I
Raymond Morris se arrastró por el suelo, miró a través de los matorrales y apretó fuerza su metralleta. Lentamente, sin hacer el menor ruido, colocó el punto de mira de su arma delante de sus ojos y apuntó a la patrulla que confiadamente avanzaba por el sendero.
Junto a él, su acompañante, que portaba diversas armas prestas a su disposición, esperaba con paciencia el resultado de todo aquello.
La patrulla estaba ahora a menos de cien metros. Cada miembro, de facciones orientales y vestidos con uniformes descoloridos y gastados, miraba en derredor desconfiadamente.
Raymond acarició el gatillo. Eran doce los componentes de la patrulla. Si actuaba con eficacia la ráfaga los tumbaría a todos, los derribaría como si fueran peleles ensangrentados. Se preguntó cómo sonarían hoy a sus oídos los gritos de dolor de los heridos.
Su dedo se crispó sobre el gatillo y la boca de la metralleta escupió el torrente de balas. Los guerrilleros empezaron a caer uno tras otro, gesticulantes. Alguno consiguió hacer unos disparos atolondrados, sin precisar el lugar de donde procedía el ataque.
Raymond Morris se incorporó y con la velocidad del rayo quitó el cargador vacío y colocó otro. Avanzó unos pasos y disparó contra dos desconcertados supervivientes.
—Perfecto —le dijo su acompañante.
—Aún no está acabado el trabajo, Cristian —dijo Ray avanzando hacia el sitio donde había caído la patrulla, deleitando sus oídos con los quejidos de dolor de los moribundos.
—Creo que es suficiente —insistió Cristian Hoffman.
Pero Raymond no escuchaba a Cristian. Con la metralleta dispuesta llegó hasta el herido más cercano. Vio un rostro empalidecido y lleno de miedo. Yacía sobre la hierba en medio de un charco de sangre. Ray desenfundó su afilada bayoneta y se arrodilló. El guerrillero desorbitó los ojos ante el acero que danzaba burlón frente a su rostro. Con un rápido movimiento, Ray le seccionó la yugular, apartándose rápido para no mancharse con el torrente de líquido rojo.
Poco más allá, uno sobre otro, dos asiáticos se agitaban violentamente. Ray se acercó a ellos y quedóse quieto observándoles. Uno de los guerrilleros pronto dejó de moverse. Ray se impacientó con el otro y comenzó a darle puntapiés en el cráneo. Cuando hubo terminado, se volvió hacia su acompañante. Una sonrisa de satisfacción flotaba en sus labios cuando dijo:
—Listo. Duraron poco, Cristian.
—No era preciso estropear tanto los cadáveres, Mr. Morris.
—Bah, no se preocupe por eso. Me gusta completar lo que empiezo. Además, es mi dinero. ¿Qué queda?
—Una aldea, a poca distancia de aquí. Se supone que no habrán oído nada de esto.
—¿Habrá soldados?
—No. Sólo mujeres, niños y ancianos. Unos treinta miembros.
Raymond torció el gesto.
—Bueno, podemos regresar si no le agrada el último número del día —dijo Cristian echando a andar.
—Eh, eh, no he dicho tal cosa. Pensaba en que hemos estado toda la mañana detrás de esa patrulla y sólo me duró unos minutos —se rascó la barbilla y sonrió torvamente, añadiendo—: El gasto está hecho y si esta aldea es para mí... Vayamos allí. Ya pensaré algo por el camino.
—Como desee. Llegaremos en veinte minutos.
Mientras se dirigían a la aldea vietnamita, abriendo la marcha Cristian, Ray pensaba que cada día le gustaba menos aquel tipo. Cristian Hoffmann era orgulloso, alto y fuerte, lo suficientemente fuerte como para que pudiera llevar sin cansancio una serie de pesadas armas para que él eligiera la que más le agradase en el momento oportuno.
Tal vez algún día, si Cristian seguía portándose con él con tanto desdén, casi con desprecio, su actitud iba a costarle cara.
Era un testigo frío, impersonal. Nunca había alabado su buena puntería ni se había reído con él después de cada episodio.
Cuando llegaron a la vista de la aldea, Ray se alegró de no haberla despreciado. Aquello era prometedor. Se trataba de media docena de casitas de bambú, como había pensado. Pero varias mujeres, viejos y niños absortos en sus quehaceres domésticos y totalmente despreocupados de cuanto les rodeaba, componían una escena digna de ser destruida por Raymond Morris.
—El rifle de aire comprimido, Cristian —pidió Morris.
Ray lo tomó y lo cargó con los dardos que se suponían envenenados. Apuntó cuidadosamente a su primera víctima, un niño que jugaba algo apartado de su madre, que amasaba pan junto a la puerta de su choza.
El aire fue taladrado silenciosamente por el dardo envenenado que terminó clavándose en el pecho desnudo del niño, que cayó sin proferir un gemido. Desde su escondite, Ray sonrió. Mató luego a un viejo y a una mujer. Tales muertes no alarmaron al resto de la comunidad. Ya no había más personas alejadas del núcleo.
Con un ademán solicitó de Hoffman el bazooka. Su compañero le ayudó a colocárselo sobre el hombro y le cargó el primer proyectil. Después de apuntar unos segundos, Raymond disparó. La explosión se produjo en el mismo centro del poblado. Dos disparos más redujeron a astillas el resto de las frágiles casas. Los nativos supervivientes corrieron de un lado para otro, cegados por el humo. Entonces Ray tomó el rifle con mira telescópica y fue cazando lenta pero sistemáticamente a los que huían. Minutos después, todo era silencio. Entre el crepitar de las llamas que habían prendido en las casitas de madera y bambú, Ray escuchó un lamento.
Ray se levantó, sacudiéndose el pantalón. Hoffman recogió las armas y le miró, esperando órdenes. Ante el silencio de Ray, preguntó:
—¿Quiere la bayoneta?
Ray miró su reloj y se encogió de hombros. Echó a caminar, alejándose del destruido poblado. Sacó un paquete de cigarrillos y dijo:
—Bah. Uno se acuerda de pronto que esta escena estará dispuesta dentro de unos días para otro. A veces se rompe el encanto del engaño y resulta cansado destrozar cachivaches.
—Algo parecido intenté decirle antes —replicó Hoffman rechazando el cigarrillo que le ofrecía Ray.
—Pero no debió ni intentarlo —estalló Ray—. Por un momento creí estar de verdad en Vietnam vengando a mi hermano. ¿Sabía que yo apenas si tenía ocho años cuando a él lo mató una patrulla de vietcongs? Unos días después se firmó el armisticio. Los soldados regresaron, los políticos se felicitaron y los fabricantes de armas dijeron que bueno, que ya habían ganado lo suficiente como para poder esperar otra guerra. ¡Qué asco!
Hoffman le miró un rato en silencio.
—¿Por eso viene aquí?
—¿Qué importa el motivo? Acudo a un costoso Centro privado y pago elevada cuota. Usted gana como todos y listo. No más detalles.
—Lo siento. No quería molestarle; pero llevo trabajando con usted más de un mes y aún no he podido definirle.
—¿Definirme? ¿Qué quiere decir con eso?
Hoffman sonrió tímidamente.
—Generalmente, mis pupilos demuestran después de dos o tres episodios las causas por la que vienen aquí, a un Centro privado. Es una cosa buena, porque nos permite aconsejarles lo que más les conviene. Así gastan su dinero con más provecho y se divierten realmente.
Habían salido de la jungla vietnamita y caminaban por un sendero muy cuidado.
—Quiere decir que soy un introvertido, ¿eh?
—No se ofenda, Mr. Morris. Llevo trabajando en esto mucho tiempo y vienen personas como usted, pero son las menos. Perdóneme si le he ofendido. A veces me tomo demasiada confianza con los socios. Le ruego que olvide esto.
—No, no. Quiero que sigamos hablando de este tema. Explíquese.
—Como desee. Los episodios que usted prefiere me impiden calificarle a causa de la poca uniformidad que poseen. Una vez, cuando se dedicó a matar pieles rojas me dijo que cuando pequeño siempre jugaba a cowboys y su amigo Terry, que hacía de piel roja, invariablemente le vencía. Cuando mató a los policías me explicó que el agente de su barrio la tenía tomada con usted de mozalbete. La excusa para irrumpir en una reunión del Alto Estado Mayor alemán con Hitler presente era que siempre ha odiado a los nazis. Pero luego resultó que no podía ver a los rusos, ni a los franceses de Napoleón. Tampoco a los conquistadores españoles, llegando al extremo de convertirse en azteca para sacar el corazón a Hernán Cortés después de abrirle el pecho con un puñal de piedra.
—Oh, no me recuerde el episodio de Cortés. Me costó una fortuna su montaje.
—No fue fácil darle toda la realidad que el caso requería. Pero, dígame, ¿por qué mató después con el mismo puñal a Cuauhtémoc? Eso me sorprendió mucho. Es imposible odiar a españoles y aztecas al mismo tiempo...
—Cuauhtémoc también me costó mi dinero, ¿no? Era una estupidez dejarle vivo. También acabé con los indios que estaban con él y prendí fuego al templo. ¿Por qué no?
—La razón monetaria es muy convincente. La creería si a la semana siguiente no decidiera convertirse en Pizarro e hiciera lo que hizo. Estoy seguro que si usted hubiera sido el verdadero Pizarro de la historia su figura hubiera sido peor tratada aún. Hasta Pizarro se hubiera horrorizado de lo que usted hizo.
—Está empezando a decir tonterías, Hoffman.
—Si lo prefiere me callo, Mr. Morris.
—Oh, no, siga; me distrae.
—Tal vez a todo esto se le podía encontrar algo razonable para poderlo explicar en conjunto si poco después no matase con una carabina de aire comprimido y dardos venenosos a cien personas en una avenida de una ciudad americana en la época actual.
—Vamos, vamos; éste es un episodio que solicitan muchos.
—Tiene razón. Lamentablemente, es uno de los episodios más solicitados.
—¿Entonces?
—Lo más desconcertante es lo que viene. Usted tiene programado para la próxima semana ser un coreano del norte que tortura a unos prisioneros americanos. ¿Qué puede decirme de esto? ¿Cómo puede su mente ser tan tortuosa? Le confieso que esto es lo que ha terminado por desorientarme acerca de su desequilibrio mental. Dudo que con esta terapia sane pronto.
Raymond se detuvo, arrojó el cigarrillo sobre la grava y lo aplastó con furia. Sus ojos chispeaban cuando miró al hombre con furia para decirle:
—¿Qué diferencia existe entre matar civiles americanos o soldados americanos? ¡Ninguna!
—Me temo que sí hay alguna, Mr. Morris. Y mucha. Nunca hasta ahora se había preparado en el Centro algo semejante, se lo puedo asegurar...
—Pues alguna vez tenía que ser la primera. ¿Ya está todo preparado?
Hoffman negó con la cabeza. Habían llegado hasta la entrada de un moderno y funcional edificio de dos plantas, rodeado por alegres jardines.
—Los técnicos están ultimando los detalles —dijo Hoffman—. Ya sabemos por experiencia que usted no suele atenerse a lo programado y no queremos que algo falle en las unidades si de súbito recurre a métodos de tortura no previstos.
—Hacen perfectamente. Cuando le corté el cuello a Hitler no salió ni una gota de sangre. Luego me dijeron que creían que sólo iba a matarle a tiros. ¡Fue una falta de previsión!
—Pero nunca más ocurrió, ¿no es cierto?
—Pero me subieron la tarifa. Dijeron ustedes que tenían que preparar las unidades mejor para prevenir cualquier contingencia. ¡Sanguijuelas!
Entraron en el recibidor. Atrás dejaron el calor del Verano y el aire acondicionado resultó reconfortador para Ray. Hoffman entregó el armamento que portaba a un empleado con bata blanca y siguió a Raymond Morris hasta las oficinas para firmar el recibo de conformidad. En la escalera automática, dijo a Ray:
—Este es un negocio como otro cualquiera, Mr. Morris. Sabe perfectamente que puede acudir a los Centros del Gobierno. Si un cliente exige tenemos la obligación de satisfacerle, pero también la necesidad de subirle la tarifa de acuerdo con sus caprichos.
Ray había encendido un nuevo cigarrillo y miraba a su instructor a través de una nube de humo. Odiaba a Hoffman en aquel momento más que nunca. Se sentía furioso con él. Todavía no comprendía cómo le había permitido decirle tantas cosas. Se había atrevido a juzgarle con aquel aire de suficiencia, como si fuera un siquiatra y él un enfermo estúpido. ¿Acaso debió gritarle que se callara y hacerle comprender así que pese a lo que pretendía demostrar sus palabras le herían? Podía pedir a la Dirección que le cambiase de instructor. Pero, no. Deseaba tener a Hoffman con él la próxima semana.
Una bella y sonriente empleada le tendió un documento para que lo firmara, en el cual reconocía su plena satisfacción por el episodio puesto a su disposición.
Ray tomó la pluma que le tendía la muchacha y miró sin ver el papel. A su lado, Cristian también cumplimentaba otros documentos.
—Buenas tardes, Mr. Morris —escuchó Ray. Levantó la cabeza y vio frente a él a Mr. Warren, uno de los directores del Centro—. ¿Satisfecho plenamente?
Por un momento Ray estuvo tentado de formular quejas contra Cristian, pero firmando rápidamente al pie del papel, dijo:
—Sí, totalmente. Hasta la próxima semana, Mr. Warren.
—Hasta entonces, Mr. Morris.
—Adiós, señor —saludó Cristian.
—Nos veremos, Hoffman.