III

La niebla se fue disipando. Primero eran formas borrosas las que se divisaban. Luego, figuras definidas, y, finalmente apareció una extraña estación de ferrocarril.

Había allí rieles purulentos, locomotoras herrumbrosas que se pudrían en su propio óxido férrico y vagones de chapas abolladas y zozobrados como viejos navíos percutidos por las rocas. La estación era pequeña: parecía más bien un apeadero o la parada de una pequeña villa. Había un edificio ruinoso del que aún colgaba una campana, verdosa a fuerza de cardenillo. Quedaba también un resto de un rótulo, pintado sobre cerámica y en el que sólo se leían las letras FLEUR... y al final una E huérfana.

Las plantas silvestres trepaban por los muros e invadían los espacios existentes entre los rieles. Algunos yerbajos parásitos se habían introducido incluso en los vagones, contribuyendo a resquebrajar las piezas de madera y los asientos de plástico. Se acercaron a un vagón de mercancías, en el que aún quedaban dos o tres cajones con los rótulos de:

GATEAUX. MIRABEAU FRABIQUANT

ORLEANS

43 Rue Lafayette.

PATTISSERIE FINE.

Era obvio que estaban viendo los restos arqueológicos de una estación de ferrocarril del siglo XX.

Abrieron una de las cajas y se estremecieron de asco: estaban atestadas de gusanos y de insectos que aún no habían agotado los últimos restos de unos pasteles milagrosamente conservados, aunque duros como piedras, que habían resistido el paso de dos siglos.

Pero en aquellos parajes el tiempo carecía de significación. Monique y Robert miraron, por ejemplo, el reloj que llevaban en sus muñecas y se sintieron asombrados: las agujas seguían marcando las seis, que era el momento en que se había iniciado la experiencia en el laboratorio. Pero los relojes que medían, además, nivel higrométrico, temperatura, fuerza gravitacional, índice de radiactividad y otras variables, no estaban completamente parados. Este fue un descubrimiento que causó el estupor de los dos expedicionarios. Observando con más detenimiento la aguja que marcaba décimas de segundo, pudieron comprobar que ésta marchaba,

aunque con gran lentitud. ¡Lo que ocurría es que el tiempo transcurría allí mucho más despacio! ¡Un minuto correspondía allí a una hora de la Tierra!

Ahora estaban sentados en los restos de un banco de piedra. El silencio seguía siendo absoluto, y sobre todo la presencia de aquellos objetos pesaba sobre ellos como si fuese una amenaza. Robert rompió entre sus manos el hierro herrumbroso que había cogido de una locomotora.

—Tengo la impresión de que esta barra de hierro no es eso, sino algo realmente terrible —le comunicó a Monique.

—¿Y qué puede ser?

—Un símbolo de otra cosa: por ejemplo, una parte de un cadáver.

—¿Por qué no golpeas el suelo con la barra?

Y esto fue lo que Robert hizo: golpeó la barra contra el pavimento, que seguía estando constituido por hexágonos regulares. Se oyó un estrépito pavoroso, como si el suelo fuese la superficie de un gong inmenso, y la barra se deshizo en una nube de óxido férrico que fue poco a poco depositándose sobre el suelo. Monique y Robert se pusieron en pie. Sonaba el canto de las chicharras que se despedían del sol, ocultas en sus grietas, y el zumbido de las moscas.

—Hemos vuelto a encontrar el sonido —Robert quiso articular con los labios y se rió al descubrir que ya no era necesario el lenguaje labial, puesto que las voces podían salir de sus pechos. Pero unas veces necesitaban esforzarse más que otras. El nivel sonoro bajaba y subía de una manera caprichosa, como si toda aquella escena, incluyéndoles a ellos mismos, estuviese manejada por un chiquillo que jugase con el mando de volumen de un receptor de radio o de televisión. Algunas veces, incluso, tenían que recurrir al lenguaje silencioso.

—Vamos a explorar esto un poco más, si te parece —le sugirió Pandora a Prometeo. Y fueron mirando rincón por rincón.

Entraron por fin en lo que quedaba del antiguo despacho del jefe de estación. Así lo indicaba por lo menos un letrero en el que se podía leer:

CHEF GARE

Al apoyarse sobre la mesa de madera, ésta se vino abajo desprendiendo una polvareda de serrín. Quedaban en las paredes señales de un armario empotrado y del clavijero de una centralita telefónica, pero Monique y Robert fijaron su atención en los papeles que se deshacían en sus manos al brotar de los cajones en que habían permanecido sepultados durante doscientos años. Casi todos ellos (escritos de rutina) llevaban fecha del año 1980; otros de fechas algo anteriores. La estación debía haber quedado fuera de servicio por aquella época, siendo sustituido el transporte que pasaba por aquella pequeña ciudad por un sistema de trenes monorrieles o de turbomáquinas. En un correcto francés se hablaba de las distintas incidencias cotidianas del tráfico por la estación, pero no figuraba nada personal en ninguno de aquellos papeles.

Entonces fue cuando apareció «el documento». Pandora y Prometeo tardaron en reaccionar ante su aparición, porque no podían concebir que en una estación que databa de finales del siglo XX pudiera hacer acto de presencia un escrito del siglo XXI. Pero no cabía duda. Aquella tablilla, que mostraba los primeros signos de la escritura fotoelectrónica, que había de desarrollarse completamente en el siglo XXII, destacaba del resto de los objetos. Daba la impresión de que permanecía allí de una manera tan artificial como un anillo en el estómago de un rumiante. Fue entonces y sólo entonces cuando Monique y Robert se apercibieron de que, efectivamente, el resto de los objetos poseían algo extraño, irreductible al mundo del que acababan de descender.

Pero aquella tablilla era tan real como el pequeño almacén de artefactos que habían colocado en sus cinturones o en sus bolsillos los científicos del Centro de Investigaciones Parabiológicas. O por lo menos pertenecía a un tipo distinto de realidad.

Sacó la tablilla a la luz del sol, o de la fuente de aquella luz cuyo origen no habían descubierto todavía. Y quedaron estupefactos, porque pudieron leer lo siguiente:

«Soy Gérard Pétion, de 37 años de edad; profesión, ingeniero nuclear. En el año 2028 realicé la experiencia de mantener mi cerebro en un estado entre la vida y la muerte. Me ayudó un amigo, el profesor Liaussey, de la Sorbona. Utilizamos para ello una droga, cuya composición no creo que interese aquí. Después de sufrir una serie de terribles pesadillas, me encontré sentado en la terraza de un edificio. Debajo sólo había niebla y era imposible mirar hacia arriba, porque el «sol» me deslumbraba. Allí estuve mucho tiempo, hasta que, desesperado, decidí lanzarme al vacío. Al llegar al suelo me encontré con esta estación de ferrocarril. Si alguien vuelve a realizar la experiencia... No escribo más, porque en estos momentos oigo ruido de personas en el exterior».

Era casi una premonición, porque apenas habían terminado de leer la última frase cuando también ellos oyeron ruido de gente que se acercaba. Todo el andén estaba atestado de una gran multitud de personas. Vestían, por supuesto, a la moda de finales del siglo XX. Allí había muchachas con minifalda extremadamente corta, caballeros con shorts, jovencitos con melenas que les llegaban hasta la mitad de la espalda y ancianas de atavíos más vetustos.

También vieron gendarmes, soldados y hombres con blue jeans. Hablaban y reían... Pero sus rostros eran terriblemente pálidos, como si acabasen de fallecer. Monique y Robert tuvieron la impresión de que no se deslizaba una sola gota de sangre en todos aquellos cuerpos. Un fluido misterioso les mantenía en pie y les impulsaba a hablar. Se dirigieron a un gendarme que conversaba con una señora gruesa.

—¿De dónde son ustedes? ¿Qué lugar es éste? ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Están ustedes vivos o muertos? —les lanzaron en andanada.

Y sus palabras sonaron como en una quinta dimensión,

como si el sonido de ellos (Monique y Robert) y el del resto de la gente (los extraños invasores del andén) transcurrieran en planetas distintos, separados entre sí por una delgada lámina de vidrio. Hubo una ligera vibración en el ambiente, y todo el movimiento quedó detenido (el gendarme mirando fijamente a la señora, ésta levantando la mano como en un gesto defensivo, las cabelleras de los jovencitos hechas bloques compactos de brillantina y de pelo) en el momento preciso en que Monique y Robert habían interrogado al «otro mundo». Pero todo ello duró unos brevísimos instantes; luego las figuras de cera recobraron su animación, y la charla que mantenían el gendarme y la señora se reinició en el punto en que había sido detenida.

—Este es el último viaje que hace el tren —decía el gendarme.

—Sí. Mañana inauguran el monorriel.

—Va a despedirnos la Banda del pueblo. Da pena que esta estación quede vacía.

—Sí, yo recuerdo cuando salimos el que es ahora mi marido y yo para nuestra «luna de miel». Lloraba como una tonta porque iba a dejar de ver durante unos días a mis padres. Pero cuando me abracé con mi marido en el vagón, tuve la certeza de que iba a ser muy feliz y de que al partir el tren se abría una nueva existencia para nosotros.

—¿Y cuál es el fin de este viaje, señora, si no es imprudente?

—Le seré sincera. El pretexto es visitar a un hijo mío que vive a unos pocos kilómetros de aquí, pero, en realidad, lo que yo quisiera es despedirme de este trayecto.

—Eso es lo que vamos a hacer todos.

Apareció la Banda del pueblo. Iba rodeada de un grupo de chiquillos vestidos con sus mejores galas. Detrás de la Banda, alguien llevaba la bandera tricolor. Vibraban en el aire cálido los compases de la Marsellesa. Luego apareció un hombre alto con uniforme de gala, que debía ser el Prefecto, o el Subprefecto. Se hizo el silencio entre la multitud.

El personaje trazó un rápido recordatorio de lo que había sido aquella vía férrea para el pueblo (no mencionaba cuál,

porque se daba por supuesto el nombre). Ahora el progreso exigía la instalación de medios de transporte más rápidos. Pero todos recordarían con emoción la sirena de aquellos trenes cuando pasaban por allí a altas horas de la madrugada, recordándoles otros parajes y otros hombres.

Hubo lágrimas y hurras entre los asistentes al acto y luego todos montaron en uno de los vagones: el menos deteriorado, el que, por lo menos, conservaba su forma de convoy. Sonaba mientras tanto la campana teñida de cardenillo, sin que, misteriosamente, ninguna mano moviera el badajo.

Si era imposible la comunicación verbal con aquellas extrañas personas del siglo XXI, sus codazos y sus empellones eran, por el contrario, extraordinariamente tangibles, porque empujaban a los dos pioneros como si no les vieran, como si fuesen cuerpos opacos. Pero al mismo tiempo nadie se daba cuenta de Robert y Monique, sino que, al interponerse a título de experiencia en el trayecto de aquellos seres extraños, ambos eran simplemente rodeados, sin que, por otra parte, ni Robert ni Monique pudiesen impedir su marcha: una fuerza mucho más poderosa forzaba inmediatamente el paso.

Pronto una multitud se interpuso entre los dos expedicionarios, y Robert sintió que el corazón se le paralizaba al ver cómo Monique era arrastrada hacia el tren, al mismo tiempo que partía el convoy con un chirrido de hierros viejos. Parecía un milagro que aquel dinosaurio de hierro pudiera resucitar.

Robert apenas tuvo el tiempo suficiente para agarrarse a uno de los estribos. El tren aceleraba su velocidad por instantes y pronto quedó atrás un andén desierto, en el que aún repiqueteaba la campana verdosa.

Entró en el vagón y vio a los pálidos viajeros sentados en los asientos desvencijados. En donde faltaban éstos, se sentaban en el suelo y no parecían incómodos por la postura: seguían charlando y riendo, como si aquel día fuese festivo y, más que a sus diversas ocupaciones, acudieran a una verbena. Pasó de un vagón a otro hasta encontrar a Monique, que temblaba asustada. Se sentaron sobre unos sacos de cemento.

El paisaje desfilaba a derecha y a izquierda. Pero faltaba, prácticamente, la vegetación, la exuberante vegetación de las campiñas francesas. Era como si una apisonadora hubiese barrenado los árboles sustituyéndolos por plantas raquíticas y hierbas de color amarillento verdoso. Pasó el revisor y les picó a todos los billetes, sin fijarse en Monique y en Robert.

—Aquí no contamos —comentó Monique.

—No te confíes excesivamente. Tengo la firme certeza de que hay alguien o algo que nos está espiando desde el primer momento y que sabe perfectamente qué es lo que nos proponemos.

—¿Pero no sospecharás de nuestros compañeros de viaje?

—Todavía ignoramos lo qué son y qué significa todo esto.

—¿Y qué opinas del mensaje?

—Quizá sea auténtico. Podría tratarse de alguien que nos precedió en el viaje, pero también podría ser una trampa.

—Yo tengo, por el contrario, la impresión de que todo transcurre sobre nosotros como si no existiéramos.

—Hasta cierto punto, sí, pero no sobra el que estemos en guardia.

—Por cierto, ha transcurrido ya un minuto por nuestro reloj. Quiere decir esto que allá arriba ha pasado una hora aproximadamente. Supongo que seguiremos así durante bastante tiempo.

—Sí, y aún nos quedan muchas sorpresas.

Y, efectivamente, sí les quedaban muchas sorpresas por experimentar. Se oyó el chirrido de los frenos y el vagón comenzó a traquetear como si se hubiera salido del raíl. Los viajeros se asomaban a las ventanillas y prorrumpían en gritos, sobre todo las mujeres y los niños. Otros intentaban tirarse por las puertas, pero se detenían ante la gran velocidad del tren.

Pronto se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pasaban ahora por encima de un puente. Y sólo tuvieron tiempo de percibir que las vigas se hallaban en perfecto estado y que se había producido una transformación mágica en todos los vagones. Era algo así como si un ingeniero misterioso hubiese rejuvenecido todas y cada una de las piezas. El tren había resucitado y ya no era un osario de hierro.

Luego sufrieron la sensación típica de la caída en el vacío. Se oyó un nuevo estrépito: el del acero que se desploma.

Se agarraron desesperadamente a la barra metálica del maletero. El vagón dio dos o tres vueltas antes de precipitarse en un río de curso ancho y profundo, cuyas aguas corrían con rapidez.

—De nuevo la pesadilla del mar —pensó Robert, antes de que el agua comenzara a penetrar a borbotones hacia el interior del vagón. Pero esta vez conservaba una lucidez extraña y, salvo la impresión de ahogo, su organismo se hallaba en plenas condiciones. No sabía dónde estaba Monique, pero suponía que se hallaba en sus mismas condiciones. Por eso tanteó en la oscuridad el camino hacia la puerta. Oía sobre su cabeza el sordo rumor de las aguas y sentía sin lugar a duda la dirección de la corriente que le arrastraba en la dirección deseada. Pero tenía que forcejear con cuerpos que se debatían en los horrores de la agonía y que intentaban también como él encontrar unos litros de oxígeno.

Por fin sintió que nada se oponía a su ascenso hacia la superficie. Inspiró profundamente el aire y al hacerlo oyó estupefacto el burbujeo del gas en el agua que había penetrado en sus pulmones. ¡Estaba fisiológicamente muerto y al mismo tiempo vivo, porque allá, en la Tierra, ningún ser hubiese podido sobrevivir en esas condiciones!

Empezó a expulsar grandes cantidades de agua limosa de sus bronquios. Y al hacerlo le dolían los costados con tanta violencia como en un acceso de tos. Tuvo tiempo, sin embargo, de ver nadando sobre el río la cabellera inconfundible de Monique, que intentaba dirigirse hacia la orilla. Y miró hacia atrás y vio la larga locomotora como empotrada en el fondo del río y oscilando como si fuera una caña de bambú excepcionalmente gruesa. Pero, al parecer, tampoco se había salvado ninguno de sus ocupantes.

Sintió un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento.