I
El intermitente rojo parpadeó, se apagó, volvió a encenderse definitivamente. Arrancado de la duermevela en que le había sumido la monótona vigilancia de la pantalla del hiperradar, Jean Michaud sacudió la cabeza, ahuyentando las últimas brumas de su entumecimiento. Sobre el fondo fluorescente, entre unas pequeñas manchas, reflejos de polvos cósmicos, acababa de aparecer un punto más claro. Con un gesto rápido, Michaud bajó la manecilla del comunicador.
—¡Contacto, comandante!
—¡De acuerdo!
Un minuto después, el comandante Olivarez estaba allí. Pequeño, moreno, el rostro enjuto y alargado partido en dos por la sombra de un poblado bigote que la navaja no conseguía borrar, contrastaba notablemente con el joven alférez de navío, que con su corpulencia y su elevada estatura —un metro noventa— aplastaba el asiento de metal.
—¿Desde cuándo tiene usted ese contacto?
—Le he llamado inmediatamente, comandante. Estamos al máximo alcance.
—¡Cien millones de kilómetros! Eso nos concede algún tiempo, si se trata de algo que no sea un asteroide o un cometa. A esa distancia, el telescopio no nos servirá de nada. Ninguna idea acerca de su trayectoria, ¿verdad?
—El Fijascope no indica nada, por ahora.
—Bien. No lo pierda de vista.
Michaud vaciló un segundo.
—¿Vamos a su encuentro, comandante?
Olivarez no acostumbraba a discutir sus decisiones con sus subordinados. Esta vez hizo una excepción.
—Todavía no lo sé. En el sector en que nos encontramos no hay colonias ni razas no humanas conocidas. ¿Un explorador? Nos aseguraríamos fácilmente de ello emitiendo un mensaje, pero prefiero abstenerme, si se trata de una nueva raza. Si sus radares no son tan buenos como los nuestros, podríamos acercarnos lo suficiente como para utilizar el telescopio antes de que nos localicen a nosotros...
—En ese caso, ¿por qué no ensayar la longitud de onda del código del Servicio? Si no son de los nuestros, hay pocas posibilidades de que estén en esa frecuencia.
—¡Vamos, Michaud! Nosotros tenemos un monitor, que escucha en todas las longitudes prácticas. Ellos pueden hacer lo mismo.
—Bien, comandante. ¿Cuántas de nuestras expediciones han encontrado razas no humanas, hasta ahora?
Olivarez era un xenólogo de renombre al mismo tiempo que comandante del explorador La Fulgurante.
—Diecisiete. Pero ninguna en ese cuadrante.
Al quedarse sólo, el joven alférez fijó su atención en los aparatos. El punto luminoso parecía inmóvil. Michaud activó la pantalla de visión. No esperaba ver la astronave extranjera, suponiendo que se tratara de una astronave: estaba demasiado lejos. Abajo, a la izquierda, velada por el fotocompensador automático, centelleaba la estrella cuyo sistema acababan de explorar, y, en el centro, el cuarto planeta, su objetivo, nadaba majestuosamente en el espacio, pequeña mancha redonda y verdácea.
—¿Qué diablos hacen en el continuum, tan cerca de un mundo? Si son de los nuestros, podemos despedirnos de la mitad de la prima de descubrimiento... Y si son extranjeros... ¿Vienen también en calidad de exploradores, o están ya en su casa?
La aguja del Fijascope osciló, avanzó ligeramente hacia la derecha.
—¡Caramba! ¡En línea recta hacia nosotros, me parece! ¡Comandante, es una astronave!
El sonido metálico del timbre «todos a sus puestos» desgarró el ruido de fondo producido por el zumbido de las máquinas. Unos instantes después, un joven pelirrojo y delgado se dejó caer sobre el asiento de la izquierda: Jerry Dahl, el telemetrista-radar al que Michaud había revelado. Diez segundos más tarde, el oficial de tiro, Boris Ivanov, se sentaba a la derecha, tras haber cerrado la puerta con compartimiento estanco. El equipo del puesto I estaba completo.
—¿Qué has localizado, Jean? ¿Un extranjero, o un compañero que nos quiere birlar la prima?
Las largas manos delgadas y cubiertas de manchas rojizas se movían sobre las manecillas con una destreza que Michaud no hubiese podido igualar.
—¡Eso es lo que me gustaría saber!
Metalizada por el comunicador, la voz de Olivarez interrumpió la conversación:
—Acabamos de emitir la señal de reconocimiento. Es casi seguro que hemos sido localizados. Sin embargo, no podemos esperar una respuesta antes de diez minutos. La probabilidad de que se trate de una astronave extranjera es elevada. Acabo de releer las instrucciones que nos dieron en el momento de salir de la base: nuestro camarada más próximo, el Antares, se encuentra a unos cien años luz de nosotros.
»Pocos de ustedes han participado ya en un primer contacto. Debo recordarles que la sangre fría y la disciplina son las cualidades más indispensables. Todo el futuro de las relaciones entre los hombres y los otros puede depender de los minutos que van a seguir. Nadie debe disparar sin orden formal, aunque estemos bajo el fuego, aunque seamos tocados. A partir del momento en que suene la alerta roja y el zafarrancho de combate, quiero a todo el mundo en espaciandra interior. Que nadie lo olvide. ¡Nada de tonterías a ese respecto! No son molestas, han sido concebidas especialmente, y les darán tiempo para endosarse las verdaderas espadañaras, si por desgracia las necesitan. Nada más. ¡Telemetrista, su informe!
—Dirección 000, distancia 98 millones. Velocidad 5.000 kilómetros por segundo, composición radial. Velocidad tangencial desconocida —cantó Jerry Dahl.
—¡Oficiales de tiro, su informe!
—Tubos 1 y 2 cargados, cabezas termonucleares, tubos 3 y 1 cargados, cabezas atómicas, tubos 5 y 6 cargados, cabezas químicas —respondió Ivanov.
—Tubos 7 y 8 cargados, cabezas termonucleares, tubos 9 y 10 cargados...
Sucesivamente, los seis puestos de tiro desgranaron su letanía de muerte.
—Dirección 000, distancia 97 millones 900 millas, velocidad radial 6.000 km/seg...
—No cabe duda, nos han visto —murmuró Michaud.
—¿Tú primer combate? —interrogó el ruso.
—Sí. ¿Y tú?
—Tres contra los Kzlils...
Con un gesto de enojo, Dahl les impuso silencio. Una brusca presión les pegó a los respaldos de sus asientos: La Fulgurante aceleraba, a 2 g. Transcurrieron los minutos, silenciosos; luego, unos timbrazos entrecortados les hicieron sobresaltar. La alerta roja, que precedía al timbre de zafarrancho de combate.
Michaud saltó, pero Ivanov le había precedido ya. Sacó del armario metálico las tres combinaciones ligeras que les permitirían soportar la descompresión, si no era demasiado brutal, durante el tiempo que necesitarían para colocarse las espaciandras. Fijaron sobre sus rostros la máscara de oxígeno y volvieron a ocupar sus puestos, mientras Dahl se vestía a su vez.
El altavoz clamó:
—Respuesta recibida. El idioma es completamente desconocido. ¡Hijos míos, vamos a tener el honor de un primer contacto! Alférez Michaud, el teniente Caccini va a reemplazarle. Preséntese inmediatamente en el puesto de mando...
—¡Granuja, vas a poder verlo todo!
—...y tráigase su espaciandra.
Un coro de risas saludó, en toda la astronave, aquella última recomendación. Michaud no habría podido endosarse otra espaciandra que no fuera la suya.
—Dirección 3 grados. Este. Distancia 95 millones. Velocidad 7.000 km/seg.
A media voz, Dahl añadió:
—Está maniobrando. ¿Para abordarnos, o para evitarnos? Buena suerte, y hasta pronto. ¡Eso espero!
Cuando Michaud entró en el puesto de mando, Olivarez le esperaba allí rodeado de su estado mayor: el primer teniente Ali Kemal, el segundo teniente Terai, cuya indolencia polinésica no ocultaba del todo su energía, Horqarnaq, el mecánico jefe, esquimal tripudo y risueño, y de dos paisanos, Herr Doktor Müller, el lingüista, y Oumbopa, el astrónomo cafre, el único que por su estatura, ya que no por su corpulencia, podía rivalizar con el alférez de navío a bordo de La Fulgurante.
—Le he enviado a buscar, Michaud, porque según su ficha ha escogido usted la lingüística como especialidad. A partir de este momento, y por el tiempo que sea necesario, queda usted a las órdenes del doctor Müller.
- Ach, mi joven amigo, ¿dónde ha estudiado, y con quién?
—En la academia astronáutica de Reganne, con el profesor Vandenberg.
—¡Perfecto, perfecto! Vandenberg es uno de mis antiguos condiscípulos, y le aprecio mucho, aunque a veces no estemos de acuerdo en la traducción de los rollos de las ciudades muertas de Alpha-Polaris III. Venga conmigo, oirá usted el registro del mensaje que hemos recibido como respuesta al nuestro.
Pasaron a la salita que era el dominio del Herr Doktor.
—¡Siéntese, siéntese! ¡Los alumnos de mis amigos son mis amigos! He aquí el mensaje.
Del magnetófono surgió una voz cantarina:
- Anéo'iditélékrantchaboetélé ansitélékranchatéoutélalou hinéto betéoersiteriskaridoro.
—Tres palabras, o quizás tres frases que no llegamos a descomponer. No entiendo nada.
—¡Yo tampoco, querido, yo tampoco! Teufel, su comandante nos toma por brujos. Si tuviéramos más palabras, y unas imágenes, tal vez conseguiríamos algo. Mein Gott! ¡Cuando pienso en todas las burradas que pueden oírse y leerse sobre el descifrado de idiomas desconocidos! Mire, tengo aquí una novela de un autor cuyo nombre no le daré, porque es demasiado conocido. Pues bien, en esa historia, una de nuestras astronaves llega a un planeta, la tripulación encuentra unas inscripciones, y ¡hop!, en tres páginas, el lingüista de a bordo lee correctamente los textos. ¡Hay que ver! Tome esos famosos rollos de Alpha-Polaris: estamos seguros de que el lenguaje es del tipo del de los Klens montañeses. Pues bien, donde su maestro, mi amigo Vandenberg, lee: Yo, Akka, Rey, hice un sacrificio a los dioses, yo leo: Yo, Akka, Rey tomé una nueva concubina. ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia, ¿verdad? Y yo estoy seguro de que tengo razón. Según sus bajorrelieves, los protoklens eran una pandilla de sátiros. Y Vandenberg es demasiado puritano. Volvamos al puesto de mando, volen sie? Tal vez haya alguna novedad.
Oumbopa reguló minuciosamente el gran telescopio. Situado en la parte delantera de la astronave, y destinado a estudiar de lejos los sistemas visitados antes de acercarse a ellos, el aparato, provisto de un amplificador electrónico, permitía unas ampliaciones fantásticas. Pero sobre su pantalla sólo se veía una pequeña mancha luminosa, sin forma definida.
—Hay que esperar, comandante —dijo el astrónomo negro, con su voz de bajo africana, vibrando más sordamente que una voz europea.
Esperaron, el silencio interrumpido únicamente por los informes de los telemetristas y el «sin novedad, comandante» de los radios que trataban inútilmente de restablecer el contacto con «los otros»
Todo estaba silencioso a bordo de La Fulgurante. Encerrados en los compartimentos estancos, los hombres esperaban la orden que desencadenaría los proyectiles a fusión, o, por el contrario, terminaría con el zafarrancho de combate. Fuera, detrás del delgado casco, ¡oh!, tan delgado ahora, las estrellas taladraban la oscuridad del espacio con su luz sin destellos, y, lejos debajo de la astronave, giraba el planeta desconocido que habían venido a reconocer en nombre de la humanidad y que «los otros» iban tal vez a disputarles. Hasta ahora, la expansión humana en el Cosmos había sido pacífica, con la breve interrupción, diez años antes, de la guerra kzililiana.
Un comunicador zumbó. Olivarez empuñó el receptor.
—Comandante, ahora estamos seguros de que el planeta no emite ninguna forma de energía, aparte de las energías naturales. Ni radio, ni ondas de Kolback, ni radioactividad, salvo lo que es normal.
—Ese mundo, por tanto, carece de vida inteligente, o al menos de civilización industrial.
—A no ser, comandante, que nos hayan localizado y que se hagan el muerto...
—Una civilización no se hace el muerto, como una foca, Horqanaq. Además, en el momento de acercarnos, tampoco nosotros hemos emitido nada. Lo malo es que si esa Tierra del cielo es virgen para nosotros, lo es también para ellos.
Con un gesto, señaló la pequeña mancha luminosa en la pantalla. Se había agrandado, evidentemente. Oumbopa reguló el telescopio.
—¡Ahora se ve una forma!
—Si a eso se le puede llamar forma...
—No es de los nuestros, ni de los Krens, ni de los Hopolpops, ni de los Sinerios, ni de los...
—No hace falta que recite toda la serie, Kemal —interrumpió Terai—. Es algo nuevo, en efecto.
—Probablemente son menos tradicionalistas que nosotros, o que cualquiera otra raza que conozcamos...
—¡Efectivamente! En tanto que nosotros hemos conservado para nuestras astronaves el aspecto exterior de los modelos primitivos, ahusado o esférico...
—Algo de ese tipo había sido propuesto en otros tiempos, cuando nuestros antepasados pensaban poder conquistar el espacio con unos cohetes atómicos...
—¡Era menos complicado!
El aparato desconocido se dibujaba ahora claramente sobre la pantalla. De una parte central en forma de globo partían unas estructuras radiales, como las espinas de un erizo, cada una de ellas terminada en una especie de pala. No era ningún medio de propulsión.
—Deben utilizar el cosmomagnetismo, como nosotros...
—¡Comandante, comandante! ¡Contacto televisivo!
El grito del oficial de comunicación interrumpió los comentarios. La pantalla de televisión se había encendido, recorrida de vivas irisaciones. Tensos, los hombres se limitaron a mirar. Las irisaciones se ordenaban y, durante una fracción de segundo, hubo una imagen.
—¿Ha visto?
—Sí, serían...
—¡Los primeros humanoides localizados!
—¡Imposible! Sobre una imagen tan fugitiva, nuestros ojos...
—En todo caso, buscan el contacto...
—Una emisión equivocada...
—¿Con su nivel técnico? ¿Y hacia quién...?
—¡Ya vuelve!
La imagen se fijó sobre la pantalla. ¡Surgido de las profundidades del espacio, un rostro les miraba, un rostro humano! Desde luego, no podía pertenecer a ninguna raza terrestre. Bajo unos largos cabellos de oro verde, la frente alta, lisa, estrecha, dominaba a unos ojos extraños, de color violeta, almendrados, unos ojos oblicuos, hiperasiáticos. La nariz recta y fina, la boca mediana, sin prognatismo, la piel de un moreno claro, cálido, cobrizo. El cuello era largo y gracioso, las orejas pequeñas pero carnosas, el rostro triangular, y las comisuras de la boca, ligeramente vuelta hacia arriba, le daban un aire de amable ironía.
—¡Dios mío, qué hermosa es! —El grito se le escapó a Michaud.
—Pero, ¿es una mujer?
—¡Mire! ¡Además, ahí está un hombre!
Un segundo personaje acababa de aparecer, algo más alto, de facciones más duras, pero con las mismas características raciales.
—Transmitan a su vez —ordenó Olivarez—. Que vean que también nosotros somos humanos.
—¿No vamos a luchar contra ellos, comandante?
—¡No, si puedo evitarlo! ¡Fotografíen todo lo que se ve de su puesto de mando!
Detrás de los desconocidos, todo un tablero hormigueaba de aparatos, familiares en su rareza. El hombre manipuló en unos mandos y se encendió una pantalla, en la cual apareció la imagen de los oficiales de La Fulgurante.
Olivarez se situó delante del transmisor y, con las manos extendidas hacia adelante, declaró lentamente:
—¡Saludamos a nuestros hermanos del espacio! ¡Venimos en son de paz!