I

El nauta avanzaba con dificultad sobre el crujiente suelo del planeta. Tiraba y tiraba de sí mismo para zafarse de la fuerza gravitatoria; un pie, luego el otro; respirar hondo, detenerse y pronto comenzar; un pie y luego otro... El exoesqueleto inoxidable de acero le ayudaba mucho, pero no lo suficiente.

No obstante el tremendo esfuerzo, apenas había podido alejarse unos doscientos metros de la nave en la cual Mikimoto y él acababan de llegar. Se detuvo un instante y mientras tomaba aliento alzó la cabeza deseando ver por cualquier resquicio, aunque tan solo fuera un poco de la luz solar que suponía tras las negras nubes, muy bajas y aborregadas, espesas como vapor de alquitrán. Suspiró, y otra vez inició su cansino andar sobre la reseca corteza que chasqueaba bajo sus pisadas, despertando raros ecos en aquella densa atmósfera irresistible para humanos. Delante del hombre se alzaba el acantilado, como una muralla construida por amontonamiento matemático de verticales pilares hexagonales de roca gris violácea, aparecía desnuda e imponente. El nauta cerró los ojos y aspiró con profundidad el aire condicionado de su hermético traje espacial. Cuando alzó los párpados vio varias hermosísimas flores que no había contemplado en ninguna otra parte.

Se extrañó muchísimo de no haberlas descubierto antes...

«Quizá tenían sus corolas cerradas y ahora al abrirse es cuando se han hecho visibles», pensó.