II
Anochecía cuando Jacques llegó a su casa. Su ama de llaves le informó de que se había presentado un empleado de la compañía videofónica para revisar la instalación. Una simple revisión rutinaria, había dicho el empleado. Y sólo había estado un par de minutos en la casa, añadió el ama de llaves.
Jacques sonrió para sus adentros. No se trataba de un empleado de la compañía videofónica, desde luego. Dos minutos era el tiempo exacto que requería la instalación de un micrófono.
Bueno, pensó, era mejor así. Evitaría suspicacias innecesarias.
—¿Una partida de ajedrez, mister Jacques? —dijo Dee, tan pronto como su voluminosa pero extrañamente ágil figura hubo cruzado la puerta.
—Esta noche, no, Dee —respondió Jacques, haciendo una mueca—. Bastantes jaques me han dado en el Departamento.
—¡Oh! —dijo Dee—. Lo siento. Pero, usted lo comprende, ¿no es cierto?
—Creo que sí. Aunque opino que te estás mostrando más bien absolutista.
—Eso es lo peor que tiene el poseer una mente absoluta —dijo el robot.
—En tal caso, deberías ser capaz de adicionar todos los factores, incluyendo aquellos que no son puramente mentales. Porque estás equivocado, ¿sabes?
—No, mister Jacques. Si fuera así, no estaríamos tan seguros.
—Bueno, hay algo más de lo que les dijiste en el Departamento, ¿verdad? El robot vaciló.
—Sí —admitió.
—¿De qué se trata? Supongo que a mí puedes contármelo.
—Somos una especie de fetiches. Y eso es muy penoso para nosotros. ¿Acaso no dicen vuestros libros sagrados que no hay que adorar ninguna imagen?
Jacques miró a Dee con una especie de desesperada admiración. ¿Qué puede hacerse con un ser que le sirve a uno lealmente, pero que al mismo tiempo le desafía con obstinación... y que cuando se le dice lo que una enfurecida multitud opinará de él, le cita a uno las Escrituras? Pero las palabras del robot le recordaron el viaje proyectado por el Ministro de Cultura. Se lo comunicó a Dee.
—¡Oh! —dijo el robot. Vaciló, y luego añadió—: Bueno, si cree que es realmente necesario...
—El Departamento lo cree así. Opina que el público tiene derecho a contemplaros de cerca.
—Muy bien, mister Jacques.
—Desde luego —el hombre dirigió una especulativa mirada al robot—, si el Hombre pudiera viajar por el espacio por sus propios medios, quedaríais descargados del peso de una popularidad indebida, según vosotros.
—¡Oh! Encontrará el medio para hacerlo, mister Jacques.
—Pero puede ser demasiado tarde, ¿no te das cuenta? Tiene que encontrarlo pronto. Esos cristales podrían ser la solución. No podemos esperar centenares, quizás millares de años. ¿No lo comprendes?
—Sí, mister Jacques. Pero estoy convencido de que el Hombre encontrará la respuesta por sí mismo. Y en el momento oportuno. Siempre lo ha hecho.
—¡Sois unos maníacos! —estalló Jacques—. Hace un momento te referías a nosotros como si fuéramos unos chiquillos delincuentes; ahora hablas de nosotros como si fuéramos dioses... ¿Por qué no nos miras como lo que realmente somos: unos seres falibles de carne y hueso que necesitan vuestra ayuda? Si yo te lo digo, ¿no puedes ver que nuestra propia actitud es limitada?
—Desde luego, mister Jacques. Por favor, no hablemos más de ello. Si somos limitados, no podemos evitarlo. Y el hablar no modificará las cosas. No hay nada que pueda modificarlas. Allí, en el espacio, nos pertenecemos absolutamente a nosotros mismos...
—¿Por qué dices eso? —inquirió Jacques, súbitamente inquieto. ¿Sospechaba algo Dee?
Pero la respuesta de Dee no reveló la menor suspicacia.
—Porque sabemos que el Hombre tiene que confiar en nosotros.
En cualquier otra ocasión, Jacques habría opinado que las palabras de Dee demostraban una evidente nobleza. Pero ahora se sintió furioso... furioso e indefenso. Se dirigió al robot en tono de helado furor:
—De acuerdo, adelante con vuestra estupidez. Podíais haber pasado a la historia como dignos sirvientes del Hombre. Pero, por lo visto, no os interesa. No olvidaremos esto... esta traición. Cuando el Hombre domine el espacio por sí mismo, se alegrará de librarse de vosotros del mismo modo que ha sabido librarse siempre de aquellos que trataban de limitar su libertad: dictadores, dogmáticos, prohibicionistas. Al menos, ellos eran humanos; sabían en qué consistía la elección. Vosotros, en cambio, no comprendéis que el Hombre ha de tener libertad... incluso la libertad de equivocarse. Pero, tarde o temprano, nos independizaremos de vosotros. En los calendarios futuros aparecerá señalado en rojo El Día que Nos Libramos de los Robots.
Escupió las palabras, sin importarle que los agentes del Servicio de Seguridad las oyeran, sin importarle siquiera la posibilidad de que Floyd estuviera con ellos, escuchando... y regocijándose ante el espectáculo de su incapacidad para razonar con sus propias criaturas. Y llegó hasta el fin, dándose cuenta de que su invectiva tenía otro motivo. No podía convencer a Dee, no se hacía ilusiones al respecto. Pero, tal vez...
Dee acogió las palabras de Jacques en silencio... Un silencio que se prolongó largo rato cuando Jacques hubo terminado. Luego, el robot dijo:
—Lo siento. Tal vez habría sido mejor que no me hubiesen creado. Todo sería más sencillo.
Aquello fue todo. Luego giró sobre un talón de metal y se marchó. Jacques le oyó abrir y cerrar la puerta de la calle. Sólo entonces se dio cuenta del más fuerte de los motivos que habían provocado su ira: sentía temor por Dee.
Permaneció en pie, semiaturdido, dándose cuenta de varias cosas. Que existía un riesgo, un gran riesgo, en el plan de Floyd. Pero que, aun en el caso de que advirtiera al Departamento, el plan sería puesto en práctica, debido a lo elevado de la puesta. Y, por encima de todo, dándose cuenta de que, lo mismo que Dee, según sus propias palabras, sólo le encontraba sentido a la vida a causa de su relación con el Hombre... de ese modo el único objetivo de su propia vida eran Dee y sus compañeros. Lo demás no importaba. Era algo que llevaba en la sangre.