VII
Monique se sintió arrastrada hacia lo alto. El cielo plomizo se había convertido en un embudo gigantesco. Un electroimán oculto la arrastraba hacia el vértice. Y lo terrible de todo es que allí no estaba Robert para defenderla, para acompañarla. Le llamó cien veces y sólo escuchó el eco de su voz que hacía tronar las paredes de aquel embudo cósmico. Palpó su cuerpo y re halló descorporeizada. Sólo la convicción de que los científicos la estaban sometiendo a una nueva etapa de la experiencia evitó que aquel vuelo se convirtiera en una carrera hacia la locura.
Allí estaba el vértice del cono que ella rasgó con un débil chasquido de papel de seda que cruje. Luego vio un pequeño gorrito puntiagudo de color naranja que se iba deshaciendo en el espacio: ¡aquel pequeño gorro era el embudo gigantesco por el que se había precipitado! Finalmente, no vio más que el rostro del profesor Chang, que procuraba ocultar su turbación.
—¿Dónde está Robert? —fue lo primero que preguntó Monique cuando se sintió con fuerzas para mover los labios.
—Aquí lo ve usted. No se preocupe; no le ha pasado nada.
Y, en efecto, el cuerpo de Robert permanecía tranquilo bajo la lluvia de rayos que asaeteaban su cerebro a través de los microelectrodos. Pero Monique se refería a aquel otro Robert que posiblemente estuviera «allá abajo» gimiendo bajo los efectos de la colisión del vehículo.
—La hemos traído aquí para que nos proporcione un avance de información. Sólo la retendremos con nosotros un cuarto de hora. Luego la volveremos a mandar «abajo».
Y Monique informó, en efecto, al equipo del Centro de Investigaciones Parabiológicas acerca de todo lo ocurrido. Hablaba con rapidez para no alargar aquel cuarto de hora que debía permanecer separada de Robert, y hasta miraba con aire hostil a los investigadores que la bombardeaban a preguntas.
Sólo el profesor Chang comprendía la situación.
—Bien. Va ahora a reunirse con Prometeo más rápidamente de lo que usted se imagina. Aquí tiene un vehículo que va a simplificar mucho la exploración.
Y, en efecto, el muro se licuó para dejar paso a un microrreactor. Era un biplaza de apenas dos metros de envergadura, pero capaz de volar a más de cinco mil kilómetros por hora y con un radio de acción de doscientas veces el diámetro del planeta.
Los científicos ataron a Monique sólidamente al asiento y un técnico electrónico hizo los ajustes necesarios para que los microelectrodos siguieran estableciendo contacto a través de las placas de germanio y de acero del microrreactor.
—Además —continuó el profesor Chang—, no va usted a sufrir ninguna pesadilla: bajaremos simultáneamente a cero todos los circuitos. Envíele mis saludos a Prometeo, y, ¡ah!, se me olvidaba, acuérdese también de nosotros.
Sentado en lo más profundo de su pozo de melancolía, Robert vio brillar de repente una estrella en el horizonte plomizo que ya estaba virando hacia el Crepúsculo. Pero la estrella hacía guiños y se desplazaba visiblemente.
—Será un avión que vuela hacia la catástrofe —pensó Robert.
Sólo cuando distinguió las formas inconfundibles de un microrreactor, y sobre todo cuando la intuición le advirtió que aquel artefacto y sus tripulantes pertenecían a otro orbe distinto, se dispuso a hacer señas. Agitó los brazos como aspas de un molino.
El aparato se aproximó velozmente y pronto pudo distinguir Robert detrás de los cristales el cabello castaño de Monique y sus ojos verdes que le miraban con efusión. Luego el microrreactor descendió en una perfecta vertical y se posó sobre la piel del planeta-organismo desplazando hormigueros de arenas. Se oyó el último clic-clic del motor atómico y todo quedó en silencio.
—¡Me costó mucho trabajo localizarte, a pesar de la autopista! —exclamó Monique.
Y no hablaron durante unos segundos, porque el resto del cuerpo fue el que cantó su mensaje, su mensaje cordial, como queriendo compensar con la intensidad del abrazo aquella hora (terrestre) de separación.
Quedó aclarado todo: lo del accidente y lo de la irresistible succión a que habían sometido los científicos el «cuerpo astral» de Monique.
—El único desperfecto del accidente ha sido esta rotura de pantalón. La señora Muerte, al parecer, no quiere dedicarse al oficio de costurera; préñese ser cirujana.
—Y no querrás que yo te lo cosa también, porque no he traído ni aguja ni dedal. Con lo que se demuestra que no había ninguna mujer en el equipo de científicos.
—Lo que demuestra también que al cabo de treinta siglos de civilización occidental las mujeres seguís siendo imprescindibles, aún más allá de la vida.
—Algo de eso hay de verdad. El único error que no llegó a cometer del todo el siglo XX fue el de conseguir que hombres y mujeres fueran completamente iguales.
Miraron al horizonte y vieron ahora un paisaje distinto. Había árboles y hierbas que el viento balanceaba. El «decorador» había impreso una mágica transformación, una transformación más, al escenario, y ahora aparecía la «dulce Francia» de siempre, arrojando géiseres de verdura por todos sus poros. Y la misma Monique se emocionó al contemplar que, sabiéndolo o ignorándolo, la muerte había vuelto a resucitar a la patria de sus antepasados.
—¿A qué drama vamos a asistir ahora? —preguntó Robert.
—Aquí nadie puede predecir el futuro, salvo en algo común a todo lo que aquí ocurre: la muerte.
—Pero tampoco podemos hablar del futuro, porque el tiempo en estos parajes es un péndulo que oscila eternamente de Este a Oeste.
—De la muerte a la vida y de la vida a la muerte, querrás decir.
Veían ahora un camino y se extrañaron de no haber descubierto antes que los cimientos que un día trazaron los pretores romanos seguían clavados allí, desafiando los siglos, para servir por lo menos de guía a todos los caminos, carreteras y autopistas del futuro.
Pasaban ahora muchos hombres vestidos con el traje típico de principios del siglo XIX. Algunos montaban a caballo, otros en diligencia o en carromato.
Monique y Robert se acercaron a los grupos de personas que transitaban por la calzada y procuraron captar sus conversaciones.
—Esperemos que no haga este calor en Rusia —decía un muchacho rubio y con el rostro marcado por la viruela a un hombre ya maduro de aspecto pictórico que posiblemente acababa de dejar aquel mismo día la guadaña y el azadón. Caían por el rostro de ambos gruesas gotas de sudor. Sólo los caballos, unos caballos escuálidos como los espectros del Apocalipsis, aceptaban con filosofía su destino de trotacarreteras.
—No espero que salgamos antes del otoño de los cuarteles de París.
—He tenido que dejar a mi prometida compuesta y sin novio.
—No te preocupes, volverás de Rusia con un diamante de la corona del Zar.
Un grupo de cuatro hombres viajaba en un carromato tirado por dos muías tordas. Un toldo de lona protegía sus cabezas de los rayos de un sol que sólo ellos sentían. Monique y Robert se auparon durante unos instantes en los estribos para escuchar su conversación.
—Buen vino éste, el de Beaujolais —decía uno, empinando una botella.
—Pues amigo, despídete de él, porque dentro de dos meses sólo podrás beber vodka.
—¡Les vamos a dejar sin vodka durante muchos años a esos cochinos rusos!
—Yo, francamente, prefiero las rusas a su asqueroso vodka.
—Con un poco de suerte, y a pesar de que somos muchos, podemos traer cada uno dos o tres a nuestro pueblo...
—Así nuestras mujeres tendrán servicio gratuito.
—¡Viva el Emperador! ¡Abajo Alejandro el cornudo! Y pronto varios grupos se unieron a los vítores.
—¡En un mes llegaremos a Moscú, si es que antes no se han rendido los rusos! —sentenciaba un muchacho desgarbado y sucio que montaba sobre un rocín.
—Los rusos son muy duros de pelar —le argumentó un hombre de antiparras que llevaba un librito en la faltriquera.
—¿Duda usted, señor maestro, que nuestro invicto Emperador es capaz de aplastar a los rusos?
—No lo dudo, pero mira, muchacho: nuestro amado Soberano está jugando demasiado a los dados y ya es hora de que comience a perder. Rusia es un pueblo muy grande: se le pueden romper las narices veinte veces seguidas, pero le queda el resto del cuerpo, y ése es el que un día te pega el puntapié, como se lo pegó a Carlos XII de Suecia.
—Si no fuera usted mi maestro me bajaba yo aquí mismo y le daba una paliza. Con teorías como la de usted no se puede derrotar al enemigo.
Escucharon otros retazos de conversaciones que en la mayor parte de los casos se referían a asuntos no relacionados con la famosa campaña de Rusia de 1813. Al cabo de un rato Monique y Robert se sentaron en la cuneta, al lado de su flamante microrreactor, del que un único ejemplar armado con dos o tres ametralladoras láser hubiese hecho cambiar el destino del gran ejército de Napoleón Bonaparte.
—Todos estos hombres están condenados a morir. Los más afortunados caerán bajo las balas de la metralla de los rusos. Pero de éstos, posiblemente la tercera parte, tengan que sufrir el trance de la sangre que se les congela en las venas. Otros, finalmente, morirán ahogados en el Beresina, o aplastados por los caballos y las ruedas de los cañones en el caos final —comentó Robert.
—Y de todos ellos, la mitad se portarán como unos canallas y la otra como héroes. Hay momentos en que no cabe una solución intermedia.
—Lo más sorprendente de todo esto es el tesoro de entusiasmo que derrochó a manos llenas Napoleón Bonaparte. Durante veinte años tuvo a toda Francia pendiente de su genio. Y sólo gracias a esta veneración pudo arrastrar tantas toneladas de carne humana hacia el matadero.
Montaron en el microrreactor y ascendieron a unos pocos metros de altura, siguiendo el curso del camino.
—Con este aparato nos vamos a ahorrar el mezclarnos en aventuras bastante desagradables —afirmó sobriamente Robert, que no terminaba de quitarse de encima el espectáculo insoportable de aquella riada de reclutas del gran ejército de la muerte.
—Volaremos despacio para observar con todo detalle lo que ocurre. No deben quedar ni doscientos kilómetros para llegar a París.
—A los muchos París que nos vamos a encontrar. Desde la Lutetia de los romanos, hasta el París actual (que, como tú sabes, se halla desperdigado en un diámetro de más de doscientos kilómetros), pasando por el de los duques de la Isla de Francia, el de Felipe Augusto y el de la Revolución del 89.
Y, en efecto, también allá abajo el paisaje se mutaba de vez en cuando. Aunque el decorado casi siempre era el mismo, los actores salían y entraban de la escena cambiando de disfraces. La calzada romana y sus sucesoras seguían, felizmente, en su sitio como marco de referencia.
Vieron cohortes romanas enzarzadas en peleas sangrientas con bandas de jinetes galos. Había un revuelo de águilas y de penachos con colas de zorro que se cambiaban a los pocos minutos en emblemas heráldicos agitándose como molinetes sobre tropas cubiertas de hierro que se embestían también en una especie de carnaval macabro. Y los caballeros medievales desaparecían para dejar paso a tanques y jeeps con cruces gamadas que abrían fuego contra los ejércitos del General Patton o de las fuerzas de la Resistencia Francesa. —Cuando lleguemos a París veremos otro tipo de muertes: las de las velas que se consumen lentamente y no las de estas otras, que se apagan de un solo soplo —argumentó Robert.
—Sí, la muerte es, en todas partes y en todas las formas, algo terrible. O lo más dulce también, según los casos. El precio de la muerte oscila, inversamente, al que tú asignes a la vida.
—Pasando a otro tema..., tengo la impresión de algo que no deja de darme vueltas en la cabeza desde el momento que leí aquella lápida del cementerio.
—¿Cuál es?... Posiblemente estés pensando lo mismo que yo.
—¿Te acuerdas de esas películas macabras que proyectaban en los cines del siglo XX? Había mucha gente que les gustaba verlas, y que, incluso, estarían dispuestas a que se las pasasen cincuenta veces...
—Continúa... ya sé adonde vas a parar.
—Pues bien. Yo pienso que por encima de nosotros hay alguien que no se cansa de repetir, durante toda la eternidad, los últimos momentos de todos los seres del universo. Es una idea terrible, pero, ¿qué sentido tiene, si no, esta repetición incesante de las mismas escenas?
—Coincido en gran parte contigo, pero creo que nos estamos aventurando demasiado al atribuir intenciones concretas a «alguien», cuya existencia, por otra parte, ignoramos.
—¿Qué opinas entonces?
—Todo esto me recuerda lo que sabemos acerca de los procesos de la memoria en el cerebro humano. Ten en cuenta, por ejemplo, lo que es un mecanismo reverberante...
—Sí, ya sé, un impulso nervioso que se transmite circularmente y en una sola dirección y que no cesa hasta que el grupo de neuronas que intervienen quedan destruidas.
—Exactamente. Yo creo que nos hallamos en el cerebro de un dios, o por lo menos de un organismo con una capacidad de memorización muchas veces superior a la de cualquiera de nosotros. Este onanismo tiende, misteriosamente, a retener en su cerebro sólo las muertes de todos los seres...
Y aquí se acaba toda mi sabiduría. El profesor Chang y sus colaboradores podrían ir aún más lejos que yo.
Pero sumidos como estaban en esta conversación, no por eso dejaron de observar un solo instante las escenas que seguían desarrollándose debajo de ellos.
—Acelera un poco más —exigió Robert a Monique, que seguía manejando los mandos del aparato—, de lo contrario no vamos a llegar nunca a París.
Y, en efecto, tras encabritarse por el golpe de pedal demasiado brusco de Monique, el microrreactor dio un salto hacia adelante, adquiriendo una velocidad de quinientos kilómetros por hora.