SERVICIO DE PUERTA A PUERTA

Juan G. Atienza

Informe privado del agente K

(registrado en magnetófono)

Bueno, yo estaba allí a mi hora, ya sabe usted, jefe... Fue el jet de París el que se retrasó; tenía su hora de llegada a las diecisiete veinticuatro y, dos minutos antes, nos avisaron por los altavoces de que se retrasaría un poco, no sé cuánto. Tuve que tragarme los anuncios de la Coxicola y los del detergente Ughu seis o siete veces. ¡A esos sí que habría que meterlos en la cárcel, y no —y perdone usted, jefe— a una chica que, al fin y al cabo, no hace otra cosa que ganarse la vida como las circunstancias se lo permiten!... ¡Sí, ya lo sé, está contraviniendo las leyes! Pero la culpa la tienen esos otros, los científicos, ¿cómo se llaman?... Eso, biólogos, que el Gobierno les da cuanto quieren para que sigan haciendo marranadas. Y luego nos quejamos de que los otros, los que no tienen escrúpulos, se aprovechan de sus trabajos para ir contra las leyes y...

Está bien, jefe, como usted diga, me atendré a lo que sucedió. Los altavoces dijeron que el retraso sería corto. Bueno, fue de siete minutos, segundo más segundo menos. El caso es que llegó el jet y que descendieron de él, según estaba anunciado en las listas de embarque, cuatrocientas veintisiete personas. Usted no sabe lo que es mirar una por una a todas las personas que bajan de un jet porque, aunque las sospechas nuestras iban principalmente sobre las mujeres, usted mismo me dijo que mirase también a los hombres, por si acaso. Así que me situé junto a la ventanilla de los chicos de la Seguridad y no me dejé pasar uno, ¿eh?, ni uno solo. Claro que es difícil saber quién lleva contrabando así, a simple vista. Menos mal que yo ya estoy acostumbrado y creo que no se me escapa uno.

De pronto, vi a la chica. No cabía duda, tenía que ser ella. Tenía poco más de veinte años, pero era lo bastante feúcha como para haberse prestado a esas cosas. La reconocí inmediatamente por su palidez y porque parecía muy mareada, a punto de caer en cualquier parte. Ya sabe usted, esos son signos que no engañan. Cuando pasó la ventanilla de Seguridad, le apuntaron el nombre y los datos personales y los leí luego. Decía... Espere que lo busque... Aquí está: Virginia Deschamps, natural de Vienne, de 21 años. Motivo del viaje, negocios. ¡Negocios! ¿Se da usted cuenta, jefe? Podría haber dicho turismo, como dicen todos, pero no. Ella dijo negocios, porque esa fue la primera palabra que se le vino a la boca y con esa palabra terminó de delatarse.

Así que me fui detrás de ella. Casi no llevaba equipaje, apenas un fin-de-semana que, además, debía de ir medio vacío, con el pijama y unas zapatillas y el cepillo de dientes, seguro. Salió de prisa, confiada. Seguro que era la primera vez que lo hacía y la habrían engañado con eso de que nosotros nos chupamos el pulgar y no sabemos distinguir a un contrabandista de una azafata uniformada. Como si a tipos como yo, se les pudiera pasar por alto una chica de su aspecto.

Tomó un helitaxi, ¿sabe? Una nueva metedura de pata, porque todo el mundo sabe que los helitaxis tienen unas tarifas prohibitivas y cualquiera que tome uno no puede pretender pasar inadvertido. O puede que lo supiera, pero que pretendiera así despistarme, porque le dirían que nosotros, los de la Brigada Antidemográfica, tenemos un presupuesto que no nos permite tomar otro chisme de esos para seguirles y atraparles. Una muestra más de que esa gente no está al tanto de las últimas disposiciones gubernamentales. Yo tomé otro helitaxi —aquí tiene el justificante de gastos, jefe, puede ir comprobando cuanto le digo— y la seguí hasta el helipuerto del distrito quince, ya sabe, el que está en el corazón del barrio comercial. La chica pagó en divisas, no en créditos internacionales, lo cual es una muestra clarísima de que la gente que la ha enviado no está tan boyante como para hacer transacciones comerciales de ese calibre... Sí, es cierto, también puede ser que quieran pasar inadvertidos con eso, pero, ¿qué quiere usted, jefe? Si mandaron a una chica como esa Virginia Deschamps, es ya un signo de que no tienen vista para hacer las cosas como es debido. Afortunadamente para nosotros, claro.

¿Dónde estábamos?... ¡Ah, sí! En el helipuerto. Bien, la chica hizo las siguientes cosas, después de bajarse del taxi: primero vaciló, como si estuviera borracha. Desde lejos, me pareció que su cara estaba más blanca que una hoja de papel. Luego bajó al snack del primer piso y pidió un bocadillo de jamón sintético y queso de algas y otro de foie gras vegetariano, con dos vasos de agua mineral y una píldora de concentrado vitamínico. Ya ve usted, encima las matan de hambre. Aquella comida pareció reanimarla. Yo me tomé un syntetikafé —en la lista de gastos podrá verlo— y, bueno, tuve que dejar la vuelta en la barra, porque ella pareció recuperar las energías y se me estaba escapando más que de prisa.

Seguirla por las calles fue lo más difícil. Y no porque fuera demasiado rápida ni demasiado segura de su destino, que se veía a la legua que no se conocía la ciudad, sino porque alcanzó a pillar precisamente las cuatro y media de la tarde, cuando todo el mundo se ha lanzado a la calle y las aglomeraciones son más fuertes. Le diré una cosa, jefe: yendo por la calle a esas horas y por el barrio Este, uno entiende, sin necesidad de más explicaciones, la existencia de la Brigada Antidemográfica.

Dos o tres veces estuve a punto de perderla de vista, una de ellas al cruzar la Avenida del Treinta de Mayo y otra frente a las Galerías El Crédito. Nunca he sudado más en mi vida, se lo juro. ¿Sabe lo que es ir seguro detrás de una contrabandista probada, tener la presa al alcance de la mano y, de pronto, encontrarse con que la gente se mete por en medio y que el traje de la chica se pierde de vista y...? A propósito, se me olvidó consignarlo: llevaba un mono-pieza, de color guinda, abrochado a un costado, según la moda de la primavera pasada.

Total, que la perdí de vista. Fui como un loco de un lado a otro, hasta que se me ocurrió meterme por el pasaje comercial. ¿Y dónde dirá usted que la encontré de nuevo?... No me va a creer: ¡en frente de la vitrina de una tienda de modas infantiles! Allí estaba, jefe, por mi madre, mirando los pañales como si fueran una golosina. Yo me coloqué frente a los escaparates de la tienda de artículos siderales que hay al lado y no la perdía de vista. ¿Y qué cree usted que hizo? ¡Se pasó la mano por la tripa, como si acariciase el contrabando! Entonces se dio cuenta de que un desconocido la estaba mirando —el desconocido era yo, naturalmente—, se puso colorada y siguió su camino. La seguí cuando ya se encontraba lo bastante lejos como para no levantar sospechas. Salió de la galería por la parte de atrás y yo me quedé más tranquilo, porque allí comienza el sector viejo y las calles están mucho menos concurridas y son más silenciosas.

La seguí a cosa de quince o veinte metros, no más. No, no se dio cuenta de mi presencia. No se volvió ni una sola vez, marchaba de prisa y como avengonzada por haber sido sorprendida en aquella actitud tan sospechosa.

El itinerario que siguió nos condujo a los dos un par de manzanas más allá de la Plaza de Octubre, hasta la calle de San Antonio, donde está la parroquia, ya sabe, ¿no?... Bien, se metió por esa calle y siguió por ella hasta el número treinta y dos.

Y allí, de pronto, se metió en una tienda y la perdí de vista. Me di cuenta de que había llegado a su destino. Así que crucé la calle, hasta la acera de en frente y me acerqué a la tienda para localizarla sin lugar a dudas y comprobar que era, efectivamente, su lugar de aterrizaje.

La tienda lucía un cartel bastante discreto: GRANJA STRYX. Parecía una expendeduría de huevos y yogurt. Al cruzar de nuevo la calle para ver más de cerca la vitrina, advertí los tubos de cultivo expuestos detrás del cristal empañado por la refrigeración interna. Tomé nota de unos cuantos carteles más. Mire: NIÑOS FRESCOS, DEL DÍA, SEXADOS. Y este otro: QUIRÓFANO A DOMICILIO. Y otro: GARANTÍA, DOS AÑOS. USTED MISMO PODRÁ COMPROBAR EL CÓDIGO GENÉTICO DE SU FUTURO HIJO.

Como usted verá, jefe, ya la cosa no podía tener ninguna duda. La chica había ido allí para descargar el contrabando. No tenía que hacer más que esperar, ¡y ni siquiera me iba a hacer falta pedir refuerzos!, porque aquella tienducha se delataba a sí misma.

De modo que me metí en la cafetería que hay en frente de la tienda y, como a aquella hora hay muy poca clientela, pude encontrar un asiento tranquilo junto al ventanal y pedí otro syntetikafé. Sí, ahí en la lista tiene el justificante. Tuve que esperar más de una hora, pero no perdí el tiempo, porque el camarero que me sirvió conocía perfectamente a toda la vecindad y también a Samuel Stryx, que es el dueño de la granja y que va a esa cafetería todas las mañanas para tomar un vaso de leche vegetal. Sin que él se diera cuenta —el camarero, quiero decir— conecté el magnetófono y registré cuanto decía.

Escúchelo, jefe, que merece la pena:

—¿Samuel Stryx? ¡Vaya si sabe lo que se hace! Tres años va a hacer que montó la tienda y le aseguro que hoy no se dejaría cortar la mano por todo el dinero del mundo... ¡Yo nunca hubiese creído que ese negocio pudiera funcionar tan bien! Claro que, para eso, hay que tener la vista que tiene Samuel Stryx, que huele el dinero a mil kilómetros. Antes de establecer la granja embrionaria, tenía ahí mismo un banco de vísceras. Le fue muy bien y, al cambiar de negocio, pudo aprovechar, además, la mayor parte de las instalaciones frigoríficas. ¡Fíjese usted lo que es aprovechar una oportunidad!...

Bueno, corto y paso a darle los datos. Stryx, por lo visto, se asoció con el doctor Looman, del Instituto Genético. Una asociación perfectamente legal, naturalmente. Lo ilegal ha venido después... y ha sido precisamente lo que le ha dado a Stryx sus mayores beneficios, sin que el pobre Looman tuviera arte ni parte.

¿Le dije que esperé una hora? Pues bien, al cabo de ese tiempo, vi desde mi puesto de observación cómo abrían la puerta de la vitrina refrigerada y colocaban hasta veinticinco tubos más. Pasaron luego unos diez minutos y entonces salió de la tienda un hombrecillo de unos cincuenta años, vestido con bata blanca, que llevaba del brazo a la chica que yo había seguido. Entraron en la cafetería y el hombre —al que por cierto, el camarero saludó con un «¡Hola, señor Stryx!»— invitó a la chica —atienda jefe— a un café auténtico. ¿Quiere usted más pruebas? Aquí están, de todos modos.

Primero, les oí decir que la chica se alojaría en el Majestic sólo esta noche, para tomar mañana mismo el jet de vuelta a París. De modo que en el Majestic podrán encontrarla. Estoy seguro de que cantará sin necesidad de llegar al tercer grado.

Segundo: oiga la cinta que grabé en el magnetófono, cuando entré en la tienda, media hora después.

—Buenas tardes...

—Diga, señor, ¿qué se le ofrece? —este era Stryx en persona.

—Bueno, verá... Quería informarme de los trámites que tengo que seguir para... Ya sabe, mi mujer y yo no tenemos hijos ni podemos tenerlos y... —como verá, jefe, me comporté como un actor consumado, ¿a que sí?

—Eso ya no es problema, señor... Nosotros podemos proporcionarle el hijo que usted desea... Su esposa, quiero decir. ¿Tienen ustedes preferencias especiales? Alto, rubio, moreno, pícnico... Mire, este es nuestro catálogo general.

—Ese es el caso... Nosotros, ya puestos, querríamos algo muy especial... —aquí bajé la voz adrede, ya verá usted—. Algo de... importación directa, ¿me entiende?

Stryx miró a todos lados, como si temiera una intrusión, pero se confió inmediatamente, porque mi cara no le alarmó nada.

—Tenemos lo que usted busca, señor... ¡Embriones franceses, recién importados!... Ya sabe usted, código genético de la más pura estirpe parisina, ¡con padres genéticos de Saint Germain des Prés!

—¿Sanos?

—Garantizados, señor... Y esterilizados de miasmas. No crea usted que se trata de beatniks corrientes, no... Podrá usted comprobar su código cuando quiera. Incluso le puedo asegurar que muchos de ellos son poetas auténticos, escultores, pintores de fama, editorialistas del «Fígaro»...

Aquí, ya con las pruebas en la mano, torcí el gesto:

—¿Y alemanes?... ¿Tiene usted alemanes de pura raza?... A mi mujer le gustan especialmente, ¿sabe?... Es una admiradora de Wagner y de Nietzche...

Lo hice aposta, jefe, porque sabía que Stryx... ¿eh, me entiende?... Y, en efecto, la cosa me salió bien. El hombre se puso colorado como un tomate, de rabia, y me señaló la puerta con el dedo:

—¡Salga de aquí inmediatamente, señor!... Y no se dirija usted a la granja de Samuel Stryx en busca de especímenes arios, ¡faltaría más! ¡Que uno lanzase piedras sobre su propio tejado!

Ahí tiene, jefe, las pruebas totales del contrabando, registradas y confesadas por el propio Stryx. Puede mandar a la patrulla cuando quiera.

En cuanto a la chica, la encontrará en el Majestic. A estas horas se habrá recuperado ya totalmente de la operación y estará deseando regresar a Francia, para que le implanten una nueva carga de embriones. Lo vi claramente, cuando se asomó a la tienda de las ropas infantiles... ¡Esa chica se hace la ilusión de ser madre durante veinticuatro horas!... Se lo digo yo, jefe, que me conozco a estas contrabandistas como a la palma de mi mano...