¿DÓNDE HAY ESPACIO?
El hombre que tenía a mi lado, me pisó.
—Dispense —dijo con una sonrisa—. Le he pisado sin querer.
—No tiene importancia —contesté con otra sonrisa parecida—. Quizá dentro de un momento le pise yo a usted.
—Sí, claro. Es lo que suele pasar en estas aglomeraciones.
—Hombre, usted verá...
Después de tan animador principio, la conversación languideció. No sabíamos qué decirnos.
Pasó un largo rato. El hombre se aburría. De cuando en cuando, me dirigía una mirada medio amistosa, medio suplicante. Resultaba harto evidente que intentaba entablar conversación conmigo.
En torno a nosotros no se oía otra cosa que un sordo mosconeo, un monótono zumbido de conversaciones, el runruneo constante de miles y miles de bocas pronunciando palabras y palabras, irritadas unas, coléricas otras, resignadas las más.
María se retrasaba bastante. Me empiné sobre las puntas de los pies y traté de avizorar por encima de aquel mar de cabezas humanas que nos rodeaba y que se extendía por todas partes, hasta perderse de vista.
El río no estaba lejos: tres o cuatrocientos metros escasamente. Podía calcularlo por la hilera de álamos que sobresalían por encima de aquella inmensa multitud. También pude darme cuenta de que muchas personas, a falta de sitio o quizá buscando espacio para mañana o pasado, se habían encaramado en las ramas de los árboles.
Nosotros estábamos en la llanura, sin una mala rama de árbol cuyas hojas pudieran defendernos de los brutales asaltos de aquel sol de mediados de julio. Pero teníamos un poco de espacio.
—Vaya calor, ¿eh? —dijo el hombre.
—Sí. El sol aprieta hoy bastante —respondí indiferentemente.
—Y eso que estamos todavía en julio. Figúrese cuando llegue agosto.
—Si lo vemos llegar.
El hombre se mordió los labios. Aprensivo, miró a derecha e izquierda.
—Me llamo Francisco —dijo.
—Yo, Juan.
Francisco se frotó las manos, húmedas, transpiradas.
—Juan, ¿cree usted que llegaremos a agosto?
Levanté los hombros.
—¿Y quién puede asegurarlo? —rezongué.
—Sí, tiene usted razón —convino Francisco.
Volví a empinarme sobre las puntas de los pies. ¿Dónde estaba María? ¿Por qué se retrasaba tanto?
Bajé la vista. En torno a mis pies, tenía un espacio más o menos circular, de unos cincuenta centímetros de radio. Todo lo demás eran piernas y pies, piernas y pies..., un bosque enloquecedor de extremidades inferiores.
Y si miraba por encima, no veía más que cabezas, cabezas, cabezas...
—No creo que lleguemos a agosto —murmuró Francisco.
—¿Qué sé yo? —mascullé, procurando ocultar el disgusto que me causaba la tardanza de María.
De nuevo languideció la conversación. Ahora se había hecho lúgubremente premonitoria.
Alguien me dio un codazo. El tipo se disculpó.
—Perdone. Me empujaron —dijo cortésmente.
—Olvídelo, amigo —contesté con acento benigno.
Las rodillas me dolían ya de tanto rato en pie. Podía sentarme, tenía espacio para ello; pero no quería hacerlo hasta que hubiese regresado María del río.
A unos treinta metros de distancia se arremolinó la gente. Una mujer gritó.
Sonaron coléricas voces de protesta.
—¡Eh, no empujen!
—¡Cuidado, sin atropellar!
—¡Mis callos! —se dolió alguien.
—¡Cada cual, a su sitio!
—¡Todavía hay espacio! —vociferó uno.
La mujer volvió a gritar. Fue ahora un largo lamento, casi animal, terminado en un aullido seco, estridente, que cesó de modo brusco.
Los gritos de la mujer fueron sustituidos por los vagidos de un recién nacido.
Cerca de donde yo estaba, alguien empezó a echar pestes contra el que acababa de venir al mundo. Yo no quise decir nada.
¿Para qué?
Estaba seguro de que sucesos semejantes se producían a cada instante en aquella vasta llanura. No ya luchar, ni siquiera protestar era útil contra lo inevitable.
Francisco volvió a dirigirme la palabra y, como antes, su tono estaba lleno de ansiedad.
—Juan, ¿cree que llegaremos a agosto?
Miré de nuevo al suelo. Sus pies estaban a cincuenta o sesenta centímetros de los míos. Más allá se veía otro par de pies... y otro y otro, a derecha, a izquierda, por todas partes.
—Esto no era lo peor. Días antes, estábamos a kilómetro y medio del río. Ahora, distábamos de él unos tres o cuatrocientos metros. La presión de la inmensa muchedumbre nos empujaba lentamente hacia la corriente, día a día, de manera irresistible.
—No lo sé, Francisco —repetí desganadamente.
El sol seguía brillando con furia en lo alto. Más allá, a cincuenta metros, nacieron tres criaturas casi al mismo tiempo: dos gemelos y una niña, de madres distintas, claro. Una vez más se reprodujeron las protestas y los empujones.
El movimiento de la multitud se aquietó otra vez. Alguien, con amargo sarcasmo, comentó;
—¡Para lo que van a vivir!
Y otro le dijo:
—Si usted fuera su padre, pensaría de modo distinto.
Sin querer, escuché retazos de conversaciones sostenidas alrededor del lugar en que me hallaba.
—...imagínese usted los que están en las faldas del Himalaya. Quieren bajar, pero la aglomeración de gente no se lo permite. Constantemente son empujados hacia arriba, hacia arriba...
—...las noticias volantes del otro día dijeron que en Groenlandia se había hundido repentinamente un gran bloque de hielo de tres kilómetros cuadrados de extensión. Tres millones de personas parecieron ahogadas...
—...y menos mal que los biólogos organizaron todo este jaleo de la fotosíntesis para los seres humanos, si no, ¿adonde hubiéramos ido a parar sin alimentos?
—¡Qué horror! —exclamó una buena mujer—. ¿Y dice usted que murieron de golpe doce millones de personas?
—Los que están a la orilla del río son los más felices. Se bañan...
—Y también se ahogan los primeros. Prefiero seguir aquí.
De nuevo me empiné sobre las puntas de los pies. Sí, allí parecía que se acercaba María de regreso.
Instantes después, se produjo un pequeño remolino.
—Eh, no empujar...
—¡Cuidado, que se cuela!
—A ver esa tía fresca.
Escuché la voz de María.
—Dejen paso, por favor. Mi espacio está guardado.
De pronto, un helicóptero de vigilancia, apareció en el cielo. Volaba directamente sobre nosotros, sin causar el menor ruido, y se detuvo a unos metros sobre el suelo, a corta distancia de mí.
El piloto se asomó por la ventanilla, provisto de un megáfono.
—Usted, eh, ¿adonde va?
Por encima de la espesura de cabezas, asomó un brazo, cuya mano enseñaba una tarjeta blanca. El piloto de vigilancia se dio por satisfecho.
—Vuelva a su sitio y no provoque disturbios, señora.
El helicóptero se alejó en silencio.
La gente se movió cerca de donde yo estaba. Por fin, abrieron paso y la figura de María, mi esposa, apareció ante mis ojos. Venía sudorosa, encarnada, con dos manchas húmedas en la blusa, bajo las axilas, pero traía en las manos dos grandes cantimploras de agua.
—Toma, bebe, Juan —me dijo, alargando una de las cantimploras.
El agua estaba medio fresca y corrió agradablemente por mis fauces resecas. Pero la escatimé; no sabíamos cuándo podríamos reponer la provisión de agua... ni si podríamos repetirlo más veces.
Sonreí agradecido.
—Te he guardado tu espacio —dije.
—Sí —contestó ella, con una animosa sonrisa—. Yo tenía mejores probabilidades de alcanzar el río que de conservar nuestro espacio. Juan —sus hermosos ojos se ensombrecieron de pronto—. Cuando estaba llenando las cantimploras se produjo una avalancha de gente y cayeron al agua varios cientos. La mayoría han muerto ahogados.
Apreté los labios. Era la suerte que nos esperaba..., ya que no era posible soñar con franquear el río a nado. La otra orilla estaba también abarrotada de personas.
La multitud se estrechó de pronto. La distancia a los pies de mi vecino se redujo a cuarenta centímetros.
María me miró. Su rostro estaba cubierto de sombras. Sabía lo que significaba aquel movimiento de las personas.
—Mañana ya no podré ir al río, Juan.
—Lo sé, María. Pero no te aflijas.
Ella trató de sonreír valerosamente.
—Podrá parecer ridículo, pero siempre pedí estar a tu lado en el último momento, Juan.
Pasé el brazo por sus hombros y la atraje hacia mí.
—Así no lo sentiremos, querida —contesté.
María no se atrevió a decir ya nada más. Yo callé.
En torno a nosotros seguía oyéndose el espeso zumbido de las conversaciones. Algunos gritos, lamentos, ruegos, imprecaciones...
El hombre que me había pisado antes, Francisco, me miró con ojos implorantes.
—Si hubieran construido astronaves suficientes para evacuarnos a otros planetas... —dijo en tono gemebundo.
—Desengáñese, Francisco —respondí—. Hace ya muchísimos años, un tal Willy Ley predijo que se necesitarían astronaves con capacidad para cien personas cada una, y que además zarparan de la Tierra a razón de una por minuto, para mantener el nivel de la población de entonces. Cosa imposible de realizar, como usted comprenderá.
Angustiado, Francisco insistió:
—Dígame, Juan, ¿duraremos hasta agosto?
Decidí darle una respuesta definitiva:
—Oiga esto, Francisco. La población actual del planeta crece al ritmo de un uno por ciento anual, un uno por ciento limpio, neto, descontadas ya las defunciones por todas las causas. Tal como estamos ahora, calculo que el número de habitantes supera de largo los quinientos billones, fíjese bien: ¡billones!
Me llené los pulmones de aire para soltarle el escopetazo final:
—Francisco, ese uno por ciento significa cinco billones de nacimientos anuales, nacimientos efectivos, como digo, lo cual, a su vez, representa un aumento en la población terrestre de catorce mil millones de seres por día. ¿Cómo diablos quiere que lleguemos vivos a agosto?
Francisco se calló, encerrándose en sí mismo a rumiar mis palabras.
Yo también callé. María no dijo nada.
En el año 1960, los sociólogos habían predicho que, de seguir aumentando la población humana al ritmo de entonces, setecientos años después, los habitantes de la Tierra nos veríamos obligados a permanecer en pie, cubriendo toda la parte sólida del globo, por falta de espacio.
Estábamos en el año 2660.