V

Monique se estaba vistiendo sentada sobre el banco de piedra. Bajo su blusa de plástico impermeable y su pantalón antitérmico y antirradiactivo, habían quedado al descubierto los arreos de la coquetería femenina: una faja de encaje negro y hasta unas medias plateadas, que entonaban perfectamente con el resto de la ropa interior.

—Apuesto a que te has gastado una parte del adelanto que nos ha dado el profesor Chang para comprarte esa faja tan bonita.

—Seguramente —bromeó Monique— que estás pensando que la he comprado para exhibirla delante de ti.

—¡Pues otras cosas más difíciles habéis perpetrado desde los tiempos de vuestra madre Eva! ¡No me dirás que te has vestido así para coquetear con Plutón!

—Por cierto —interrumpió ella mientras se terminaba de ajustar las medias—, no sé qué va a surgir de todo esto. Me temo que nada bueno. No sabía que para bajar a los Infiernos era necesario también tomar píldoras malthusianas.

—No creo que haya habido tiempo para nada —dijo Robert, explotando en una carcajada al consultar su cronómetro—. ¡No podía yo imaginarme que sería capaz de hacer el amor en quince segundos!

—¡Debemos dar gracias a Dios de que los científicos no hayan inventado todavía un proyector de radiaciones cerebrales para presenciar, por ejemplo, lo que estábamos haciendo hace unos momentos sobre el suelo!

—Posiblemente sólo se sentirían indignados de que estemos malgastando el plasma. Vamos, pues, a hacer algo, si te parece.

Y, efectivamente, se puso en marcha en dirección a la salida, pero sus ojos tropezaron con una inscripción que se hallaba muy cerca de la puerta. Una inscripción que si les hizo detenerse fue porque creyeron reconocer el puño del redactor.

Comenzaba con el texto que ya conocían Monique y Robert, por su lectura de la tablilla de la estación. Y luego sólo una frase interrumpida:

«LA MUERTE VUELVE AQUÍ A LA VIDA»

—¿A qué se referirá al decir que «la muerte vuelve a la vida»? —preguntó Monique.

—No lo sé. Yo, por si acaso, voy a tener la pistola preparada. Vamos a salir de aquí.

Salieron del cementerio, y apenas habían andado unos metros cuando se oyó un rugido de motores Diesel. Era una caravana de coches fúnebres que trepaba por la colina a manera de una fila de escarabajos peloteros. El sol daba extrañas irisaciones al negro charol de las capotas.

Esperaron agazapados en un recodo del camino, enfermo de la viruela de los baches. Eran cinco, diez, cuarenta automóviles, todos idénticos, y lo más espeluznante de todo era que el sitio del conductor estaba vacío. Los automóviles parecían teledirigidos, pero, ¿desde dónde y por quién?

La caravana se detuvo delante de la puerta del cementerio. Y algo ocurrió entonces que les dejó sin respiración: una fila de féretros comenzó a salir por la puerta. Muchos de ellos estaban destrozados, con las tapas astilladas. Y desde allí pudieron los expedicionarios percibir el olor nauseabundo que no era el de la carne en descomposición (porque ya habían pasado doscientos años), sino el de esa otra descomposición de los vegetales y de los hongos que medran encima de los ataúdes.

Y lo curioso es que daba la impresión de que unos hombros invisibles transportaban uno a uno los trescientos veintinueve féretros que se balanceaban, en efecto, como si caminasen debajo unos sepultureros humanos. Había allí féretros grandes y féretros pequeños de niños, que contrastaban por su color blanco, ya manchado por la tierra y por el paso de los años. Avanzaron como una fila de hormigas o de larvas procesionarias y se iban introduciendo por grupos de cinco en cinco o de diez en diez incluso en las furgonetas funerarias.

Ya estaban colocados todos los féretros en sus respectivos lugares cuando a Robert se le ocurrió una idea audaz.

—Vamos a introducirnos en uno de estos coches. Creo que nos llevará a algún lugar interesante.

Y cogiendo de la mano a Monique y sin escuchar sus advertencias, se precipitó en la parte delantera de uno de los vehículos, sin pensar por un momento (en realidad, lo pensó después cuando ya no tenía remedio) si, en realidad, aquellos asientos estaban ocupados por una presencia invisible. Pero no lo estaban. Y Robert se arrellanó cómodamente detrás del volante. Hasta que vio que la llave del encendido giraba sobre sí misma y que una mano invisible accionaba la palanca de cambio y el coche se ponía en marcha en unión del resto del convoy.

Anduvieron más de cinco kilómetros. A derecha e izquierda campeaba el mismo paisaje desolado de siempre.

—Esta es una magnífica oportunidad para viajar por el país de los muertos, ¿por qué no nos quedamos con la furgoneta? —sugirió Robert.

No habían salido de su estupefacción al ver cómo el volante giraba por sí mismo y un pie misterioso accionaba bien en el freno, bien en el acelerador o el embrague, según lo requiriera el trayecto.

—Tiene ciertos peligros —respondió Monique—. Imagínate que estos automóviles pertenecen a «alguien». Imagínate que esta expedición tenga una finalidad fija. Hasta ahora no hemos causado trastornos a nadie, pero el forzar los mandos de esta furgoneta supondría quizá el primer contacto hostil por parte nuestra con ese mundo. Y no podemos aún predecir las consecuencias.

Pero habían llegado ya a una carretera asfaltada. Y allí había un letrero que señalaba la ruta hacia París. El convoy se había detenido en el cruce para dar paso a un tráfico que no se percibía por ningún lado, por lo menos en esos momentos.

Robert accionó el volante y apretó el acelerador. Quería pasar por la derecha al resto de los automóviles y girar por la carretera general hacia París. Intentó forzar el volante y Monique le ayudó en esa tarea, pero el árbol permanecía rígido y el acelerador estaba agarrotado.

Y fue entonces cuando sucedió algo que les habría de servir de lección para lo sucesivo: la cabina del automóvil se convirtió de repente en una masa viscosa que les rodeaba por todas partes. Brillaban en las puntas unas espículas, unas gotitas cuyo contacto escocía como el agua hirviendo. Aquella especie de esponja comenzó a moverse rítmicamente, como un estómago en pleno proceso digestivo.

Robert y Monique sólo tuvieron tiempo para sacar la pistola y disparar una carga contra las paredes, a riesgo de achicharrarse ellos mismos. Y entonces las paredes de aquella cosa misteriosa se contrajeron como los tentáculos de una actinia herida por una descarga eléctrica. Y luego, con un ruido de eructo y tras contraerse sobre sí mismas, empujaron bruscamente a los dos intrusos, hasta arrojarlos en el camino polvoriento. Felizmente, los vestidos especiales que llevaban les habían salvado de las quemaduras de aquel ácido corrosivo, más potente que el vitriolo.

Cuando levantaron la cabeza, el coche estaba de nuevo allí, pero tenía un guardabarros destrozado y una de las puertas mostraba el impacto del rayo láser.

—Tenías mucha razón, Monique —aún tuvo tiempo de decir Robert.

Luego, el ruido de los motores que volvían a ponerse en marcha ahogó sus palabras. Pronto se perdió la caravana en el horizonte, dejando un olor insoportable a encina mal quemada y una polvareda que tardó tiempo en disiparse.

Estaban ahora en los bordes de una gran autopista. A sus espaldas, y a una distancia de unos cuatro kilómetros, se veía perfectamente el perfil del puente, y más allá, por detrás de unas colinas, volvía a emerger el río Loira.

—Sólo nos queda esperar a que pase un coche, porque no creo, francamente, posible llegar a pie hasta París. Nos quedarán unos cuatrocientos kilómetros —afirmó Robert.

—Me imagino que no esperarás a hacer autostop. Aún así, no hay por aquí automóviles.

Pero sí pasaba de vez en cuando algún automóvil a gran velocidad. Y lo curioso es que pertenecían a distintas épocas. Había allí modelos del siglo XX, del XXI y del XXII, pero iban tripulados. Pasaban a tanta velocidad que no podían fijarse con exactitud en las personas que iban dentro. Lo que sí era cierto es que no les hacían el menor caso a Robert y a Monique cuando éstos les indicaban que se detuviesen. Y era francamente peligroso colocarse delante de ellos. Porque, aunque se hallaban seguros de que se encontraban inmunizados contra la muerte, lo que temían era el dolor inevitable del atropello.

Se sentaron en la cuneta. Un reactor sobrevolaba en esos momentos sobre sus cabezas.

—Todo esto no tiene ningún sentido —comentó Monique.

—Parece que este es un mundo encerrado en sí mismo, con su propia lógica. Tengo la extraña sensación de que aquí lo único que está vivo son las cosas. Esta misma piedra puede ser algo viviente.

Y al decir esto, Robert cogió un canto del borde de la carretera y lo tiró a lo lejos. Pero la piedra parecía tan real como aquellas otras que habían dejado en el mundo de los vivos. Se limitó a rebotar al otro borde de la pista, dividiéndose en dos, que siguieron su curso de acuerdo a las más correctas interpretaciones de las leyes del movimiento.

—Aquí es imposible saber qué es lo que está vivo y qué lo que está muerto —añadió—. Sólo de una cosa estamos seguros: de que estamos vivos tú y yo.

—Y de que nos amamos —susurró Monique, estrechándose contra Robert.

Iban a besarse de nuevo cuando ocurrió delante de ellos algo que les brindó una de las claves de aquel mundo misterioso.

Allá a lo lejos se oía la sirena de un tren y las colinas hacían de caja de resonancia de su veloz carrera.

Y hubo todavía algo más sorprendente: el tren ahora relucía como recién barnizado. Había perdido en una fracción de segundo su apariencia de ruina casi arqueológica.

Ahora el tren, el mismo tren que habían tomado en la estación, pasaba por encima del puente. Se vio el resplandor de un fogonazo. Luego se oyó el retumbar de un trueno y en el mismo instante el tren que parecía de juguete, visto a esa distancia, se encabritó por encima del pretil izquierdo del puente y cayó hacia abajo con un fragor horrísono. Se levantaron electrizados Monique-Pandora y Robert-Prometeo.

Se hizo un silencio ominoso. Ahora sabían que de permanecer más tiempo sentados en aquel montón de arena terminarían presenciando una tercera, una cuarta, una enésima vez el accidente. Así hasta la consumación de los siglos.

—Ahora ya sé hacia dónde iban esos féretros: hacia el pueblo de Fleury sur Loire. Allí, sin duda alguna, resucitarían los muertos del accidente para volver a escuchar al señor Subprefecto y a la Banda de música, y luego subirían al tren. Fíjate que el andén quedó vacío, porque hasta los mismos músicos se subieron en uno de los vagones.

—Sí —añadió Monique—. Parece que en esta extraña región «alguien» tiene una especial complacencia en ver cómo se repiten una y otra vez, hasta la saciedad, las mismas catástrofes.

—Has hablado de «alguien», y quizá no vayas descaminada. Pero yo más bien hablaría de un organismo en el que las cosas ocurren de una manera fatal sin que medie una inteligencia. Fíjate lo que nos ocurrió con la furgoneta. El artefacto reaccionó de la misma manera como reaccionarían nuestros uréteres ante un cálculo, es decir, intentando expulsarlo.

—Pero un uréter no se convertiría en un bisturí eléctrico y menos en una ametralladora pesada.

—De todas formas, nos hallamos ante un organismo, un dios o lo que sea, con una tendencia muy marcada a presenciar escenas macabras.

—¡Como que no debemos olvidarnos que nos hallamos en el reino de la muerte!

Se pusieron en marcha, intentando, cuando aparecía un automóvil, detenerlo con el gesto típico de los autostopistas.

—Vas a tener que enseñar tu conjunto interior, para ver si estos pálidos habitantes son insensibles a tus encantos —bromeó Prometeo.

—No estamos para bromas, querido. Además, me parece que ni tú ni yo les importamos lo más mínimo. Creo, incluso, que no nos perciben en absoluto.