I

En el vuelo no había nada especial... que el público supiera... Se trataba sencillamente de la tercera expedición de contacto que regresaba de Ganymede. Pero la multitud se apretujaba de tal modo detrás de la valla, que Dee tardó casi media hora en recorrer los quinientos metros hasta el perímetro.

Al Departamento del Espacio le hubiera sido fácil quebrantar sus propias normas y enviar un helicóptero para que recogiera a Dee, pero aquello podía haber dado origen a que se rumorease que se estaba cociendo algo importante. Y el Departamento del Espacio, a través de un siglo de fracasos, había adquirido una profunda alergia a los rumores.

Hasta cierto punto, la densidad y la exuberancia de aquella multitud estaban justificadas. Hacía cuatro años que la raza humana había conseguido —o medio conseguido— su objetivo, pero el entusiasmo fluía aún a raudales. Sin embargo, Dee y sus compañeros no eran sólo instrumentos de una conquista; eran símbolos de esperanza en el futuro. Los hombres veían en Dee y sus compañeros la imagen de lo que ellos mismos iban a ser.

Dee acogió resignadamente los apretones de manos, las palmadas en el hombro y los fogonazos de magnesio. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sólo en una ocasión perdió la calma... para lamentarlo después. Ocurrió cuando una muchacha, que no tenía más de dieciséis años, le tendió una cinta del pelo para que firmara en ella, acompañando la acción con un número de videófono y la petición de una cita. Dee se detuvo y, mientras firmaba, rebuscó en sus conocimientos enciclopédicos. Devolvió la cinta a la muchacha, y dijo: «El amor a la forma por la sustancia es perversión».

Y continuó avanzando a través de la muchedumbre.

El helicóptero que le aguardaba era un taxi corriente, pero el conductor estaba provisto de una insignia del D. E. que mostró a Dee con la reverencia de un acólito que sostiene entre sus manos una reliquia sagrada. Invitó a su pasajero a entrar en la diminuta cabina acolchada con una deferencia que a Dee le hizo sentirse incómodo. Y cuando aterrizaron sobre el terrado del edificio del D. E., se negó a aceptar la propina que Dee le ofrecía.

—Vamos, tómelo —insistió Dee—. En realidad, el dinero no significa gran cosa para nosotros.

Pero el conductor alzó una mano boyuna.

—No, sir. Llevarle a usted ha sido un honor. Es la primera vez que transporto a un... —carraspeó— a un viajero del espacio. Desde luego, si tuviera algún pequeño recuerdo de Ganymede, aunque fuera un simple guijarro, mis hijos se pondrían locos de contento.

Dan rebuscó en su recipiente.

—Temo que no podré complacerle. Lo siento. Pero el conductor estaba recogiendo algo que había caído del recipiente sin que Dee se diera cuenta.

—¿Es de Ganymede? —inquirió, en tono excitado. Dee lo miró.

—No, es un tallo de hierba de un canal marciano. He debido llevarlo encima durante más de dos años.

—¿Puedo quedármelo? —preguntó el conductor.

—Desde luego.

Rápidamente, como si temiera que Dee cambiase de idea, el conductor guardó el blanquecino tallo en su billetero, subió al helicóptero y despegó, dejando a Dee maravillado ante una escala de valores que nunca llegaría a comprender del todo.

En el interior del edificio, la ansiedad del Departamento del Espacio no es para descrita. Un ayudante hizo objeto a Dee de la más cortés de las acogidas, y luego le condujo al sancta sanctorum del Consejo Mundial.

Dee quedó sorprendido al ver los personajes que le estaban esperando. Jacques se encontraba allí, naturalmente. También Floyd, el jefe del D. E. Pero la otra docena de rostros eran los de los miembros más importantes del Consejo.

Jacques sonrió y agitó la mano en su dirección. Dee, algo desconcertado por la situación, se inclinó rígidamente en un breve saludo y pasó a ocupar el lugar reservado para él en la mesa.

Jacques se puso en pie.

—Caballeros, les presento a Dee, jefe de las expediciones de Ganymede y el más antiguo de nuestros robots.

Sabin, Ministro del Espacio, inició el interrogatorio. Empezó preguntando cortésmente si la radio estaba reparada. Dee contestó afirmativamente. Luego formuló la pregunta esencial, la que les había reunido allí para oír la respuesta. Sabin era un hombre bajito, de ojos pequeños y penetrantes.

—Díganos, Dee, ¿ha traído el cristal?

La vacilación de Dee duró una fracción de segundo.

—No, sir —dijo.

En el repentino silencio que se produjo, el tenue susurro del mecanismo vital del robot resonó con una sorprendente intensidad.

—¿Y por qué no?

—Los ganymedeos se negaron a entregarlo.

—Pero... —Sabin tenía una expresión paciente, como la de un adulto dirigiéndose a un chiquillo—, ¿les trasladó usted nuestras ofertas?

—Sí, señor, al pie de la letra. Son una raza geopónica, de modo que les ofrecí aperos de labranza. Los rechazaron. No poseen ninguna clase de energía; les ofrecí el motor de gasolina. No les interesó. Les gusta la música. Les ofrecí un tocadiscos. Se mostraron interesados, pero la sugerencia de que podía ser un precio justo por un cristal pareció ofenderles.

—Pero, ¿no les ofreció usted centenares de ellos, millares de ellos, a cambio del cristal?

—Desde luego. Pero el ofrecimiento les dolió.

—¿Y las armas? —inquirió bruscamente Sabin—. ¿Les ofreció las armas?

—No —dijo Dee—. No les ofrecí las armas.

—Pero son una raza tribal, y la conducta tribal es bélica. ¿Por qué no se las ofreció, tal como se le ordenó?

—Porque sabía que las rechazarían. Su conducta bélica se limita a una especie de contienda de gladiadores, dentro de unas normas muy estrictas en lo que respecta a alcance y armamento. No se concibe que puedan modificarlas.

Sabin miró a Dee con ojos tan inexpresivos como los del propio robot. Y cuando habló, su voz tenía la misma carencia de inflexiones.

—¿Qué ocurrió cuando todas las ofertas fueron rechazadas? ¿Cómo reaccionaron al ultimátum? Dee sostuvo la mirada de su interrogador.

—No les di a conocer el ultimátum.

Los reunidos se volvieron como un solo hombre a mirar a Jacques, en una especie de muda interrogación. Sabin expresó lo que estaban pensando en aquel momento, con un vocablo que despertaba antiguos y casi arquetípicos temores.

—Eso es sedición, Dee. ¿Se da usted cuenta?

—Sí, señor —respondió sencillamente—. Pero no pudimos obligarnos a amenazar con la fuerza a unos seres amistosos e inteligentes.

El Presidente del Consejo Mundial, el Viejo en persona, alto y robusto, intervino bruscamente.

—Eso no es de la incumbencia de los de su especie. Además, nadie desea utilizar la fuerza. Hemos hecho unas razonables ofertas de intercambio.

—Disculpe, señor —dijo Dee—, pero los ganymedeos no las consideran razonables.

—Entonces, ¿qué es lo que quieren esos idiotas?

—Nada, señor.

—¿Nada?

—Exactamente. No hay nada en el mundo, ni en el suyo ni en el nuestro, que quieran cambiar por uno de sus cristales. Los cristales son sagrados para ellos. Los vuelos que efectúan con su ayuda son... —hizo una breve pausa, buscando la palabra— rituales. Morirían antes de permitir que alguien se llevara por la fuerza un solo cristal.

—¡Ah! —exclamó Sabin—. Entonces, ¿mencionó usted la posibilidad?

—No, señor. Su arte militar es también ritual. Un símbolo de resistencia a cualquier tentativa de robar un cristal, una demostración a sus dioses de su eterna disposición a defender su fe.

—¡Tonterías! —dijo el Presidente, inclinándose sobre la mesa hacia Dee—. Serían incapaces de defender su fe cinco minutos contra veinte robots. ¿Por qué no utilizó la fuerza, tal como se le ordenó?

—Ya he contestado a esta pregunta. Ningún robot puede matar a un ser inteligente de carne y hueso. A menos, desde luego, que amenace al género humano.

—Pero, ¿cuántas vidas se hubieran perdido? ¿Veinte? ¿Cincuenta? ¿Cien? Vidas ajenas al género humano, desde luego. Y ese cristal es de vital importancia para nosotros. Usted lo sabe, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Y sabe que por cada avance importante que ha efectuado el género humano se han perdido inevitablemente algunas vidas... Que el situarles a usted y a los de su clase en el espacio, por ejemplo, ha costado también millares de vidas.

—Sí, señor, lo sé. Pero aquellas fueron muertes accidentales. Además, señor, me he enterado de que si uno de los trece cristales se perdiera, todos los miembros de la tribu responsable se suicidarían, avergonzados de su incapacidad para evitarlo.

—Parece estar muy bien informado acerca de sus creencias —dijo Sabin secamente.

Del interior del robot surgió un sonido semejante a un carraspeo artificial.

—Verá, señor, los ganymedeos trataron de convertirnos. Jacques reprimió una sonrisa. Sabin enarcó las cejas.

—Bueno —gruñó el Presidente—, no vamos a discutir la clase de daño que puedan infligirse a sí mismos. Lo que nos interesa saber es si somos menos importantes para usted que un puñado de velludos ganymedeos que andan a cuatro patas. ¿Acaso puede usted tomar en consideración a sus hipotéticos dioses contra nosotros... que le hemos hecho a usted?

—Desde luego que no, señor. Pero nosotros sabemos quién nos ha hecho. Por eso debemos respetar a los seres que sólo tienen fe. Sé que nunca podríamos cumplimentar el ultimátum... ni siquiera presentarlo. Confiaba en que no sería necesario. Si fuéramos distintos a lo que somos...

Dee extendió sus manos en un gesto extrañamente humano. El Presidente alzó las suyas, exasperado, y las dejó caer de nuevo, como si comprendiera lo inútil de su exasperación.

Jacques se puso en pie.

—Mira, Dee, vamos a dejar a un lado la importancia de esos cristales para la raza humana. ¿Harás lo que te han pedido que hagas, no en nombre del género humano, sino en nombre mío, y en nombre de mi abuelo, que te ideó y desarrolló, y de mi padre, que te perfeccionó y consumió su vida en la tarea?

Dee vaciló un instante, pero sólo un instante.

—Lo siento, mister Jacques, créame. Pero no puedo evitar el negarme, del mismo modo que un humano no puede evitar el apartar su mano del fuego. Es algo intrínseco.

Y era una respuesta definitiva. Sabin se volvió hacia el robot.

—Puede marcharse —dijo fríamente. En cuanto el robot hubo salido, el Presidente miró ansiosamente a Sabin.

—¿Cree que podemos dejarle suelto? ¿No deberíamos someterle a vigilancia?

—¿Quién va a vigilarle? —inquirió Sabin, en tono respetuoso e irónico al mismo tiempo—. ¿Otro robot?

—Desde luego que no. Son tan poderosos... No estoy tranquilo. Tengo la sensación de que ya no podemos confiar en ellos.

Jacques se apresuró a tranquilizarle.

—Se trata simplemente de una reacción imprevista ante una nueva situación. Pero nunca podrían volverse contra nosotros. Esto significa únicamente que en este caso no pueden estar con nosotros.

—Me parece significativo —comentó secamente Floyd— que la primera vez que ocurre una cosa así sea a propósito de algo que les afecta personalmente. Hasta ahora, los robots han tenido el monopolio de los vuelos espaciales porque no habíamos encontrado un carburante que no implique aceleraciones que un hombre no podría resistir. Los ganymedeos poseen cristales con definidas propiedades antigravedad. Cuando el hombre pueda desarrollar ese principio, Dee y sus compañeros no tendrán razón de ser. De modo que —extendió sus manos— no hay cristal.

«Desconfiado Floyd», pensó Jacques. Pero, ¿podía reprocharle que pensara de aquel modo? La jefatura que ejercía en el D. E. sería puramente nominal mientras el D. E. dependiera de los robots y, en consecuencia, mientras Floyd dependiera de Jacques. No era de extrañar, pues, que los sentimientos de Floyd hacia los robots no fuera precisamente de veneración.

—Bueno, ¿qué dice usted a eso, Jacques? —inquirió el Presidente.

—Que es una idea equivocada —respondió Jacques afablemente—. Los robots no piensan así.

—¿Cómo podemos estar seguros? —intervino Sabin—. No podemos leer las mentes que se ocultan detrás de esos rostros de metal. ¡Oh! Sé lo de las pruebas de aptitud, y los tests para medir las reacciones, etc. Pero, ¿hasta qué punto podemos saber? Desde luego, el punto esencial es que los robots poseen inteligencia. Eso implica una capacidad para ocultar sus verdaderas motivaciones, ¿no es cierto?

—Tal vez. Pero cualquiera de tales motivaciones sólo podría estar encaminada al bien del hombre. Los robots no pueden tener ningún deseo personal de conservar su monopolio.

—¿Personal? —inquirió el Presidente—. ¿Qué otra clase de motivación podrían tener entonces?

—Lo ignoro. No he sido yo quien ha sacado a relucir la cuestión de las motivaciones. El propio Dee estableció una comparación con un acto humano puramente reflejo. Evidentemente, su respeto hacia la vida inteligente debe ser tan básica para ellos como el temor al fuego para nosotros.

—Miedo... Respeto —dijo Sabin, como si sopesara las palabras. Miró fijamente a Jacques—. Entonces, ¿cree usted que tienen emociones?

—Digamos que no tienen pasiones. Y que las emociones que puedan experimentar, aunque reales, son de origen intelectual. No me importa que parezca una contradicción, pero esa es la verdad.

En cuanto Sabin habló, Jacques comprendió por qué había dado aquel giro a la discusión.

—Entonces, si los robots poseen... digamos un simulacro de emociones, poseen también el simulacro de un deseo de continuar viviendo...

—Sí.

—En tal caso, pueden ser amenazados con la pena de extinción.

—No, temo que no.

—¿Lo sabe, o lo supone, simplemente?

—Fue comprobado experimentalmente por mi padre —dijo Jacques— hace más de veinte años. Le dijo a un robot que me apuñalara en el hombro... o sería destruido. Yo tenía entonces ocho años —sonrió al recuerdo—. Mi padre era un apasionado científico, desde luego. La orden tenía que ser algo tan drástico como aquello, porque no había otra cosa que un robot no se hubiera apresurado a hacer. El robot se negó a obedecer. Mi padre balanceó un martillo de siete libras a tres pulgadas de su cabeza. La cabeza era un armazón provisional, muy frágil, pero el robot se quedó quieto.

—¿Y su padre lo destruyó?

—¡Santo cielo, no! No lo habría hecho ni por cincuenta millones de dólares —hizo una breve pausa y añadió—: Aquel robot era Dee. Mejor dicho, la base de Dee. Desde entonces le han sido añadidos muchos elementos.

—¿Puede infligirse dolor a un robot? —preguntó uno de los ministros.

—No. Su equivalente de un sistema nervioso es electromagnético. Por eso mi padre balanceó el martillo cerca de su cabeza, para demostrar que estaba dispuesto a cumplir su amenaza. A un robot no puede infligírsele dolor retorciéndole un brazo, por ejemplo.

—Entonces —dijo Sabin—, usted imaginó seguramente que Dee se negaría a cumplimentar el ultimátum contra Ganymede.

—No, señor. Verá, cuando mi padre le ordenó que me apuñalara, le obligaba a obrar contra un ser humano, y contra un ser humano al que Dee conocía, por añadidura. Supuse que Dee evaluaría la situación de Ganymede intelectualmente y contrapesaría su propia aversión constitucional con la convicción de las necesidades humanas. Estaba equivocado.

—¿Constitucional? —dijo Sabin, implacablemente—. Esto nos lleva al problema de «condicionar» un robot. A no ser que construyamos uno especial para la tarea.

—Me parece una buena idea —dijo el Presidente—. Recuerdo que, cuando era niño, en las ferias del Estado había robots. Hacían cualquier cosa: recoger herraduras, servir bebidas... ¡Oh! Ya sé que eran simples muñecos dirigidos a distancia, pero, ¿por qué no podemos construir una tripulación de robots como aquellos y enviarla en busca de uno de los cristales, dirigiéndola desde la Tierra?

Jacques suspiró. Pensó que cualquier escolar sabría contestar la pregunta.

—Porque el control a distancia es un control por radio, señor Presidente, y las ondas de radio tardan más de cinco segundos en recorrer un millón de millas. Lo cual las descarta por completo en lo que respecta a los viajes espaciales. Las operaciones de aterrizaje de una nave se desarrollan en fracciones de segundo. Por eso han sido necesarios todos estos años de investigación y la inversión de miles de millones de dólares a fin de poner a punto a Dee y a los de su especie. Las tripulaciones tienen que poseer una iniciativa absoluta.

El viejo gruñó.

—De acuerdo. Entonces, ¿por qué no embarcamos un solo robot controlado por radio? Sólo para conseguir el cristal.

—Los otros lo sabrían. Inmediatamente sospecharían que algo no marchaba como era debido cuando el robot de imitación tardase cada vez más en contestar preguntas. No olviden que, cuando la nave llegara a Ganymede, tardaríamos una hora en establecer contacto con el fingido robot.

—Entonces, no hagamos funcionar el robot hasta que la nave aterrice.

—Eso no resolvería el problema del retraso —dijo Jacques pacientemente—. Cuando ustedes hicieran llegar las señales allí, los ganymedeos habrían huido con su valioso cristal, si es que los verdaderos robots no habían inmovilizado ya al muñeco.

—¿Quiere usted decir que tomarían medidas activas contra nosotros? —dijo el Presidente, envarándose. Sabin intervino.

—Estoy seguro, señor Presidente —dijo, en tono suave—, de que el problema tiene otra solución. Condicionar los robots, por ejemplo —se volvió hacia Jacques—. ¿Puede usted inculcarle una directriz primaria a uno de ellos?

—Desde luego —afirmó Jacques.

—¿Entonces?

—La dificultad estriba en que el robot no sería capaz de cumplirla. Cuando se trata de efectuar un servicio, basta con aplicar los mecanismos correspondientes. Pero, si se le inculca una directriz a un robot, aunque sea primaria, cada uno de los actos que realice tendrá que coincidir con la directriz. Cada uno de los actos: incluso el colocar un pie delante del otro. El resultado efectivo es un robot tan inhibido que resulta prácticamente inútil. El prestar un servicio, en cambio, es una reacción natural del robot, porque es su única función.

—Bueno, la mayor parte del tiempo —gruñó Floyd.

—Pero, ¿por qué han de ser tan endiabladamente obstinados? —estalló el Presidente—. ¿O tan inteligentes? ¿No puede construirse una tripulación de robots más sencillos, que no se preocupen de lo que no les importa? Ese Dee es demasiado listo, para mi gusto.

—Tiene que ser listo —dijo Jacques—. Un robot menos inteligente no podría manejar una nave espacial. Un robot tiene que ser inteligente, educado, responsable, capaz de reaccionar ante una situación determinada en una fracción de segundo. De hecho, ha de ser un sustituto del hombre.

—Pero, ¿si su adiestramiento es sólo técnico?

—Incluso así, tiene que ser aleccionado por hombres. Al menos, tiene que ser alimentado con ideas concebidas por el hombre. E incluso los datos técnicos llevan la impronta del pensamiento del hombre. Más que los valores algebraicos, por ejemplo, está implícito en la afirmación de que e es igual a me.

El silencio que siguió, mientras la asamblea rumiaba la idea, fue interrumpido por el Presidente:

—Entonces, en realidad, los robots nos tienen sobre un barril...

—Sí, señor, temo que sea así.

—No podemos amenazarles. No podemos lastimarles. Si nos libramos de todos ellos y empezamos de nuevo con otro grupo, no resolveremos el problema, además de perder de golpe cincuenta millones de dólares...

—Sólo veinte millones —le interrumpió Jacques, en tono apaciguador—. No olvide que Dee no le costó un solo centavo al Consejo.

—De acuerdo, veinte millones. Sacrificaría de buena gana veinte millones de dólares a cambio de que pudiéramos conseguir un cristal.

—Desde luego, señor Presidente —dijo O'Neill, Ministro de Buenas Relaciones Internacionales, satisfecho de poder meter baza—. Ningún precio es demasiado elevado en vista de la situación mundial. La Confederación se sostiene únicamente porque los hombres tienen puestos los ojos en la expansión espacial. Tenemos que actuar rápidamente. La última encuesta sobre la moral...

—Ahórrenos las cifras —dijo el Viejo. Se volvió hacia Jacques—. Mire, su padre se limitó a amenazar al robot, el cual no necesitaba ser demasiado inteligente para darse cuenta de que la amenaza no era real. Digamos que nosotros llevaremos a cabo el experimento de un modo adecuado. Amenazaremos a un robot, pero lo haremos delante de otro robot. Luego, cuando el primero se niegue a cumplir la orden, convertiremos la amenaza en realidad: lo destruiremos. ¿Cómo reaccionará el robot número dos?

Jacques reflexionó durante un par de segundos.

—Yo diría que igual que el número uno. El Viejo le dirigió una penetrante mirada a través de sus párpados semicerrados.

—¿Y cómo reaccionaría usted?

—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, si los robots tienen un solapado interés en su monopolio, usted tiene un solapado interés en ellos, ¿no es cierto?

—¿Yo...?

—Pues que podría darse el caso de que estuviera... protegiéndolos.

—Señor Presidente —dijo Jacques en tono helado—, es verdad que tengo cierta identidad de intereses con ellos. Es lógico. En cierto modo, crecí en su compañía. Pero estoy tan ansioso como el primero por conseguir uno de esos cristales. Lo único que he querido poner de relieve es que las medidas drásticas no nos conducirían a nada.

El Presidente sonrió.

—De acuerdo, de acuerdo, confío en usted. Sólo quería asegurarme. Pero, ¿qué me dice de ese experimento?

—Insisto en que no serviría de nada. Cuando los robots estuvieran en Ganymede, no podría usted cumplir la amenaza. No puede aplicar una pistola a la cabeza de un robot desde cuatrocientos millones de millas de distancia. El Presidente frunció el ceño.

—Desde luego. Y pensar que esos cristales han sido descubiertos por un grupo de seres primitivos que no saben cómo utilizarlos, en tanto que nosotros daríamos nuestro brazo derecho por conseguirlos...

—Existe también la teoría —dijo Sabin— de que los cristales pueden ser reliquias de alguna raza superior y más antigua de Ganymede, o quizá de algún visitante interplanetario.

—De todos modos —insistió el Viejo—, ¿se ha demostrado de un molo fehaciente que poseen propiedades antigravedad?

—Desde luego —afirmó Sabin—. La atmósfera de Ganymede es demasiado tenue para que pudiera sostenerse en ella cualquier clase de aeronave. Además, los nativos se elevan verticalmente, tal como nos han mostrado las películas. El cristal es transportado por la tribu, en un destartalado carruaje de fibras, a uno de los valles especiales, que parecen albergar unos intensos campos electromagnéticos. Esto parece comunicar energía al cristal, y la aeronave se eleva.

—Estoy enterado de todo eso. Pero, ¿cómo podemos saber que no se trata de alguna clase de efecto local? ¿De algún atalaje del campo planetario que no nos sería de ninguna utilidad como fuerza motriz en el espacio?

—No lo sabemos —admitió Sabin—. Pero, incluso así, sería algo completamente nuevo. Nosotros no tenemos nada parecido. Es posible que no sea la llave de la puerta, pero podría ser la llave de la caja que contiene la llave de la puerta... y unas cuantas más, por añadidura.

—¡Adelante! —gruñó el Presidente—. Convierta esos malditos cristales en almacén de todas las virtudes... Nos encontramos a medio millón de millas de distancia de ellos. ¿Cómo...?

—¡Un momento, señor! —le interrumpió Floyd—. Jacques dice que no podemos aplicar una pistola a la cabeza de los robots desde esa distancia. Pero, ¿por qué no podemos hacerlo? Escuchen...

Los otros escucharon con creciente atención. Incluso aplaudieron cuando Floyd terminó de hablar.

—Bueno, Jacques, ¿es factible eso? —inquirió el Presidente—. ¿No invertiría los términos de la situación y los colocaría a ellos sobre el barril?

—Tal vez. Pero hay que tener en cuenta el factor tiempo. Tan pronto como los coloquemos sobre él, pueden volver a apearse, sin que consigamos impedirlo.

—Ejem... Comprendo lo que quiere decir —declaró el Presidente.

—¡Ah! —dijo Floyd—. Esa dificultad puede ser superada. Podemos colocarlos sobre el barril y atarlos a él al mismo tiempo...

Y a continuación explicó cómo podía hacerse.

Jacques se vio obligado a admirar la limpieza del procedimiento... y su diabólica sencillez. Pensó furiosamente, pero no descubrió ninguna grieta en el plan. La única objeción que se le ocurrió fue de orden táctico.

—Eso significará mucho trabajo. Tal vez Dee y sus colegas se olerán una trampa si les hacemos salir de la nave.

—Podemos decirles que va a ser reparada —sugirió Sabin.

—Siempre se han encargado de sus propias reparaciones.

—Les diremos que queremos asegurarnos de que la radio funciona perfectamente en su próximo viaje —dijo Sabin secamente.

—¡Ajá! —aprobó Floyd—. Probablemente se trató de un truco para darles tiempo a imaginar una historia verosímil. Tal vez no existe nada de lo que contaron acerca de los ritos y otras zarandajas. De todos modos, el plan que he esbozado dejará resuelto el asunto para siempre.

—Sí —dijo Jacques, en tono lúgubre—. De un modo u otro.

—¿Acaso existe algún peligro? —inquirió el Presidente—. ¿Es posible que sean tan testarudos? Jacques suspiró.

—No, creo que no. Estoy seguro de que no. Aceptarán nuestro punto de vista. Tienen que aceptarlo.

—¿Cree que sospecharán de nosotros?

—No, señor. Pueden ser muy inteligentes, pero opino que una jugarreta como ésa está más allá de sus posibilidades de comprensión. Verá, ellos confían en nosotros.

El Presidente carraspeó.

—Bueno, la dificultad que usted señaló en lo que respecta a sacarlos de la nave sigue en pie. No podemos darles el más leve motivo de sospecha.

—¡Creo que he dado con la solución —dijo Heimer, Ministro de Cultura—. Organizaremos un viaje para Dee y sus compañeros, a fin de que el pueblo tenga ocasión de admirar a los héroes.

Estalló una carcajada general. Aquello resolvía el problema.

—Me gustaría hacer una petición —dijo Jacques, cuando las risas se apagaron—. Me gustaría plantearle la cuestión francamente a Dee por última vez. Quizás consiga convencerle, sin que tengamos que recurrir a medidas drásticas.

—No olvide que antes ya pareció estar convencido —le recordó Floyd.

—Porque creía que no se vería obligado a entregar el ultimátum, tal como nos dijo. Pero si ahora me lo promete, apuesto la vida a que cumplirá su promesa.

—No puede usted extirpar un reflejo —objetó Sabin.

—La comparación que hice fue simplemente eso: una comparación. En el caso de los robots, se trata de una reacción instintiva a unos datos acumulados. Si puedo alimentar a Dee con suficientes datos favorables a nuestro punto de vista, quizás consiga provocar una reacción distinta.

—La idea no me parece mala —dijo el Presidente—. Podría ahorrarnos mucho tiempo y muchas molestias. Pero, ni una sola palabra que pueda hacerle sospechar que no nos resignamos a su obstinación, ¿entendido?

—Naturalmente, señor.

—Le verá usted aquí, desde luego —dijo Floyd. Más que una pregunta, era una afirmación.

—Sería mejor que le viera en mi casa. Allí no entraría en sospechas. Dee suele visitarme para charlar un rato o jugar una partida de ajedrez.

—Bueno, tal vez sea mejor —dijo el Presidente.

Pero Jacques se dio cuenta de la mirada de reojo que el Viejo dirigió a Floyd... y a Grout, el jefe de los Servicios de Seguridad.

El Presidente añadió:

—Y, a propósito... Ya que va usted a hablar con él, infórmele del viaje que piensa organizar el Ministro de Cultura por todo el país.