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El último viaje
Aquí, en la sombra de brocado del día,
por última y definitiva vez,
con el traje de gala verde y gris
de la nación más antigua, en su gloria y apogeo.
Aquí, en las últimas moradas boscosas de ensueño,
donde todavía todo se aparece como una filigrana,
el espíritu de Ostermanouth sigue vagando,
hasta que su cualidad tangible desaparezca.
Aquí siguen todavía los más viejos de todos.
Sus sombras se deslizan veloces a lo largo de sus ramas y de su piel,
pero si mi mirada viaja hasta allí, con demasiada rapidez para ver,
mi ojo parece una sombra que roza la nada.
Aquí siguen todavía las canciones de la eternidad,
entonadas por voces finas y puras como el jade.
Aquí vaga y deambula el eco de la divinidad,
pero deberíais apresuraros antes de que me una a las sombras.
Aquí el tiempo está detenido, aquí esperan las cancelas de la noche.
Aquí la vida se calienta en los refulgentes campos.
Pero al otro lado de este dulce solaz, espera
el monstruo ante el cual sucumbe incluso el fluir del tiempo.
Aquí, en la sombra de brocado,
se encuentra oculta, hasta que su recuerdo se desvanezca,
la gloria de la nación que abandona aquello de lo que
los humanos carecen y aun así necesitan.
N'HAMMAT OUL DE SPEET, asceta y poeta
Nueve naciones, nueve poemas
El cuerpo de Pit se movió. Abrió los ojos y, apoyándose sobre los codos, miró a su alrededor, aturdida. Después, se cubrió el rostro con las manos.
Llanfereit profirió un grito y corrió a su lado.
—Lethe —tartamudeó Pit—. Creí… Tenía la esperanza de que con el Poder y la piedra, Lethe…
—Yo también tenía esperanzas —dijo Llanfereit.
Pit intentó reprimir el llanto, pero le resultó imposible. Llanfereit la rodeó con un brazo por los hombros.
—Tal vez era lo mejor que podía pasar —susurró Pit con voz ronca, enjugándose los ojos con el dorso de la mano.
Con un dedo, Llanfereit retiró la última lágrima que corría por sus mejillas.
—Tal vez era lo mejor —repitió, abrazándola con fuerza—. Tuvo que soportar tantas cosas. Suficiente dolor para una vida entera.
Pit agachó la cabeza de nuevo. Había dejado de llorar, pero el vacío que traslucían sus ojos parecía llenar el horizonte de toda su vida.
Aysilendil se acercó a ellos. Los demás mantuvieron la distancia.
—¿Comprendes lo que ha sucedido? —le preguntó a Pit—. ¿Comprendes por qué tenía que ser de este modo?
Pit negó con la cabeza.
—Ven conmigo —dijo Aysilendil, instándola suavemente a que la acompañara al bosque.
Tomaron un sendero que conducía a un insólito calvero que se encontraba en el centro de un claro, en medio de la espesura.
Aysilendil extrajo unos cuantos pergaminos que guardaba bajo su toga.
—Tal vez esto te ayude a comprender un poco más. Es algo parecido al testamento de una nación. Lo escribí yo misma.
Pit la miraba con los ojos empañados por las lágrimas. Olvidó momentáneamente su pesar, tomó los pergaminos y empezó a leer.
Son éstas las últimas palabras de mi pueblo. También representan la última hora de los elfos. Todo está preparado. De hecho, estamos preparados para este viaje desde hace semanas, pero necesitábamos más tiempo. Tiempo para reflexionar. Tiempo para guardar silencio y descender hasta las profundidades de nuestros corazones. Sí, necesitábamos tiempo. El tiempo se nos escapa con un silencioso aleteo, como el vuelo de las golondrinas nocturnas al despuntar de un nuevo día. Y por eso, nosotros también desapareceremos en busca de otras dimensiones, como un rebaño de sombras que flotan sobre el filo del mundo, en nuestro camino hacia las estrellas.
Sigilosamente, sin ser vistos ni oídos, liberaremos a este mundo de nuestra presencia.
Y de ese modo, cumpliremos las leyes de todos los mundos.
Durante mucho, mucho tiempo, creímos que, aunque en Ostermanouth, nuestro árbol primigenio, había un comienzo, no tenía por qué haber un final al otro lado. Creíamos haber descubierto una ranura secreta en el tiempo, convencidos de que habíamos rozado el misterio de la vida eterna. Pero estábamos equivocados. Nuestras vidas están llegando a su fin, y lo mismo es aplicable a nuestra estancia en el tiempo intermedio de nuestro santuario, Jen Aefendil yn Sereth, el paraíso antes conocido como Yandath, el lugar al que iban a parar los más ancianos de nuestro pueblo. Durante siglos creímos que ese lugar etéreo no tenía límites, como una especie de resquicio en el espacio y el tiempo. Creímos que podríamos conquistar el paso de los siglos; pero durante todo este tiempo, estábamos equivocados.
No, ya no hay sitio para nosotros en este marco temporal, en este mundo. Nuestra magia, que no es magia, ya no sirve, ni siquiera en Yandath. Lo único que nuestra forma de eludir la realidad, nuestra fyogre nerï, puede hacer todavía es capturar la magia humana. Una capacidad por otro lado decisiva, como quedará demostrado más adelante. Como mínimo, si creemos las palabras del gran mago que inició la trama de la Gran Historia. Pero ese poder algún día también se alejará deslizándose de este mundo.
Nuestra esencia está anegada por una melancolía incurable. Incluso las sombras, en las que nos gustaba ocultarnos ante la llegada de otro pueblo, nos han sido arrebatadas. Una tristeza más profunda que el mar de la Noche ha horadado nuestros corazones, nuestra sangre, nuestros huesos, como una noche ineludible, en los últimos siglos. ¿Quiere eso decir que sólo nos asaltan pensamientos oscuros? No, porque la tristeza mezcla nuestros corazones con los vestigios de nuestro orgullo. Después de todo, somos los últimos de nuestro pueblo, los últimos de todos los pueblos de la tierra, con excepción tal vez del árbol del árbol. Con el corazón anegado en llanto, pero con la cabeza bien alta, abandonaremos este mundo.
Soy consciente de que algunos de nosotros se quedarán atrás. Con ayuda del gran mago, se mezclarán con los humanos, que transmitirán la Gran Historia a través del tiempo. Una misión cargada de gloria y honor, pero al mismo tiempo sumamente difícil, puesto que exige dejar a un lado los sentimientos. Recibirán el nombre de Nibuüm, que en el lenguaje más antiguo significa «portadores del tiempo». ¿Acaso debería envidiarlos? ¿Quién puede saberlo? Tal vez ellos nos envidiarán a nosotros, puesto que son los portadores de la memoria de la grandeza de nuestro pueblo. Desde mi propia perspectiva, será un dulce consuelo y una amarga carga, al mismo tiempo.
Sea como sea, serán los portadores de nuestra magia, que no es magia —de nuestra «no magia»—, a través de los senderos más angostos del ciclo, superando las cordilleras casi inaccesibles del tiempo, de un Sin Magia a otro Sin Magia. En última instancia, es la única oportunidad de hacer frente a Ailaedmenderii.
Pit alzo la barbilla. En sus ojos brillaban las lágrimas.
—Los Nibuüm —murmuró con cierta sorpresa. Retiró el pergamino—. De nuevo, todas las piezas del rompecabezas parecen encajar.
Aysilendil entrelazó las manos en su regazo y agachó la cabeza. Con unos ojos más pálidos que nunca, miraba fijamente el suelo.
Pit asió el pergamino con más fuerza y siguió leyendo.
El gran mago se asegurará de que estas palabras también sobrevivan al paso de los siglos, para que lleguen a las personas del futuro distante. Quién sabe, tal vez los pensamientos que confío a este pergamino sirvan para enseñar algo a esos seres del futuro. Aunque sólo sea que la eternidad es un paraíso inalcanzable tanto para nosotros como para ellos, y que esta verdad contiene dolor y alegría a un tiempo.
Nuestras mentes cansadas anhelan la paz, tras nuestro viaje final. La paz eterna. Por eso abandonamos estas tierras. Nuestros pensamientos y nuestros recuerdos nos acompañarán en nuestro viaje. Pero nuestros cuerpos descansarán aquí, alrededor del árbol primigenio, cuyo nombre permanece inalterable, alrededor de Ostermanouth.
Adiós, mundo de nuestros ancestros. Mi pueblo inicia su viaje final. Nos esparciremos con el viento.
Woöreth asusand
Así finalizaba el texto. Pit alzó la vista. Por sus mejillas rodaban lágrimas. Con voz entrecortada preguntó:
—¿Dónde está Ostermanouth?
Aysilendil eludió su mirada e hizo un gesto para señalar el centro del círculo yermo.
—¡Ay!, la eternidad es un paraíso inalcanzable —susurró—, incluso para una criatura como el árbol primigenio.
Pit miró con los ojos empañados por el llanto el claro de varias decenas de metros de diámetro.
—Aquí, en este lugar sagrado, hace tiempo, crecía Ostermanouth —dijo Aysilendil con una mezcla de tristeza y veneración—. Ahora ni siquiera crecen los espinos.
Se mordió el labio y siguió hablando tras proferir un profundo suspiro.
—Todo llega a su fin.
Se hizo un largo silencio.
—Mi señora —dijo Pit.
La dama, que había permanecido con la mirada perdida en la distancia, se volvió hacia Pit.
—Mi señora, ¿acaso eres una criatura de larga vida?
Aysilendil asintió con la cabeza.
—Entonces, también recibes otros nombres —dijo Pit.
Aysilendil se quedó petrificada.
—¿Puedo intentar adivinar algunos de tus otros nombres?
La mujer permaneció inmóvil, con la vista fija al frente.
—¿O tal vez deba llamarte madre? —susurró Pit.
Aysilendil seguía paralizada ante Pit, pero a sus ojos asomaron las lágrimas.
—Llámame madre —susurró—, pero debes saber que partiré en breve.
Pit se volvió hacia ella y la abrazó.
—Lo acepto —dijo—. Así reza la leyenda.
Permanecieron allí, de pie. Aysilendil estaba poniendo fin a su vida. Pit sintió que su madre se recostaba suavemente sobre el límite del mundo, como si se dispusiera a dormir. Cerró los ojos y se dejó mecer al ritmo de las olas de la vida. Acto seguido, desapareció.
Poco después, Pit se encontraba sola en el claro. Nunca en su vida se había sentido tan sola.