un manto de niebla y nubes había cubierto la isla, inconmensurable, como el mar que la rodeaba como un monstruo adormecido, abarcándolo todo, de forma que ni siquiera los troncos de los sauces podían liberarse de su abrazo.
Tan pronto como un barco se asomaba sobre el horizonte, las nubes se aproximaban a él para toquetearlo con sus dedos de niebla. Los marinos, turbados, vislumbraban algo negro, un horror innominable. Nadie podía permanecer allí demasiado tiempo. Finalmente, todos los barcos daban media vuelta y se alejaban de allí a toda vela.
El corazón del bosque era como una herida abierta, una grieta de más de tres kilómetros de largo y cientos de metros de ancho, bordeada por dedos crispados de lava fundida, bloques y troncos quebrados de árboles gigantescos amontonados de cualquier manera por la gélida mano del dios que debía haberlos derribado. Incluso la niebla se mantenía a una distancia prudencial de ese lugar. Alrededor de la abertura, la tierra era de color amarillo pálido.
Allí el silencio tenía la magnitud de una montaña.
Las paredes negras del abismo, que se alzaban verticales desde el suelo, brillaban. Desde varios puntos del abismo se elevaba un humo negro que traía consigo el insoportable hedor del azufre y otros vapores perniciosos procedentes de las oscuras profundidades de la tierra.
Algo cambió en el silencio pétreo.
Una brisa llena de susurros ceceantes se deslizó entre las espirales de niebla, acarició la piel muerta de la isla y arrastró cenizas en su estela. Las voces hablaban en lenguas antiguas que parecían surgir del mangiet, sobre el fracaso del mundo y sus habitantes. Las sombras caían unas encima de otras, dibujando manchas oscuras sobre los sauces. La proyección de una nube avanzaba lentamente sobre el suelo en dirección a la grieta. El gris se tornó negro, el negro se hizo aún más intenso, como el corazón de una noche sin luna. La tierra empezó a temblar, primero lentamente, pero cada vez con más virulencia, más de prisa y de forma más irregular. Se levantaron nubes de polvo; por todas partes, salieron despedidos cascotes de piedra y arena. El cielo nublado, en cuestión de momentos, se volvió negro como la turba. Junto al humo cada vez más denso, círculos amarillos empezaron a ascender desde la grieta. De las más abismales profundidades, surgió un prolongado aullido, que salió disparado hacia el cielo para volver convertido en fragmentos de un eco mil veces repetido. La rabia, el dolor insoportable y una inmensa melancolía eran la materia prima que habían forjado aquel alarido, que fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un grito como una espada que hubiese hecho estallar los tímpanos de cualquier ser humano.
Un pilar de fuego se erigió desde el interior de la grieta con un zumbido; dividió la masa de nubes en dos y se elevó como una amarilla ave de presa en el cielo a varios kilómetros de altura. La grieta siguió arrojando fuego, azufre, cenizas, polvo, humo y bloques ennegrecidos. Aros de vapor y humo gris oscuro fueron lanzados como proyectiles en el aire a gran velocidad, para ser engullidos por las nubes negras, que a su vez empezaron a arremolinarse en dirección a la grieta. Un nuevo alarido ascendió reptando desde la tierra, cambiando de tono hasta convertirse en un chillido compuesto por innumerables voces, en los límites de lo audible, para finalmente disolverse en un caos de silbidos que chirriaban dolorosamente unos contra otros. La grieta empezó a presentar nuevos desgarros en los bordes. Un ruido como un martilleo hizo temblar la tierra, que parecía sacudirse como un monstruo gigante. Entre el eco del martilleo, una voz histérica recitaba palabras, grises como cenizas, en un lenguaje corrompido.
El estruendo de aquel mundo se fue apagando con el viento. La masa de nubes revueltas ocultaban la abominación procedente del abismo. La lava se atragantaba por encima de los bordes de la grieta, pero en el corazón de aquel infierno se manifestó una presencia oscura. Si alguien hubiera presenciado todo aquello, habría vislumbrado fugazmente un reluciente cuerpo negro, un cuerpo de unos cuantos centenares de metros de ancho y varios kilómetros de largo, que se alzó hacia el cielo, profiriendo gritos furibundos que hacían temblar la tierra, vestido con su toga de negras nubes y veteada con llameantes hilos amarillos, que se apresuraban, presas del pánico, tras la abominable criatura. Los supuestos testigos podrían haber visto también su larga cola roja y negra, que se movía hacia adelante y hacia atrás al ritmo de la rabia que el monstruo rociaba a su alrededor en forma de chispas amarillas, las cuales caían con un chisporroteo sobre la isla y salpicaban la tierra gris de manchas amarillentas.
Los testigos inexistentes hubieran visto cómo la columna de humo y cenizas se elevaba varios kilómetros en el cielo, como un depredador furioso, en un caos de truenos, alaridos y zumbidos que sacudió la tierra. El mar de nubes fue aumentando hasta gestar la mayor tormenta que se hubiera visto nunca en el reino. Cien relámpagos amarillos incendiaron aquel mundo para después desviarse hacia el mar. El retumbar de los truenos se esparció en todas las direcciones sobre la tierra.
Los improbables testigos habrían visto cómo la tormenta se alejaba volando deliberadamente, como un ave negra de dimensiones increíbles y un desgarbado batir de alas; primero hacia el oeste, y después, hacia el norte.
Pero no hubo ningún testigo, puesto que en un amplio radio alrededor de la isla no había ningún ser a la vista, ni peces, ni criaturas marinas, ni animales terrestres o alados, ni ninguna otra clase de vida.