II

Raymond Morris regresaba a la ciudad conduciendo su coche último modelo por la concurrida autopista y pensaba en los sucesos del día.

Hubiera podido quedarse en el Centro, alternando con los demás socios, jugando al poker o al golf; pero había decidido regresar a su casa pese al aburrido domingo que le esperaría indudablemente al lado de su esposa. Se preguntó con quién habría salido Jessica. ¿Con el idiota de Paul o con el lascivo Jack? Seguramente con el último. Parecía que a Jessica empezaba a cansarle Paul, quien ahora empezaba a tontear con la esposa de Mac, el secretario del segundo director de la empresa donde él trabajaba.

Se encogió de hombros. Estaba anocheciendo y aún tenía cerca de hora y media de carretera por delante. Se entretuvo demasiado tiempo en el bar del Centro, charlando con varios socios. Tenía que reconocer que era buena la idea de aquel tipo gordinflón, que había tenido aquel sábado, un episodio que tal vez él, con algunos retoques ligeros, ordenaría para después de la próxima semana.

Pero ahora tenía que pensar en el episodio que le tocaría vivir dentro de siete días. Debía de ir pensando cosas para distraerse con los prisioneros. Roger, el técnico del Centro de su sección le había prometido que las unidades que estaban preparando para él serían maravillosas. Habían recibido unos nuevos modelos estupendos a los que nada podía pedírseles. Podían sangrar por cualquier parte del cuerpo y tenían grabaciones adecuadas para todo momento, según el daño que les hiciera. Roger le había asegurado que los gritos de dolor que escucharía cuando dañara los genitales le harían estremecer. Ray tuvo que reconocer que Roger nunca exageraba, y si él lo afirmaba así sería.

Era demasiado tarde y sentía hambre. Seguramente, cuando llegase a casa, Jessica estaría durmiendo pesadamente, vencida por los efectos de varios martinis y alguna que otra droga, y de todas formas tendría que cenar en un restaurante. Lo mismo le daba hacerlo en uno de los muchos que jalonaban la autopista o en otro de la ciudad.

Detuvo su coche ante el primero que apareció a su derecha. Echó unas monedas en el parquímetro y penetró en el concurrido salón. Una muchachita ligera de ropa acudió presta a recibir sus órdenes apenas se hubo sentado ante una mesa. Ray pidió algo ligero, sin mirar dos veces a la atractiva chica. Luego dedicó su atención a la enorme pantalla de televisión que estaba al fondo del comedor, conectando el altavoz de su mesa para escuchar el sonido.

Un hombre de aspecto simpático estaba en la pantalla. Había aparecido después de una serie de anuncios. Sonrió y dijo:

—Hoy se cumplen doce años que fue aprobado por el Senado de los Estados Unidos de América del Norte la ley Parkington. Ya es tiempo suficiente para que podamos hablar de los maravillosos resultados obtenidos. El elevado número de homicidios perpetrados en los años sesenta y principios del setenta ha quedado prácticamente reducido a una cantidad insuficiente. Tengo aquí, ante mí, datos del sesenta y nueve, donde se cometió un crimen cada cincuenta minutos. El año pasado sólo hubo treinta y ocho muertes violentas y ninguno de los causantes había acudido una sola vez a los Centros de Violencia Controlada del Estado —sonrió—. Y mucho menos, como es de comprender, a los CVC particulares, donde ya saben ustedes lo que cuesta sacudirse esa ansia de matar que todos llevamos en lo más hondo de nuestro ser.

»Pero mejor es que sigamos con nuestra historia, ya que no me pagan para hablarles de los altos honorarios que los CVC particulares cobran a sus afortunados socios. En los años setenta la situación llegó a tal extremo que las autoridades nombraron una comisión para que encontrase la forma más eficaz de suprimir el homicidio sin justificación, si es que puede existir justificación al hecho de matar a un semejante por mucho que se le odie o nos haya hecho mal.

»Después de mucho trabajo, de mucho estudiar, la comisión llegó a la conclusión que el homicida, bien como francotirador causante de muchas víctimas a las que no conoce sino a través de la mira telescópica de su rifle, o el sádico que actúa sólo una vez cada cierto tiempo, son enfermos mentales, paranoicos y que pueden ser curados con eficacias únicamente con una terapia: dejarles matar. Una vez conseguido su propósito, si el homicida no es descubierto y se cansa de matar, puede convertirse en un honrado ciudadano que con el paso del tiempo es capaz incluso de horrorizarse al leer las crónicas de sucesos en los periódicos.

»Todos estos asesinos, que mataron a personas que nunca vieron antes por el simple placer de apretar el gatillo o por su amor a las armas de fuego, cuando fueron apresados dieron siempre una explicación estúpida, carente de la más pueril base. Algunos se derrumbaron moralmente al darse cuenta de lo que realmente habían hecho en un momento de ofuscación, de querer ver caer muertas a personas, como si estuvieran tirando al blanco en un parque de distracciones.

»Sí, los Estados Unidos son el país de mayor libertad de la Tierra, de los completos derechos humanos; pero donde aún queda gente que piensa que no es delito matar a negros, amarillos o mejicanos. ¿Por qué no darles satisfacción? Esta pregunta se la hicieron los componentes de la comisión Parkington. Si a un pirómano se le entrega una aldea desierta para que la incendie, poniéndole en una mano un bidón con gasolina y en la otra unos fósforos, seguro que después de haber satisfecho su deseo sin trabas pierde sus ansias de realizar otra hazaña semejante. Si se nos dan toda clase de facilidades para desarrollar nuestro pasatiempo favorito, sólo al principio encontramos placer en ello. Más tarde terminará aburriéndonos. El filatélico colecciona sellos porque sabe que existen muchos que nunca poseerá y vive en la esperanza de encontrar algunos. Si los tuviera todos ni siquiera echaría un vistazo a su colección.

»Algunos escépticos pensaron que el pirómano no se conformaría con incendiar la primera aldea desierta que le entregaran. Entonces los de Parkington respondieron: ¡Dadle más casas que no sirven para que las incendie, hasta que verdaderamente se canse!

»Pero el problema radicaba en que no se le podía decir a un homicida en potencia: "Vamos, tira; ahí tienes una avenida llena de ciudadanos confiados y un lugar estupendo desde donde disparar. Y un montón de cartuchos". La comisión Parkington había encontrado la terapia, pero no el medio de llevarla a cabo.

»Por suerte todo llegó a solucionarse. Una filial de la Ford, asociada con la IBM y la Westinghouse, presentó un nuevo tipo de hombre mecánico que podía caminar como un ser humano y echar a correr al oír disparos. Ya estaba el blanco idóneo. Después de muchos ensayos y pruebas con homicidas convictos se obtuvieron datos y resultados más que satisfactorios. Los enfermos de sed de matar se curaban. Pero esa no era la meta. No solamente era necesario curar, si no también prevenir. Se hizo ley el proyecto Parkington y se dispuso que todos los ciudadanos debían asistir una vez al mes cuando menos a lo que después se llamaron Centros de Violencia Controlada, en donde podían quemar sus deseos de matar semejantes disparando contra un robot cuyo aspecto exterior era idéntico a un hombre o una mujer. Rápidamente, los robots, o unidades, se fueron perfeccionando hasta llegar a los modelos de hoy, asombro de todos.

»Pero éste es el pueblo más emprendedor del planeta, el de los grandes cerebros para los negocios, y no tardaron en surgir los CVC privados, amparados en la ley antitrusts. Yo los llamo clubs para hombres de empresa, millonarios, afortunados entre los afortunados de esta nación...»

Ray cerró el altavoz. De pronto la comida le pareció una porquería y los platos ceniceros. Se levantó furibundo. Arrojó unos billetes sobre la mesa y pasó como una exhalación delante de la sorprendida camarera.

De nuevo en su coche, sumergido en el intenso tráfico de la autopista, Ray aferraba sus manos al volante, tratando de serenar sus nervios.

CVC, CVC, todos contentos con CVC. Todo resuelto. La realidad era que eran tratados como niños. Decían: «¿Queréis tirar al blanco, disparar con un rifle, con un cañón? ¡Ahí tenéis figuras de aluminio, que andan, hablan, con piel plastificada casi igual a la verdadera; víctimas de vuestro innato odio. Incluso con un líquido que os parecerá sangre corriendo por sus venas de plástico. Si les disparáis caerán al suelo y gritarán. Y de sus heridas manará líquido rojo. Y si les claváis un puñal a la altura del corazón su precioso mecanismo dejará de hacerlo latir. Habéis matado. Estáis contentos. ¿Queréis jugar más?»

Todos eran engañados como estúpidos retrasados mentales, pero el gobierno decía que ya no solamente se curaba a los enfermos asesinos, sino que se les identificaba previamente, impidiendo el homicidio.

Los CVC particulares se esforzaron en dar a sus clientes todo cuanto ellos pedían. No importaba la dificultad que encerrase el decorado ni el número de robots necesarios. Todo podía conseguirse con dinero.

Auténticas muertes para los millonarios, el placer de matar para quienes pudiesen gastar un puñado de dólares en aquel juego. Sólo porque se sabía de antemano, sabía el cliente que aquellos cadáveres eran robots que más tarde serían reparados. Tal vez los guerrilleros del vietcong que él mató por la mañana la próxima semana serían soldados de Alejandro Magno o chinos comunistas, una vez reparados los que no hubiesen sido muy dañados por las granadas.

Recordó las palabras que una vez escuchara de Sherman, el encargado de los computadores, socio también de su CVC.

—Chico, la verdad es que algunas veces me he olvidado por completo de que todo es un juego y me he estremecido en medio del fragor de los disparos. La última vez yo perseguía a unos gangsters y te juro que ante sus disparos de fogueo sentí miedo. Y tuve unos deseos inmensos de huir de aquel decorado de barrios bajos. No lo hice porque la presencia de mi instructor me recordó la realidad de la situación. Francamente fue algo muy agradable sentir aquel pánico, dejar de notar las piernas, pese a que me temblaban. Te aseguro que llegué al lavabo con los calzoncillos húmedos —terminó riendo Sherman con carcajadas de imbécil.

¡Idiota, Sherman, idiota! Pero parcialmente tenía razón aquel fatuo gordinflón homosexual, aunque no tenía ni pizca de imaginación planteando sus episodios. ¿Qué otra cosa podía esperarse de él? Pero tenía que reconocer que en parte Sherman estaba en posesión de la verdad, que había puesto el dedo en la llaga. También él, en algunas ocasiones, se había olvidado de la realidad y había creído vivir la ficción. Pero a su lado, expectante, siempre estaba su instructor, el guía, portando las armas y municiones por él elegidas, pendiente de sus deseos y cuidando de que el cliente no corriera el menor peligro en la aventura, ni que se saliese de la zona previamente acotada para el episodio para no que se metiese en la de otro socio del CVC. También cuidaban de que no hicieran más destrozos de los que estaban dispuesto a pagar.

Cristian Hoffman.

Ray recordó a su instructor. Cristian nunca le fue simpático. Él había creído adivinar en la mirada del instructor que este reprobaba todo aquello porque debía considerarlo como un juego infantil. Una vez Ray le preguntó si él nunca había protagonizado un episodio y Cristian le respondió que no lo creía conveniente porque él sabía positivamente que nunca necesitaría matar robots para apagar sus ansias criminales. Ray se mordió la lengua en tal ocasión y se dijo que nunca le habían insultado como entonces de forma tan sutil. La realidad es que Cristian le había llamado desequilibrado mental. ¿Pero es que había alguien en aquella sociedad de superabundancia que estuviera totalmente cuerdo? ¿Acaso Cristian se tenía por un superdotado?

Entraba en la ciudad. Aminoró la marcha. Quince minutos más tarde se detenía delante de su casa. Había luz en el interior, la del salón. Jessica no se debía haber acostado aún, pensó Ray con fastidio. Miró el reloj y se sorprendió al comprobar que era tan tarde. Más de medianoche. Estaba mirando con tanta atención la panorámica ventana iluminada que no se dio cuenta de que alguien subía a un coche aparcado junto al suyo. El ruido de la puerta al cerrarse le hizo mirar hacia el interior. Una conocida voz le dijo:

—Hola, Ray. Buenas noches.

Era Jack, que debió haber salido de su casa segundos antes. Ray respondió al saludo con un silencioso movimiento de cabeza y emprendió el camino a su casa. A su espalda, el coche arrancó.

Ray, mientras buscaba la llave de la puerta, pensó que si Jessica no dormía ya no tardaría en hacerlo profundamente. Ella y Jack no concebían una salida sin abundante alcohol.