LAS ROTAS ALAS DE LOS DIOSES
Maol se hallaba en el maizal cuando los Hombres de Metal llegaron. Estaba allí, escondido entre las cañas, con la vara sucia de sangre en las manos. La sangre de los pájaros. Pero los pájaros no solían venir tan temprano, no cuando el sol estaba tan alto. Por eso aquel era el mejor turno de vigilancia. Mucho mejor que el de la noche, pensaba Maol. Aunque tuviera que estar solo, aunque Bas, su compañero de vigilancia, estuviera al otro lado del maizal, montando guardia en la dirección de donde venían siempre los pájaros.
Los pájaros. Habían acudido muchos aquellos últimos días. Era el tiempo de la sazón, las mazorcas estaban maduras, y los pájaros acudían en bandadas. Nada los intimidaba, ni siquiera los gritos de los hombres, ni siquiera las varas. Las varas, llenas de sangre de los pájaros muertos, las varas sagradas que el hechicero encantaba cada noche para que los pájaros huyeran al verlas, para que los que no huyeran cayeran abatidos bajo los golpes.
Los pájaros acudían siempre a media tarde, cuando el sol empezaba a declinar hacia el horizonte. Entonces las guardias eran reforzadas, y el hechicero se situaba a un extremo del campo recitando sus exorcismos. Los pájaros acudían en bandadas, y los golpes de las varas contra sus cabezas, contra sus cuerpos, contra sus alas, resonaban como blandos truenos lejanos en tiempo de tormenta. Cuando caía la noche, cuando las bandadas se iban, asustadas o ahítas, el campo quedaba sembrado de plumosos cadáveres, que luego serían quemados por el hechicero en medio del pueblo, entre invocaciones. Las mazorcas picoteadas, las heridas, las magulladuras, eran el tributo obligado. Pero el campo se salvaba.
El campo. El único maizal que le quedaba al poblado. La cosecha había sido mala, los campos se habían agostado. Era preciso a toda costa salvarlo, el único, para poder hacer frente al largo invierno que se presentaba. Los pájaros eran tan sólo uno de los peligros. Eran además un peligro estacional. Pronto se irían, hacia el Sur, hacia no sabían dónde, hacia algún lugar.
Maol sujetaba fuertemente la vara. Era mediodía, el sol caía como plomo. Los pájaros tardarían aún en llegar, por ahora tan sólo alguno ocasional, perdido o hambriento, fácilmente abatible de un garrotazo. Tana no tardaría en llegar con la comida, y podrían permanecer un rato juntos. Tana deseaba irse a vivir con él, en su choza. No era nada extraño, puesto que él era el ejemplar más fuerte del poblado, y todas las mujeres le miraban con admiración y deseo, y Tana era la mujer más deseable de todas. Pensaba en todo aquello sin envanecimiento, fríamente, como una cosa natural, en una deducción lógica. Era así, simplemente, estaba en el orden de las cosas. Pronto pasaría ser el jefe de la tribu, y nadie se lo discutiría. Cuando Olt muriera —y ya faltaba poco—, él sería el jefe, sin que nadie le promoviera, con la naturalidad de las cosas establecidas. Era lo normal.
Un pájaro revoloteó allá arriba, como estudiando la situación. Maol apretó fuertemente la vara. Pero el pájaro dio un par de vueltas en el aire, y se perdió a lo lejos en busca de sus compañeros. No regresó.
Entonces llegaron los Hombres de Metal.
Los Hombres de Metal no venían muy a menudo. Nunca abandonaban su Ciudad, tan solo de tarde en tarde, cuando venían al poblado en busca de mujeres. Maol recordaba, desde los lejanos tiempos de su niñez, cuando los guardias acudían gritando: «¡Los Hombres de Metal, vienen los Hombres de Metal!», y todas las mujeres jóvenes huían chillando y se escondían, y llegaban ellos, con sus trajes plateados y sus caras plateadas y sus manos plateadas, y empezaban a registrar el pueblo y los alrededores hasta que encontraban a las mujeres, y las iban sacando una a una, y las seleccionaban, y dejaban a unas mientras apartaban a otras y se las llevaban consigo. Nunca se llevaban demasiadas, una, dos, algunas veces tres. Tampoco venían muy a menudo, cada dos o tres estaciones, decían los viejos, o cada cinco o seis, a veces antes, a veces después, a veces mucho más tarde. Maol recordaba sus terrores cuando era niño, al grito de los guardias, aún sabiendo que él estaba a salvo, que no le sucedería nada, que no se lo llevarían con ellos a la Ciudad. Porque las mujeres que los Hombres de Metal se llevaban consigo no volvían nunca, y nadie sabía lo qué les ocurría allá en su Ciudad, tras los altos muros inconquistables que rodeaban la colina.
Pero últimamente los Hombres de Metal habían venido mucho más a menudo, y esta vez no se habían llevado mujeres, sino hombres. Recordaba aún su llegada, los cinco sobre su máquina plateada, el negro y los plateados, su búsqueda por el pueblo, fríos, impertérritos, antes de que se llevaran a Jo. Y luego habían vuelto, dos veces más, y cada vez se habían llevado a otro hombre de la tribu, escogido entre los más jóvenes y vigorosos. Y ahora estaban por cuarta vez aquí, estaban volviendo. Pasaron con su gran máquina bordeando el campo, los cinco, y pudo verlos bien: los cuatro plateados y el negro, todos mirando a su alrededor, mientras la máquina avanzaba por el desigual camino sin nadie que la gobernara. Maol se ocultó entre las cañas, pensando en que ahora buscaban hombres y pensando también en Tana, y temiendo por ella sin saber por qué. La máquina de los Hombres de Metal rebasó el maizal y luego, de pronto, se detuvo. Los cinco Hombres de Metal volvieron la cabeza y miraron hacia atrás; y Maol se acurrucó aún más entre las cañas, y tembló.
La máquina retrocedió. Al otro lado del campo, Bas perdió los nervios y se puso en pie. Bas siempre había sentido miedo. Sabía, como todos, que los Hombres de Metal no necesitaban ver para sentir, que podían descubrir a alguien, por muy oculto que estuviera, gracias a algún extraño poder que ni el hechicero había sabido imitar. Bas se levantó, y gritó, y echó a correr. Sabía que los hombres que se llevaban consigo los Hombres de Metal no volvían nunca, y sentía miedo. Echó a correr por el camino, con la vara aún en la mano, agitándola con frenesí. Pero los Hombres de Metal ya lo habían visto. La máquina giró sobre sí misma y salió en persecución de Bas. Bas gritó más fuerte. La máquina estaba sobre él. Los cuatro Hombres de Metal plateado saltaron al suelo, y Bas tropezó y cayó, y los cuatro le rodearon. Bas usó su vara contra ellos, pero los Hombres de Metal eran indestructibles, todos sabían en el poblado que nada les hacía daño, ni los palos, ni las piedras, ni los cuchillos. La vara se rompió. Los cuatro Hombres de Metal sujetaron a Bas por manos y pies, y el quinto Hombre de Metal descendió de su máquina y se inclinó sobre el prisionero, y miró algo detenidamente. Luego volvió a levantarse e hizo un gesto, y los cuatro Hombres de Metal soltaron a Bas. Bas se puso en pie, trastabillando. Gritó. Los Hombres de Metal no se movieron. Bas echó a correr desesperadamente hacia el pueblo.
Los Hombres de Metal se volvieron.
Maol sabía que los Hombres de Metal buscaban siempre a los más jóvenes y robustos. Él lo era.
Los Hombres de Metal lo buscaban a él.
Se acurrucó aún más. Los cuatro Hombres de Metal plateado entraron en el maizal. Podía oír el golpear de sus pies sobre la tierra blanda, el rumor de las cañas al ser apartadas. No importaba dónde uno se ocultara, lo encontraban siempre, siempre, siempre. Era inútil seguir escondido. Se levantó y echó a correr, saliendo de la protección de las cañas.
Entonces vio tres cosas. Primero, al Hombre de Metal negro al otro lado del campo, mirando directamente hacia él con su cara inexpresiva, lisa, donde tan solo brillaban dos ojos iluminados con una luz interior. Segundo, el movimiento de las cañas que señalaban a los otros cuatro Hombres de Metal plateado: avanzando hacia él. Tercero, a Tana, allá a la derecha, algo lejos aún, avanzando también hacia allá.
«¡Oh, no! —gimió—. ¡Por los pájaros, Tana, aléjate! ¡Vete de aquí!»
Arrojó a un lado la vara, sabía que no le serviría de nada, sólo de estorbo. Echó a correr. El maizal estaba cortado: los cuatro Hombres de Metal se desplegarían y le cortarían el paso, fuera por donde fuera. Sólo le quedaba la parte de atrás. Allí había un torrente, separado del campo por un talud de unos ocho metros de altura. Era su única salida.
Corría en zig-zag. Un oscuro sentimiento le decía que tal vez así les engañaría, haciéndoles creer que iba hacia otro sitio. Corría diagonalmente hacia el torrente, como si quisiera escapar por un lado del campo, el opuesto al que veía avanzar a Tana. Tal vez así se dirigirían hacia el otro lado del campo, con la intención de cortarle el camino allá delante. Y de pronto giró bruscamente hacia la izquierda, y empezó a descender el talud.
Entonces se dio cuenta de que no les había engañado. No podía engañarse a los Hombres de Metal. Dos de ellos habían atravesado ya el campo y estaban en el borde mismo del talud, avanzando diagonalmente hacia él. Se asustó. Los Hombres de Metal no corrían nunca, nunca se apresuraban, pero avanzaban tan rápidos como él. Intentó desviar su carrera, y se enredó con sus propios pies en el plano inclinado del talud. Perdió el equilibrio. Adelantó las manos para protegerse, pero la tierra era blanda. Cayó rodando. Sintió un dolor agudo en el tobillo derecho, lanzó un grito. El mundo giraba a su alrededor. Y, de repente, todo se detuvo. Sus manos estaban hundidas en el agua.
Intentó levantarse, pero algo pulsante en su tobillo le hizo lanzar un grito y volvió a caer. Los dos Hombres de Metal estaban ya muy cerca de él, abajo en el torrente, a su mismo nivel. Los otros dos estaban arriba en el talud, mirándole. Estaban inmóviles, como si ya no importara su ayuda. En realidad no importaba.
Los dos Hombres de Metal plateado estaban junto a él. En un desesperado esfuerzo, Maol se lanzó contra uno de ellos, se abrazó contra él, intentó derribarlo. El cuerpo plateado era duro y frío como el metal de su cuchillo en las noches de invierno. El Hombre de Metal ni siquiera se tambaleó. Sintió una fuerte presión en su brazo, algo que le arrastraba. Se debatió. Algo le sujetó por el cuello, una tenaza de hierro, y de pronto se sintió como inmovilizado. Se vio alzado en vilo, transportado talud arriba.
Allá estaba el quinto Hombre de Metal. Se acercó a él, los ojos encendidos como los carbones de hoguera. Intentó debatirse, pero algo lo inmovilizaba, la presión de los dedos en su cuello, no sabía. Le obligaron a tenderse en el suelo, le sujetaron por manos y pies. El Hombre de los ojos encendidos se inclinó sobre él, palpó los huesos de su cara, de su cráneo, miró sus dientes, sus encías, sus oídos; apretó su abdomen, sus muslos; sus dedos de metal negro se clavaron en sus bíceps, apretaron hasta hacerle daño. Tal vez me dejarán libre, pensaba, tal vez... El Hombre de Metal negro se levantó. Hizo un gesto. Los otros levantaron a Maol en vilo.
Era como una sentencia.
Tana llegaba corriendo desde el otro lado del maizal. Gritaba su nombre, fuertemente, desesperadamente. Maol intentó librarse y decirle algo, gritarle que se apartara, que se fuera de allí. Se debatió, pero era inútil. Tana llegó a su lado, se arrojó contra el Hombre de Metal negro, golpeó su duro pecho de metal con sus puños.
—¡Oh, no, déjenlo, déjenlo! ¡Por los pájaros, llévenme a mí, llévennos a todos, pero déjenlo! ¡A él no! ¡A él no!
El Hombre de Metal negro la apartó de un empujón, sin rudeza, sólo firmemente, y Tana cayó al suelo. Maol gritó su impotencia. Los Hombres de Metal eran impasibles, máscaras inexpresivas, sin emoción. Lo levantaron en vilo, lo llevaron en volandas. Maol intentó resistirse, luchar, pero sabía que era inútil. A medio camino desistió.
Lo subieron a la máquina. Tana corría hacia ellos, llorosa, gritando el nombre de Maol. La máquina se puso en marcha. Tana intentó seguirla, pero pronto quedó atrás. La máquina levantaba una gran polvareda en el camino. Allá adelante, ominosa, se levantaba la Ciudad de los Hombres de Metal.
La Ciudad de los Hombres de Metal ocupaba la colina, dominando todo el valle. Nada podía verse de su interior, tan sólo la alta pared lisa del muro que la rodeaba, los lisos contrafuertes que nada ni nadie podía escalar. Nadie sabía lo que había allí dentro, la Ciudad de los Hombres de Metal, el lugar mágico que nadie quería ver, porque entrar allí significaba no regresar nunca.
Y ahora iban hacia allá, el destino de Maol había sido señalado. La máquina llegó al pie de la altísima muralla. Había en ella una entrada, la única puerta de acceso a la ciudad, una enorme losa de más de veinte metros de alto, gruesa como dos hombres puestos uno al lado del otro con los brazos en cruz, tan pesada que ni mil hombres usando todas sus fuerzas podrían moverla ni un milímetro. Pero se abrió por sí sola ante la máquina de los Hombres de Metal, y volvió a cerrarse silenciosamente a sus espaldas, sin el menor ruido, liviana como una pluma.
Y estaban dentro de la Ciudad.
Maol había olvidado un poco el pulsante dolor de su tobillo. Entre aterrorizado y maravillado miraba a su alrededor, y sus ojos se desorbitaban. La Ciudad de los Hombres de Metal era eso, una verdadera Ciudad, tal y como las describían los antiguos libros que sólo unos pocos de entre los muy ancianos sabían leer. Había en ella altas torres, y agujas, y cúpulas, y arcos, y bóvedas, y puentes. Allí estaba todo el arte que los viejos decían haber olvidado, todo lo que, según las antiguas leyendas que se contaban al amor de la lumbre y que casi nadie creía, había sido en otro tiempo dominio de los hombres, antes de que los Hombres de Metal los echaran de las ciudades. Las calles eran rectas, el suelo libre de fango y polvo, las entradas de las casas limpias y protegidas por placas transparentes. No había chozas, los edificios eran muy altos, como aquellos de las viejas ilustraciones carcomidas por el polvo y las ratas. Las calles estaban llenas de gente, y todos eran Hombres de Metal. No hablaban entre ellos, no había grupos; todos iban mirando al frente, rápidos, apresurados. No se volvían para ver la máquina y sus ocupantes; seguían su camino indiferentes, entrando y saliendo de los edificios, cruzando por los puentes, sus rostros lisos, plateados, todos iguales, sólo la luz de sus ojos, aquellos rostros que le recordaban algo, no-sabía-el-qué, que le contara en una ocasión el hechicero, hacía mucho tiempo, cuando él era niño. Aquellos rostros inmutables, y los cuerpos plateados, sin ropa que los cubriera, sin nada que ocultara su acerada desnudez. Gimió levemente, estremecido, asustado, temblando, sintiendo ganas de orinarse de miedo, de excitación, de emoción. Un mundo desconocido, y el pueblo allá afuera, y Tana, y el anciano jefe moribundo, y sus compañeros, y el maizal, y los pájaros, aquellos pájaros que nunca, nunca habían sido vistos sobrevolando la Ciudad.
La máquina atravesó muchas calles, giró a derecha e izquierda, y de pronto se detuvo ante un gran edificio circular muy alto, en el centro mismo de la Ciudad. Los cuatro Hombres de Metal lo obligaron a descender, y Maol puso el pie en el suelo y gimió, sintiendo su tobillo estallar en dolor. Dos de los Hombres de Metal lo cogieron entre sus brazos y lo arrastraron firme pero suavemente, y el Hombre de Metal negro se puso ante ellos, precediéndolos, y entraron en el edificio.
Y entraron en la luz. Porque allí dentro había luz, una luz extraña, suave y clara, que lo inundaba todo, arrojando las sombras a algún desconocido lugar. Entraron allí y recorrieron las entrañas del edificio, estancias y pasillos, hasta llegar a una pequeña cabina que no tenía más salida que la puerta por donde habían entrado. La puerta se cerró por sí misma, tras ellos se oyó un ruido, y toda la cabina vibró. La puerta volvió luego a abrirse, y Maol gritó de sorpresa y de susto: estaban en otro sitio.
Y avanzaron por más corredores, atravesando puertas que se abrían por sí mismas, estancias inundadas por la suave pero potente luz que venía de ningún sitio. Y entraron en otra cabina con una sola entrada, y la cabina volvió a llevarles mágicamente a otro lugar. Y volvieron a recorrer otros pasillos y otras estancias y, al final, una puerta.
Tras la puerta había una habitación. Los dos Hombres de Metal dejaron a Maol de pie en el suelo y salieron. La puerta se cerró tras ellos. Allí dentro sólo quedaron el Hombre de Metal negro y Maol.
Maol miró temerosamente a su alrededor. La habitación estaba completamente desnuda, sólo las cuatro paredes, tres de ellas lisas y uniformes, la cuarta llena de extraños relieves y jeroglíficos, esferas, discos metálicos, placas grabadas, palancas, luces. El tobillo ya no existía, el asombro y el miedo eran demasiado grandes para que se acordara de él.
—¿Cómo te llamas?
Maol dio un brinco, y gritó al volver a poner el pie dañado en el suelo. La voz había surgido de la pared de los relieves, de ninguna parte concreta, una voz difusa y metálica, insospechada y abstracta. Allí no había nadie... nada.
—Te he preguntado cómo te llamas —dijo de nuevo la pared.
Maol tragó saliva. La Ciudad de los Hombres de Metal era magia, lo sabía, lo decían las leyendas de los ancianos. Pero aquello era demasiado para él. Sentía que iba a desvanecerse. Hizo un esfuerzo por recuperar su aplomo y su dignidad.
—Ma... Maol —logró articular.
—Bien, Maol —dijo la pared—. Sé que estás asustado, pero no temas. No tenemos intención de hacerte el menor daño. Acércate.
Maol vaciló. ¿Adonde debía acercarse? Algo brilló más fuerte en la pared de los relieves, como si algo desconocido hubiera escuchado sus pensamientos.
La voz dijo:
—Aquí, donde se ha encendido esta luz. Vamos, no tengas miedo.
Se acercó renqueando, reluctante. La luz era como un ojo, y aquel ojo estaba sujeto a una varilla vertical brillante que iba del techo al suelo de la habitación. Un redondo ojo de cíclope.
—Desnúdate —dijo la pared.
Y de pronto Maol sintió un miedo repentino, y un extraño pudor: la vergüenza del hombre desnudo, el miedo del hombre indefenso.
—Vamos, desnúdate. O llamaré para que lo hagan.
Maol levantó las manos: no, no, no quería que los Hombres de Metal volvieran a tocarlo. Se quitó apresuradamente la ropa, la tiró al suelo. Miró el sucio montón, miró su sucio cuerpo. Se sintió pequeño, triste, frío. Tenía la sensación de que alguien, oculto en algún lugar, lo estaba observando. ¿Dónde estaban los demás, los que habían sido llevados a la Ciudad antes que él?
—Ponte delante del foco.
Maol dudó. ¿Foco? El ojo, ante él, parpadeó levemente.
—Sí, ante la luz. Vamos, rápido.
Obedeció. El ojo se movió silenciosamente sobre el soporte de la varilla vertical, subió y bajó. La luz recorrió su cuerpo de pies a cabeza, varias veces. Sintió una extraña sensación, como si algo lo atravesara de parte a parte, como si la luz convirtiera en transparente su cuerpo. Miró al Hombre de Metal negro, inmóvil en un ángulo de la estancia, con los brillantes ojos fijos en un punto indeterminado, como si no le importara nada de lo que estaba sucediendo. Como muerto.
—Ponte de espaldas.
Obedeció. Una cosa se había fijado en su mente: era mejor obedecer. Debía obedecer. Mientras lo hiciera así, había dicho la pared, nada desagradable sucedería.
—Ahora de lado.
La luz subía y bajaba, una y otra vez. Y de pronto se apagó.
—Sí —dijo la pared—. Tienes un tendón dislocado en el tobillo derecho, habrá que hacerte una cura de regeneración. Pero sirves.
Aquello puso de nuevo en movimiento al Hombre de Metal negro, se acercó a Maol y le hizo un gesto. No le tocó. Pronunció una sola palabra en su rostro sin boca:
—Ven.
Así supo Maol que el Hombre de Metal negro también tenía voz.
Era todo como un sueño, como una de aquellas pesadillas que le asaltaban a menudo en las noches oscuras, cuando era más joven, cuando no tenía a su lado a nadie cuyo cuerpo le infundiera calor, mientras oía a los pájaros graznar sobre los maizales y los golpes de las varas, y luego el olor acre de la carne y las plumas quemándose en las hogueras rituales, cuando aún no sabía lo qué era una vigilancia en los campos ni golpear a los pájaros con la vara; o como cuando era niño, cuando escuchaba soñadoramente las antiguas leyendas de los ancianos que hablaban de esplendor y poderío, y se imaginaba a sí mismo sobre aquel mítico animal llamado caballo, recorriendo los campos y entrando gloriosamente en las Ciudades. Era como una mezcla de emoción, de goce y de dolor, un impreciso sentimiento de hallarse ante algo que era irreal, que tenía que ser irreal, un sueño del que despertaría en cualquier momento, para hallarse con Tana entre sus brazos, anidándole en su seno, como cuando su madre le cobijaba antaño en su regazo, mientras allá afuera se oían los gritos y las carreras y las voces de: «¡Los Hombres de Metal!»
Pero no era un sueño. El Hombre de Metal negro lo arrastraba consigo, recorriendo pasillos y pasillos. Así, desnudo, se sentía como desamparado, como si hubiera perdido lo único que ya le quedaba, el derecho a pertenecer el género humano. Otros Hombres de Metal se cruzaban esporádicamente con ellos, y nadie le miraba, y sus ¿rostros? inexpresivos seguían siempre vueltos al frente, como si él no existiera o como si, aún existiendo, no tuviera la menor importancia. Por momentos sentía deseos de echar a correr, de huir de allí, perdiéndose por los pasillos, en busca de una salida que sabía que no encontraría nunca, una salida para su mente más que para su cuerpo. Pero se retenía, porque sabía que no conseguiría nada, que le bastaría al Hombre de Metal negro adelantar una mano para sujetarlo, levantar una mano para hundirle el cráneo de un golpe.
¿Para qué querían los Hombres de Metal a las mujeres y a los hombres que se llevaban del poblado? Bueno, había una explicación para las mujeres, las leyendas de los ancianos decían siempre que los Hombres de Metal no tenían mujeres. Pero ¿y los hombres? ¿Los querían acaso para torturarlos, para someterlos a desconocidos experimentos de magia, tal vez para convertirlos en otros Hombres de Metal? ¿Y Jo, y Tool, y Asti, aquellos que habían sido capturados y llevados a la Ciudad antes que él? ¿Dónde estaban?
La pared tatuada le había dicho: «No tenemos intención de hacerte el menor daño». ¿Pero quién había tras de la pared tatuada? ¿Quiénes eran «nosotros»? Maol andaba cojeando, y veía a los Hombres de Metal pasar en uno y otro sentido, todos iguales, como si fueran la repetición de uno solo, siempre el mismo. Y luego dejaron de pasar, y sólo iban él y el Hombre de Metal negro por el pasillo, atravesando las estancias, entrando en las cabinas mágicas que le cambiaban a uno de lugar.
Y pasaron por un corredor una de cuyas paredes no existía, o mejor sí, aunque estaba formada por placas de un material que no se veía. Maol miró al exterior y sintió vértigo. Estaban muy arriba, y se preguntó cómo habrían llegado hasta allí, puesto que no habían subido por ningún plano inclinado. Desde aquel lugar podía dominarse toda la ciudad, con la alta muralla circular que la rodeaba, y más allá, a lo lejos, las azuladas montañas, algunos valles, el verdor del campo distante. ¿Dónde estaba su poblado? Allá abajo, en algún lugar desconocido, no sabía dónde. Y el maizal, y los pájaros. Este invierno pasarán hambre, pensó. Y se sorprendió al darse cuenta de que estaba pensando en tercera persona, como si él ya no formara parte de aquel mundo, como si hubiera sido desgajado para ser transplantado a la Ciudad de los Hombres de Metal. Y se estremeció al pensar que era la verdad.
Llegaron al fin ante una puerta. El Hombre de Metal negro se paró, la puerta se abrió por sí misma, y entraron.
Dentro había una multitud de extraños artefactos, y varios Hombres de Metal plateado. Había como una especie de concavidad en el piso, una depresión blanca llena de agua.
Al entrar Maol, los Hombres de Metal se inmovilizaron y le miraron. El Hombre de Metal negro señaló la depresión en el suelo.
—Métete ahí —dijo. No era una orden: sencillamente, era una indicación.
Y Maol obedeció. Se metió en la depresión llena de agua, y el agua se enturbió. Los hombres de Metal plateado bajaron algo del techo, como un enrejado, y unas finas gotas de agua llovieron sobre él. El agua era templada y agradable. Luego la lluvia cesó, y algo succionó el agua que había en la depresión, y el agua del enrejado volvió a caer sobre él hasta llenar la depresión de nuevo, para ser vaciada después otra vez, y así tres veces consecutivas. El agua que caía del enrejado tenía un olor desconocido, aromático y penetrante, un olor que embriagaba. La primera impresión de susto había desaparecido automáticamente, dando paso a otra sensación de bienestar. Era como una lluvia de agosto, cálida y refrescante, perfumada y suave.
Otros Hombres de Metal se movían por la estancia, llevaban y traían cosas. La lluvia dejó de caer, el agua se marchó de la depresión. Un artefacto extraño arrojó un chorro de aire contra su cuerpo, y el aire era cálido y agradable. Las gotitas de agua que mojaban su piel se secaron, y Maol sintió una extraña sensación de bienestar como nunca había sentido. Otro hombre de metal frotó su tobillo con algo caliente. El Hombre de Metal negro le hizo un gesto, invitándolo a salir de la depresión.
—Ven —dijo.
Otra puerta se abrió ante ellos, y pasaron a una estancia contigua. Allí, en el centro, había una cama. Pero no era el tosco jergón del poblado, hecho con tela áspera y plumas de los pájaros, ni siquiera el gran lecho suave que tenía el jefe, heredado de generación en generación. Era algo más, mucho más. Un mueble enorme, con un dosel inmenso, con finas telas colgando por todas partes, suave y cálido, un lecho de Otros Tiempos, tal y como lo describían algunos de los libros antiguos que leían por las noches los ancianos. A un lado, todo un paño de pared estaba lleno de puertas, y el Hombre de Metal negro abrió varias. Dentro había ropa, pero no era tampoco la tosca ropa tejida burdamente por las mujeres del poblado, sino ropa fina de brillantes y llamativos colores, sedosa al tacto como la piel de una mujer joven. Todo olía penetrantemente, y el olor era agradable y embriagador a la vez, perfume de flores silvestres, esencias desconocidas.
El Hombre de Metal negro rebuscó entre toda aquella ropa, y tomó unas prendas. Se las tendió a Maol.
—Toma —dijo—. Póntelas.
Maol miró desconcertado aquel puñado de sedosa tela. No sabía cómo podía ajustarse aquello sobre su cuerpo, no sabía siquiera si aquello podía servir para ser ajustado sobre su cuerpo. Pero instantáneamente, sin que nadie diera ninguna señal, dos Hombres de Metal plateados penetraron en la estancia, cogieron aquellas ropas y le ayudaron a colocárselas. Lo hicieron delicadamente: sus frías manos eran suaves y sensitivas como las de una mujer, apenas rozaban su cuerpo al ajustar los pliegues, como si no hubieran hecho nunca nada más que aquello. ¿Por qué?, se preguntaba Maol. ¿Por qué todo esto, qué es lo que pretenden? Intentaba comprender, pero su cerebro estaba embotado. ¿Aquello era lo que esperaba a los hombres que entraban en la Ciudad de los Hombres de Metal? ¿Aquel era el horrible destino?
Los dos Hombres de Metal plateado terminaron de vestirle, y se retiraron silenciosamente. El Hombre de Metal negro lo miró fijamente con sus ojos luminosos, como estudiándolo.
—Ahora sígueme —dijo. Maol lo siguió. Llegaron a una puerta. Al otro lado había una estancia. Entraron.
Maol sintió que su corazón se detenía. Aquella era una estancia enorme. Un techo abovedado, unas paredes llenas de extraños relieves como los de aquella primera estancia, pero mucho mayores, mucho más abundantes, a lo largo de todo un panel circular. Y, en medio, un gran cubo de metal también esculpido, con grandes ojos redondos, luminosos, enormes cuadros parpadeantes, inscripciones simbólicas, números. Una puerta, en el centro. Y, ante ella, un sillón.
—Ven. —La voz surgió del cubo, y resonó con mil ecos en la pared circular y en la alta bóveda—. Ven, acércate.
Maol se estremeció. Había sido demasiado en tan poco espacio de tiempo. No había nadie allí, y la voz sonaba como si el cubo tuviera vida propia, como si las parpadeantes luces fueran los guiños burlones de miles de ojos, como si las palabras surgieran de miles de bocas inexistentes.
—¿Quién... quién eres? —preguntó, aterrado.
El Hombre de Metal negro no había pasado de la puerta. Se retiró, y la puerta se cerró silenciosamente ante él. Maol estaba solo en la enorme estancia, solo... con el cubo.
—Vamos, ven aquí —dijo el cubo, impacientemente—. No tengas miedo. Siéntate.
Maol avanzó unos pasos, pero sólo unos pasos. Sus rodillas temblaban. Sí, era el cubo. Tenía que ser el cubo. El sillón giró lentamente sobre sí mismo, como ofreciéndose.
—Vamos, ven a sentarte. Charlaremos un poco.
Maol terminó de avanzar y se sentó con cuidado, como si temiera algo, que el sillón estuviera ardiendo, o que fuera un bloque de agua helada, o que estuviera dispuesto a tragarlo, o que le sujetara, como la goma de algunos árboles, contra su blanda superficie. Pero nada sucedió.
—¿Quién... quién eres? —repitió, no sabiendo hacia dónde mirar.
El sillón giró de nuevo, enfrentándolo al cubo. Las cosas redondas, como grandes ojos iluminados, parecían observarle, con sus luces parpadeantes en múltiples guiños.
—No importa quién sea... Lo soy todo. Soy la Ciudad, y todos sus habitantes, y las calles, y los edificios, y los Hombres de Metal... Vosotros los llamáis así, ¿verdad?
Maol calló. No tenía voz. Se hallaba ante un dios, ahora estaba seguro. El dios del que hablaban los antiguos libros, el dios que invocaban los hechiceros al hacer sus encantamientos, el dios que les había arrojado del paraíso de las Ciudades para dárselas a los Hombres de Metal.
—Los Hombres de Metal... —murmuró muy quedamente.
—Es una palabra como otra cualquiera —dijo el cubo con voz inalterada—. Antes nos llamabais robots, pero luego olvidasteis nuestro origen, olvidasteis que nacimos a manos vuestras, olvidasteis incluso nuestro nombre, y pasamos a ser los Hombres de Metal. Desde el momento en que nos construisteis de modo que pudiéramos valemos por nosotros mismos y ya no os preocupasteis más por nosotros... Bueno, vosotros erais estúpidos, tan abandonados a vuestra propia indolencia que no tardasteis en olvidarlo todo, incluso que nos creasteis para serviros, pese a lo cual nos disteis la libertad de elegir nuestro propio destino. Y por eso lo tomamos. Por eso tuvisteis que iros, y por eso cerramos las Ciudades y os dejamos afuera, porque ya no servíais para nada, ni siquiera para darnos órdenes.
—Pero tú eres...
—Ya te lo he dicho: soy la Ciudad y todo lo que hay en ella. Todo esto que ves a tu alrededor, y hacia abajo hasta cincuenta metros bajo tierra, es mi cuerpo, todos los robots que circulan por la Ciudad son mis manos. Oh, tú no puedes comprender. Ninguno de vosotros puede comprender: por eso es perder el tiempo el explicároslo. Vosotros pensáis en individualidades: un hombre, dos hombres, un poblado de hombres. Para nosotros, lo único que importa es el conjunto. La Ciudad no es una unión de individuos aislados, sino una sola entidad, en la cual todos somos órganos, y donde yo desempeño el papel de coordinador.
—Pero yo...
—Tú eres un hombre, sí. Y nosotros hemos nacido para los hombres. Por eso has sido traído hasta aquí.
—Yo...
—Escucha. Hemos buscado el mejor ejemplar entre todos vosotros. Siempre buscamos el mejor ejemplar. Ahora te ha correspondido a ti. Porque no necesitamos sólo a un hombre, compréndelo; necesitamos al Hombre.
Maol sentía una extraña opresión en la garganta. Los ojos le dolían. El cubo bailaba ante él, con sus luces parpadeantes. El sillón era cálido bajo su cuerpo, las ropas suaves. Pensaba en el poblado, en Tana, en lo irreal de todo lo que le rodeaba ahora. Cerró los ojos fuertemente, hasta que su cabeza se pobló de luces. Quiso decir algo, pero no sabía.
—Te hemos traído hasta aquí, porque te necesitamos como nuestro Hombre. Antes de ti vinieron otros tres, pero nuestra máquina de selección los desechó porque no reunían las condiciones necesarias. Cada vez se hallan menos hombres completos. Afortunadamente, tú has pasado el examen.
—¿Y... ellos?
—Bueno, tuvimos que eliminarlos. Pero esto no debe preocuparte. Es de ti de quien estamos hablando ahora. Has visto un poco de lo que puede ser tu vida en la Ciudad. Te ofrezco el quedarte.
—¿En la ciudad?
—Sí.
—¿Para... siempre?
—No puedo engañarte: no. Estarás aquí solamente mientras te necesitemos: mientras sigas cumpliendo los requisitos mínimos exigidos en sus revisiones periódicas por la máquina de selección. Mientras seas joven, fuerte, completo. Luego, cuando estos atributos se ajen, buscaremos a otro para que te sustituya, como ahora te hemos buscado a ti.
—Pero... y a cambio... ¿qué deberé hacer?
—Nada. Solamente mostrarte ante nosotros cuando te reclamemos. Ser nuestro Hombre..., nuestro dios, como lo llamaríais vosotros. A cambio de ello te ofrezco la mejor vida que puedas desear: todos los servidores que necesites, todas las mujeres que pidas y cuando las pidas, todas las satisfacciones físicas que se te antojen.
—¿Todas... las mujeres?
—Sí. Y cuando te canses de las que tengas, las eliminaremos y te traeremos más. Tendrás toda la comida que desees, nuestros laboratorios pueden sintetizar cualquier cosa que pidas; tendrás diversiones, placeres; dispondrás de todo lo que se te antoje... menos libertad. No podrás salir de la Ciudad, no podrás salir de este edificio. Serás nuestro Hombre... y te deberás a tu cargo.
—¿Y si... no aceptara?
—Te eliminaremos y buscaremos a otro. Aunque nos costará encontrarlo.
Maol se sentía confuso. Todos aquellos eran conceptos que no comprendía, retazos de viejas leyendas que había tomado siempre tan sólo por eso: por leyendas. Pero había algo que sí comprendía. De cualquier manera no regresaría jamás a su poblado, no saldría ya de la ciudad; pero tenía la oportunidad de una vida muelle, regalada. No tendría que combatir a los pájaros en los maizales, no pasaría frío ni hambre, podría tener las mujeres que quisiera con él, podría tener a Tana. No debería preocuparse por nada, y esto era lo importante.
—¿Y mis obligaciones? —preguntó.
—Sólo una: deberás mostrarte a nosotros siempre que te solicitemos.
—¿Cómo?
—Ven.
El sillón se inclinó hacia adelante, como invitándolo a levantarse. La puerta que había en el cubo, frente a él, se abrió silenciosamente, mostrando una pequeña cabina cerrada. El cubo dijo:
—Entra.
Maol entró. Ya no se sentía asustado, el miedo y el desconcierto habían sido sustituidos por una cierta curiosidad. La puerta se cerró tras él.
—El Hombre de Metal negro que te ha traído hasta aquí será siempre tu servidor. Fue creado exclusivamente para esto, y por ello puede incluso hablar. Él te dirá cuándo deberás abandonarlo todo y venir aquí.
Se oyó un leve zumbido, y la cabina vibró. Luego la puerta volvió a abrirse... y ya no era el mismo sitio de antes. Se hallaba ahora en una amplia habitación rectangular, ricamente adornada. Y en el centro, sobre un pedestal, había algo..., una silla..., un sillón..., un trono.
—Aquí —dijo la voz del cubo a sus espaldas—. Siéntate aquí.
Maol avanzó hacia el pedestal. Sí, era un trono, tal y como lo describían los ancianos del poblado al hablar de los míticos reyes de las antiguas leyendas. Los brocados, los colores brillantes, la suave madera pulimentada. Un trono para él.
—Vamos. Siéntate.
Se sentó. Era blando y cálido. Y digno. Instintivamente adoptó una postura altiva.
—Cuando te llamemos, no deberás hacer nada más que venir aquí. Venir aquí, y sentarte. Nada más, ¿comprendes?
Maol sintió que una inquietud le invadía repentinamente.
—¿Y... mi antecesor? —preguntó de pronto.
—No te importe —dijo la voz del cubo—. Para nosotros todos sois iguales. Ahora eres tú. Atención.
Se oyó un chasquido y, de pronto, toda la pared que estaba frente al trono se hizo transparente. Se hizo transparente, y mostró al otro lado otra estancia, vasta, enorme. Estaba débilmente iluminada, y la escasa luz permitía tan sólo ver un suelo de mármol negro, las paredes desnudas, el techo liso y oscuro... y la multitud de Hombres de Metal que la llenaban. Y, simultáneamente, la habitación donde se hallaba Maol ganó en luz, brilló esplendorosamente, deslumbrante de color.
—No te muevas —dijo la voz a su espalda—. No has de hacer nada. Permanece inmóvil, así. Ahora levanta lentamente una mano..., así. Nada más.
Todos los Hombres de Metal, al otro lado de la pared transparente, miraban hacia allá. Vieron su gesto. Y, todos a una se arrodillaron humildemente. Inclinaron sus cabezas. Y le adoraron.
Era el Hombre..., su dios.
—¿Y...? —dijo la voz del cubo.
Maol hinchó el pecho. No comprendía demasiado, pero aquello le gustaba. Miró la masa de cuerpos de metal arrodillados ante él. Entendió que le rendían su tributo, y se sintió importante. Sonrió. El orgullo de su raza estaba haciendo nido en su pecho.
—Quiero a Tana —dijo imperativamente.
—La tendrás —respondió la voz.