VI
La inmensa maquinaria tan grande como una ciudad, que era una ciudad, se puso a vibrar. Cada célula de la Urbe de Reintegración se puso a vibrar. Desde el aire semejábase una masa de domos verdes rodeando una plataforma hexagonal rojiza cuya superficie variaba incesantemente de tono, tal como la inquieta pigmentación bajo la piel de los pulpos...
Emitiendo un zumbido, algo que recordaba una espumadera de cocina, surgió despacio de cada vértice en sentido perpendicular a la base. Se iluminaron, y el zumzuneo hízose más intenso.
De entre los millares de domos, uno, situado en el límite oeste de la ciudad, creció en altura, impulsado desde abajo por alguna fuerza. Dentro de ese domo:
—Ordenador Mao —dijo la máquina que integraba toda la estancia.
Mao, sentado frente a los cincuenta pulsadores neumáticos asintió con la cabeza.
—White y Mikimoto están a punto de llegar —prosiguió la metálica voz—. Comience usted a pulsar en orden clave setenta y veintisiete.
Mao tomó de un cajón un cuaderno y buscó la clave para actuar según ella. A continuación obró.
Ciudad Urbe de Reintegración se agitó al máximo y quejó; la plataforma y los postes verticales se iluminaron y encendieron; toda la atmósfera agitóse contagiada por la súbita energía desatada. Primero fue un destello, después como un estruendo de gran granizada cayendo sobre planchas de hojalata; a continuación, igual que un ente que se materializara a partir de un fluido ectoplásmico, la nave de White y Mikimoto apareció surgida de un más allá desconcertante... En seguida vino el silencio total y la calma. Entonces Ordenador Mao envió el aviso de llegada a los cuatrocientos hombres actuantes en sus puestos clave: tres en cada domo. Asió la palanca que abría las compuertas de salida de la nave y la empujó poco a poco. La compuerta se movió sobre sus goznes. Y ante los cuatrocientos pares de ojos observantes ningún nauta surgió al exterior como se esperaba: sólo un inusitado vómito de extrañas flores, un reventón inexplicable de primavera; flores, flores, flores...