VI

Anduvieron durante unos treinta segundos de sus relojes, hasta encontrarse con un automóvil que parecía abandonado en la cuneta. Pero no estaba abandonado, porque, a los pocos instantes, aparecieron un hombre y una mujer.

Ambos eran jóvenes. Vestían a la moda del siglo XXI, es decir, con túnicas muy cortas confeccionadas con chapas metálicas que espejeaban el sol. El coche era un modelo de propulsión nuclear y de suspensión aérea. Acababan de beber en una fuente que enviaba sus aguas hacia un regato.

—¡Qué rica está este agua! —decía la muchacha, una pelirroja de unos veinte años de edad.

—Esto es en lo que nunca lograremos superar a la Naturaleza —respondió su acompañante, un hombre más bien maduro.

También Robert hubiese deseado probar el agua cristalina de la fuente, pero aparte de que no sentía ninguna sed ni el más remoto asomo de hambre, había que aprovechar la ocasión. Y eso fue lo que hicieron, al abrir la portezuela posterior del coche e introducirse en él. La pareja entró acto seguido, y Monique y Robert pudieron apreciar a una distancia de unos pocos centímetros la consabida palidez de sus rostros.

El automóvil se puso en marcha silenciosamente. Ya en el siglo XXI se había eliminado completamente el ruido del tráfico, y los vehículos se movían a una velocidad bastante mayor, aunque no tanto como en el siglo XXII, en el que se utilizaban, además, otras vías de transporte.

Pero no estaban ni Robert ni Monique para hacer comparaciones, porque rápidamente captaron sus miradas una hoja de papel que aparecía colgada en el asiento posterior: ¡era también un mensaje de Gérard Pétion! Esta vez la redacción era más corta, puesto que, con una letra temblona, contenía sólo las siguientes frases:

«Soy Gérard Pétion, nacido en Q y estoy en el año 2038. Ya he dejado mensajes en el cementerio, cerca de aquí, al lado del puente, y otro en la estación de donde procede el tren. Me imagino que si leéis este mensaje ya habréis leído los anteriores. Intento dirigirme a París. Tened cuidado con los objetos, porque las personas son inofensivas. Adiós.

P.D.: Si llegáis a París, me encontraréis seguramente en 43 Rué Boinsoniere, tercer piso, derecha. No intentéis forzar el curso de las cosas».

La pareja había iniciado un animado diálogo, cuyo sentido hubiera escandalizado seguramente a los coetáneos de Gérard Pétion.

—Creo que va a haber una buena armonía entre tú y Jacqueline. Es una buena esposa y una buena compañera, aunque tenga diez años más que tú.

—Ya la conozco perfectamente a través de tus conversaciones, pero creo que la vida en París no me va a resultar tan sencilla como en Niza.

—Tendrás que pasar por una «cura de adaptación».

—Tengo ganas de llegar a París y conocer a Jacqueline. ¿No puedes acelerar más?

Siguió luego la conversación en términos triviales, y Monique y Robert entreveraron la suya:

—Yo también, Bob, tengo muchos deseos de conocer el París del siglo XXI. Ya sabes que mis antepasados vivieron allí.

—París está desconocido. Tiene ya veinte millones de habitantes. Y pudiera haber tenido más si no hubieran muerto tantos varones en la última guerra.

—Pero, además, creí entenderte, en una sesión de entrenamiento, que tú habías vivido durante un cierto tiempo en un chalet situado en el perímetro del antiguo París.

—Pero voy a echar de menos el mar, y sobre todo la tranquilidad de una ciudad de menos de veinte mil habitantes. En Niza conocías a todo el mundo. En esas ciudades grandes no conoces a nadie. Las grandes metrópolis han terminado con las ciudades.

—Sí, es un episodio penoso que no sé si debería referirte hallándonos en estas circunstancias.

—Estoy de acuerdo contigo, pero ten en cuenta que en París existe, en cambio, la intimidad del hogar. Cada familia es un pequeño paraíso. Un hombre vive con una, dos, tres o más esposas, más los hijos que tenga de ellas, y procura esforzarse en hacerles felices a todos. Por otra parte, las comodidades de las viviendas hacen poco apetecible el salir a la calle.

—Por supuesto, deseo que me lo cuentes en el primer respiro que tengamos. Quiero que no haya nada oculto entre nosotros. Yo también tengo muchas cosas que contarte. Por ahora, me temo que no hayamos previsto una cosa...

—Por lo menos, yo estoy segura de que tú intentarás hacernos felices a Jacqueline y a mí... ¡Cuidado!

—¡Vamos a estrellarnos!

Otro automóvil se estaba precipitando contra ellos a más de 150 kilómetros por hora. Sin duda alguna, su conductor estaba bajo los efectos de una droga paradisíaca que hizo furor en el siglo XXI. Pertenecía a esa ínfima minoría de desadaptados, asesinos de la carretera, que en pleno siglo XXI seguían burlándose de las leyes humanas.

Los dedos índices del conductor y de Robert coincidieron en el botón que ponía en marcha un campo de fuerzas en torno del vehículo. Un mecanismo todavía rudimentario en el siglo XXI, pero capaz de aliviar en un 90 por 100 los efectos mortíferos de la energía cinética. Sin duda alguna (y debido a la embriaguez de su segunda luna de miel) aquel hombre, cuyos apellidos ignorarían siempre los dos pioneros de la muerte, se había olvidado al arrancar de ponerlo en marcha.

Cuando Robert despertó oyó un trueno horrísono que lo volvió a sacudir en la cabeza como un mazazo. Intentó mirar hacia el lugar de donde partiera el ruido y sólo pudo percibir que aquel fragor procedía de su propio cráneo. Luego el trueno se convirtió en un latido rítmico que vibraba como el tambor de un hechicero convocando a la tribu. Se irguió débilmente.

—¡Monique! ¡Monique!

Pero nadie le contestó. Sólo se escuchaba, al fondo de los acuíferos molestos que le taladraban las sienes, un confuso griterío y el rugido de otros automóviles que pasaban de largo por el asfalto. Un neumático debió pasar sobre su cuerpo, porque sintió un terrible dolor que le hizo gritar con esa rabia que sólo siente el que ante un tormento inaguantable no encuentra el alivio del desmayo o la curación total de la muerte.

Y hubo algo que le aterró aún más: que el dolor lo había sentido a varios metros de la cabeza, como si se hubiese extendido a manera de un hilo de goma. Hizo un esfuerzo y «miró» a su propia pierna, y tuvo que hacer un poderoso esfuerzo de concentración mental para no gritar otra vez: su pierna, la atropellada, aparecía, en efecto, a unos metros de distancia. Se veía perfectamente la bota, con su aislante antitérmico y antirreactivo, y un trozo de pantalón desgarrado que dejaba al descubierto la piel velluda del tobillo. Pero aquel miembro no sangraba; parecía un modelo de plástico confeccionado para estudiantes de Anatomía.

Robert se arrastró hacia su miembro amputado, no sin antes comprobar que tampoco su muslo sangraba y que de aquella mutilación sólo experimentaba en su cuerpo un extraño cosquilleo.

Alcanzó su propia pierna y la acunó como si fuera su propio hijo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo le faltaba, que en esos momentos era más precioso para él que una parte de su propio cuerpo: Monique Pandora.

Oteó el horizonte y sólo pudo captar el paisaje ya tan familiar para él: la campiña desolada y la autopista. Pero había sobre el asfalto algo anómalo que ahora finalizaba: una especie de chichón que, paulatinamente, estaba reduciendo su tamaño. Sólo tuvo tiempo de tocarlo con sus manos y entonces sintió cómo aquella protuberancia ya casi inexistente vibraba como un aneurisma repleto de sangre arterial y cómo su contacto era tibio como el de un cuerpo humano.

—Debe ser el automóvil y sus dos ocupantes, que el «organismo» está reabsorbiendo —pensó.

Porque no podía ser Monique: «aquello» era una masa que precipitaba inmediatamente en el espíritu un sentimiento insuperable de extrañeza y al mismo tiempo de asco. Era un cuerpo vivo distinto a todos los que había conocido el hombre. Y, por supuesto, la vida de aquel cuerpo pertenecía a un orbe distinto.

Por otra parte, ¡qué poco familiar le era aquel miembro que tenía en sus manos! Lo inspeccionó por dentro, a nivel de la sección, y vio los tendones rotos y los músculos contraídos. Las arterias y venas se hallaban repletas de sangre y oscilaban misteriosamente bajo el pataleo de una sangre que no circulaba. Y, ¡cosa extraña!, el latido de aquel pie amputado era el mismo que el de su corazón. La pierna, pues, seguía unida al cuerpo, como si no se interpusiera el espacio entre ambas porciones de un mismo organismo dividido por un accidente absurdo en el que nadie, en realidad, podía perecer.

Y entonces se le ocurrió a Robert realizar una maniobra que en aquel mundo de paradojas tenía que ser lo más racional, precisamente por no tener sentido. Unió, en efecto, su pierna con el muñón del muslo, y bajo su propia vista el miembro se soldó en el punto exacto de la rotura, como si el cuerpo y la pierna fuesen sólo trozos de una masa de cera reblandecida por el calor.

Ahora podía buscar a Monique. Y la buscó febrilmente, con una desesperación cada vez más desesperante, porque ahora se había dado cuenta de que aquella mujer era para él lo más valioso de su existencia. Juntos habían bajado al reino de la muerte, pero (una paradoja más), él, Robert, había encontrado la vida gracias a Monique. Y comprendió por qué aquel paisaje desolado, aquellas matas amarillas como manos ictéricas, aquella pista de asfalto que no tenía fin, las había podido soportar hasta entonces. Ahora, en cambio, aparecían en toda su insoportable aridez, en toda su realidad de entes irreales. Había bastado el suave contacto de la mano de Monique, el imperceptible calor del cuerpo amado que sólo el corazón percibe, para hacer de aquellos parajes macabros un rincón del Paraíso.

Y volvió a sentirse terriblemente solo, como lo había estado en su anodina existencia. Curiosamente (esta revelación le sobrecogió como una descarga eléctrica), aquel paisaje desolado era él mismo, y ahora flotaba sobre él, especie de boya a la deriva.

Se sentó en la cuneta, impotente y aplastado, mirando hacia el cielo plomizo para esperar las redes salvadoras del Centro de Investigaciones Parabiológicas que dentro de unas horas o quizá de unos instantes intentarían rescatarlo a la vida, o, mejor dicho, a su existencia muerta.