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Preludio en Yle em Arlivux
Las Nueve Mil Palabras no contienen realmente esa cantidad de palabras. Cada una de ellas representa, de hecho, un poema, y cada poema consta de una media de setenta palabras. En total, las Nueve Mil Palabras comprenden seiscientas treinta y cuatro mil catorce palabras.
TRYGBALD DE GRAN MELISA,
Réplicas y premisas de la historia del reino de Romander
El cielo sobre Yle em Arlivux tenía el color del plomo. Las diez torres del santuario de los Solitarios se alzaban como enormes aves, en un vano intento de alejarse de la suntuosa combinación de formas de la estructura. La piedra fundida transpiraba historias olvidadas y misterios secretos. El viento llevaba consigo fragmentos de leyendas, reservados para aquellos con la sensibilidad necesaria para percibirlos.
En ese día, la belleza de la naturaleza, en combinación con la imponente construcción, pasó desapercibida para Uchate, el segundo sacerdote de Yle em Arlivux. Con la mirada en el suelo y las manos enlazadas en la espalda, se dirigía hacia el acantilado situado más al norte. Su toga púrpura de invierno, confeccionada en el mejor brocado de lino doblemente tejido de Fernion, bailaba una animada danza al ritmo de los movimientos impredecibles del viento del nordeste. El olor a salitre llenaba sus orificios nasales, acurrucándose en el horizonte de sus pensamientos. Uchate tenía mucho en que pensar. Su maestro, el dulse, había desaparecido repentinamente hacía unos cuantos días. No había ningún indicio de que el dulse siguiera con vida, pero Uchate no tenía la menor intención de compartir con nadie esa posibilidad. Es más, sería el último en comunicar semejante información. Un dilema ocupaba la mente del segundo sacerdote. Por un lado, no debía abandonar Yle em Arlivux hasta que el dulse hubiera regresado; por otra parte, tenía compromisos urgentes que afectaban a los Solitarios, y otros asuntos mundanos pendientes en la isla de Romander. Independientemente de lo que decidiera, siempre habría quien condenaría su actuación. Sopesó sus propios intereses, pero no pudo tomar ninguna decisión.
En medio de su frustración, se detuvo y alzó la vista. La Dama del Alba estaba de pie, a menos de veinte metros de distancia. Asombrado, dio un paso atrás. ¿Cómo era posible? Hacía sólo un momento, no había nadie a la vista. ¿Acaso estaba la Dama haciendo uso de la magia, después de todo, como afirmaba el sacerdote Dark de Ynystel? La Dama avanzó hacia él sin prisa, con las manos enlazadas en su regazo. Para tratarse de una joven de diecisiete años de edad, irradiaba una curiosa sensación de madurez. A su rostro asomó una sonrisa serena, que lucía como si fuera una de sus prendas de vestir preferidas desde que había regresado del Pilar.
—Uchate —dijo en voz baja, cuando se detuvo justo ante él—, pareces abatido. ¿Acaso tu estado de ánimo tiene que ver con la desaparición de nuestro dulse?
—En efecto, mi señora —respondió—. En verdad, no sé qué debo hacer. Hay ciertos asuntos urgentes que me obligan a desplazarme a Noctar, Dym y la ciudad de Romander, pero no puedo partir hasta que el dulse regrese.
Asayinda atrapó la mirada centelleante de Uchate con sus pupilas negras.
—¿No puedes enviar a la isla Romander a un sustituto que te represente? ¿Brevander tal vez, o algún otro subsacerdote?
Uchate parpadeó nerviosamente mientras agitaba el índice de su mano derecha ante ella.
—No, de ninguna manera. El rango de un subsacerdote carece del peso necesario para las negociaciones pendientes. Hay dudas respecto a las letanías, en vista de lo sucedido en las Rompientes Exteriores. Debo ir yo en persona.
Su voz tenía un tono estridente, falto de sinceridad.
Las pupilas de Asayinda se contrajeron hasta quedar reducidas al tamaño de dos alfileres. Se inclinó para acercarse aún más a él.
—Sin embargo, ¿no son precisamente las letanías la especialidad de los subsacerdotes?
Uchate bajó la mirada y se humedeció los labios con la lengua. Los pensamientos se le enredaban unos con otros dentro de la mente. La Dama tenía una considerable fortaleza mental, que parecía extraer la verdad de su interior. Y eso, por supuesto, era algo que no se podía permitir.
—Son asuntos que afectan a los cimientos de nuestra religión, señora. No puedo extenderme ahora porque es demasiado complicado, pero hay cosas que no debo dejar en manos de un subsacerdote. —Su voz sonaba un tanto arisca—. También debo reunirme con el alto sacerdote Basra de Aerges y con Ozar de Ak Romat, el medio dulse.
Asayinda frunció la frente.
—Los Nibuüm me han comunicado que Ozar pensaba pasar el resto del invierno en las Rompientes Exteriores.
—Ha cambiado de planes —respondió Uchate, rápidamente—. La magia incolora se estaba aproximando demasiado como para sentirse cómodo. Ha salido de las islas V'ryn y se dirige ahora de vuelta hacia Haramat; pasará de camino por la ciudad de Romander.
Asayinda asintió con la cabeza, aunque en absoluto parecía convencida. Uchate se estremeció a causa del frío, se arropó en su toga y cambió de tema.
—Señora, ¿tenéis idea de dónde puede encontrarse nuestro dulse? ¿Creéis que sigue con vida?
Asayinda se encogió de hombros. Separó los labios como si se dispusiera a hablar, pero no respondió. Su mirada viajó hasta las Aguas Negras. Entrecerró los ojos para escudriñar el horizonte, en el que rielaba una neblina amarillenta. Uchate dirigió la vista hacia el mismo punto.
Durante un instante, el eterno rugir de las olas pareció acallarse. El viento se detuvo un momento. El mundo parecía estar conteniendo el aliento. Una solitaria gaviota pasó volando muy cerca y profirió un chillido cortante. Uchate creyó haber oído un trueno a lo lejos, pero el estruendo se perdió en medio del renovado rugir de las olas.
—¡Oh, no! —susurró Asayinda, que simultáneamente palideció, con la mirada fija en la distancia.
Uchate alzó las cejas. Los ojos de Asayinda se humedecieron, y su mirada se volvió distante. Apretó los puños hasta que la sangre dejó de fluir por los nudillos, entonces blancos.
—¿Señora?
Ella sacudió la cabeza.
—Es Lethe. ¡Oh, ya ha sucedido!
Hablaba más para sí misma que para Uchate.
—Reúne a los Solitarios —añadió.
—¿No deberíamos esperar hasta que el dulse regrese?
Negó resueltamente con un gesto de cabeza y dio media vuelta con brusquedad. Empezó a caminar con rapidez de regreso a Yle em Arlivux. Uchate seguía los ágiles movimientos de su esbelto cuerpo. Tras su estancia en el Pilar, incluso su lenguaje corporal denotaba mayor seguridad en sí misma. Evitaba malgastar energía, ni siquiera movía un dedo sin un propósito concreto. La madurez que había adquirido de forma repentina, casi fulminante, también se reflejaba en sus ojos, en los que parecían arder chispas continuamente. Era asombroso.
—Sabéis mucho, señora —murmuró para sí mismo—. Sabéis mucho y sospecháis aún más cosas, pero afortunadamente todavía no lo sabéis todo.
Después se dispuso a seguirla, para llevar a cabo sus órdenes.
Asayinda, la Dama del Alba, apartó la cortina del estrado y entró en la Sala de los Arcos de Yle em Arlivux. Le llegó el eco del silencio y, mientras subía la escalera, percibió el familiar y penetrante aroma del wairyu, que emanaban los nueve barriles dorados a modo de oración casi tangible. El Coro de Voces Puras, compuesto por doce cantores, entonaba las canciones de las profundidades. Las notas agudas resonaban con el eco de la cúpula, rozaban la madera de mangiet de las vigas del techo y estallaban sobre las cabezas de los nueve mil Solitarios. Miles de ojos observaban el cuerpo de Asayinda mientras ésta subía al estrado. Seguían cada uno de sus movimientos, por muy nimios que fueran, porque no querían perder detalle de las acciones de la Dama, que representaba su esperanza de un futuro glorioso. Sólo algunos se dieron cuenta de que estaban observando a una joven de diecisiete años.
—Yle em Arlivux es el único lugar.
La voz suave se deslizó a través del silencio como el viento entre los juncos mientras recitaba las palabras que el dulse siempre empleaba para iniciar su breviario matinal.
—Aquí es donde el tiempo hace guardia. Aquí el espacio recibe su significado fundamental. Aquí el tiempo y el espacio se unen, porque son uno.
Nueve mil cabezas alzaron la vista hacia el techo para observar con embeleso el azul vibrante del cielo visible a través de la estrecha abertura que se abría en la cúpula y que recibía el nombre de Ojo de Arlivux.
—¡Dama del Alba! —exclamaron nueve mil gargantas.
—Yle em Arlivux es el único lugar.
—El dulse es su guardián —resonó en la estancia.
—El agua es vida.
—La vida es agua.
—Su oscuridad interminable alberga a nuestro maestro.
—El Señor de las Profundidades.
Como ya era habitual, el alud de réplicas ante las palabras de la Dama, recitadas al unísono por los nueve mil Solitarios, fortalecía los corazones de cada uno de ellos.
Un silencio expectante descendió sobre la multitud. Asayinda sintió la tensión. Los Solitarios sabían que el dulse había desaparecido y esperaban que ella se lo confirmase. La Dama sonrió. No los decepcionaría. Con paso solemne avanzó hacia el centro del estrado y ocupó su puesto tras el altar de granito de color negro satinado. Involuntariamente, su mirada recorrió las estatuas de Atai Wericylem, Dai, Sombor y Tervylex, los dioses que representaban los puntos cardinales. Durante un breve instante, su mirada rozó la superficie impenetrable como un espejo del agua de la pila. Desvió la mirada a un lado, hacia Uchate, ataviado con una toga púrpura que recibía la denominación de Agua del Alba. Ella tenía derecho a reclamar esa toga, pero sabía que todavía no había llegado el momento.
Bajó la barbilla, sus ojos se centraron en el fragmento que deseaba leer de las Nueve Mil Palabras. Se trataba de un texto que ella siempre había considerado como el eje central, el núcleo de su fe, aunque sólo recientemente había llegado a saber que ella misma tendría un papel decisivo en él.
—Segundo libro de los Apodictos, tercer volumen, palabras sexta y séptima —susurró la Dama, pero la formidable acústica de la célebre estancia llevó su voz muy lejos, más allá del arco dorado de la entrada, a doscientos cincuenta metros de distancia.
»Palabra sexta: “Y cuando llegue el día en que el Señor de las Profundidades deba despertar, todos y cada uno de los nueve mil deberán invocarle en el interior de su mente con las palabras del Apodicto Secreto. Y nueve mil veces nueve mil almas, vivas y muertas, se unirán a esa llamada. Porque él descansa, inextricablemente unido a la tierra, en el fondo del océano, en el lugar que en el lenguaje del mundo antiguo al otro lado del mar recibe el nombre de Hertel Rawelcynd”.
»Palabra séptima: “Pero en el año del Dragón de Piedra, en los días que seguirán al entrelazado del heredero del olvido, la Dama invocará al Señor de las Profundidades mediante los poderes que anidan en su cuerpo y espíritu, impulsada por la voz de su Señor y de sus fieles nueve mil. La Dama completará el entrelazado y de ese modo despertará al Señor de las Profundidades del sueño de los muertos”.
Colocó uno de sus dedos sobre el texto, alzó la vista y sonrió.
—Estas palabras, mis queridos Solitarios, se harán realidad en el plazo de una semana, al romper el alba.
Extendió su brazo derecho hacia la pila.
—Aquí.
Estalló una gran conmoción. Gritos triunfales y de sorpresa resonaron por la estancia. Los Solitarios se abrazaban unos a otros. Algunos cayeron de rodillas, sobrecogidos.
—¡Señor de las Profundidades! ¡Cómo ansío verte despertar! —gritó uno de los Solitarios.
Otros se unieron a él. Se oyeron vítores. Con el rabillo del ojo, Asayinda vio cómo Uchate se retiraba, horrorizado, haciendo ademán de salir de la sala.
—¡Nuestro segundo sacerdote, Uchate, celebrará a continuación un breviario y practicará las oraciones del deseo con vosotros! —exclamó por encima de la algarabía—. Y lo hará ataviado por última vez con la toga sagrada, como navío de su mortalidad, puesto que la semana próxima yo deberé llevarla. Solicitaré la presencia del Señor de las Profundidades y me prepararé para la invocación.
Sus palabras emanaban seguridad; planeando como enormes aves sobre las cabezas de los Solitarios, dejaron una estela de silencio tras ellas. Un manto de expectante silencio descendió sobre los nueve mil, que observaban a la Dama boquiabiertos. Asayinda pudo ver y sentir su turbación, que rayaba en éxtasis. Dejó que sus ojos vagaran por la estancia. Su mente rozó a cada uno de los Solitarios, y el silencio se convirtió en una calma infinita.
—Debéis prepararos.
Su voz sonó como un suspiro.
—El agua es vida.
—La vida es agua —fue la respuesta procedente de nueve mil gargantas.
—Su oscuridad interminable alberga a nuestro maestro.
—El Señor de las Profundidades.
La Dama abandonó el estrado, haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza a Uchate, el cual apretó los labios y evitó encontrarse con sus ojos. Acto seguido, desapareció tras la cortina.