LIMPIO, SANO Y JUSTICIERO

Juan G. Atienza

—...He dicho —concluyó el fiscal, haciendo una ligera reverencia hacia la máquina.

Se retiró a su asiento. Y el juez, revestido con la severa toga de los procesos por asesinato, hizo un gesto hacia los ingenieros electrónicos. Los ingenieros, que durante todos aquellos días se habían mantenido silenciosos, dedicados únicamente a controlar los diales y a alimentar las cintas magnéticas de los circuitos de memoria de la gran computadora, asintieron solemnes a la señal de Su Señoría y tomaron de sus manos las dos fichas perforadas que contenían las dos únicas preguntas que la máquina debía responder:

Primera: ¿El acusado era culpable o inocente del delito de asesinato?

Segunda: ¿Qué condena le correspondería si era culpable?

Tras haber preparado durante un minuto los mecanismos de la Justicia, los ingenieros introdujeron en la máquina la primera pregunta. Del ordenador comenzó a surgir un zumbido muy leve. Y aquel zumbido fue, durante veintisiete segundos y dos décimas, el único sonido que pudo apreciarse en la inmensa sala artesonada de la Audiencia Federal. Veintisiete segundos y dos décimas durante los cuales el fiscal se dedicó tranquilamente a cerrar los ojos, confiado. Veintisiete segundos y dos décimas durante los cuales el juez no apartó la mirada del ordenador, una mirada remotamente envidiosa ante el milagro electrónico que había restringido sus funciones a un papel meramente decorativo. Veintisiete segundos y dos décimas durante los cuales el abogado defensor mantuvo, sin demasiada fe, su mano húmeda sobre los dedos nerviosos del acusado, que tenía ahora su vida en manos de la absoluta e infalible exactitud matemática.

El público contenía el aliento, escuchando aquel zumbido constante que iba a resolver diez días de careos y preguntas, de pruebas y coartadas, de testimonios y acaloradas muestras de insegura inocencia. Los representantes de la prensa, con un pie fuera de su asiento, se disponían a correr hacia los teléfonos en cuanto el Jurado Electrónico hubiera emitido su inapelable veredicto.

Veintisiete segundos y dos décimas.

El ordenador cesó de zumbar. El silencio de la sala se hizo tenso. Las miradas de todos se volvieron hacia la gran página blanca del cuerpo impresor. Súbitamente, las teclas se movieron, rapidísimas y seguras, imprimiendo algo sobre la página. Los ingenieros retiraron el papel, lo sellaron y se lo entregaron al juez. Luego introdujeron la segunda carta perforada y la máquina imprimió rápidamente un segundo resultado sobre otra hoja de papel. También ésta fue separada de la máquina, sellada y entregada a Su Señoría. El juez se levantó con toda la ficticia solemnidad de su cargo, colocó sobre su cráneo rapado un birrete negro y leyó lentamente, con voz opaca:

—Oídas las declaraciones del acta de acusación... la defensa y el descargo del acusado... las pruebas aportadas por la parte fiscal y por los testigos... Constatados todos los testimonios y verificados los tests psicodiagnósticos del acusado... Este tribunal declara al acusado... CULPABLE sin atenuantes del delito de asesinato.

Pasó despacio a la segunda página, entre el rumor creciente y admirado de un gran sector del público, y continuó con voz más fuerte:

—En consecuencia, condena al dicho acusado a la pena de... MUERTE, que le será aplicada en la forma acostumbrada, tan pronto como se cierre el concurso que queda abierto a partir de este mismo instante, para procurar sus más eficaces y pedagógicos medios de difusión. El proceso ha terminado.

Saludó con una ligera reverencia que más parecía el gesto de un vencido y miró por el rabillo del ojo a los dos agentes de bata blanca que se llevaban en volandas al acusado. Minutos después, al sentirse solo, se esforzó en pensar que su conciencia podía reposar tranquila. No había sido él quien envió a aquel hombre a la muerte, había sido la obra milagrosa de un proceso estrictamente matemático. Y, además... —el nuevo pensamiento le recorrió la espina dorsal con un hormigueo de gusto— se trataba del progreso y el progreso estaba por encima de todas las cosas.

El padre trabajaba en el piso cincuenta y tres. La madre, en el dieciocho. Todos los mediodías se encontraban en el restaurante económico del piso treinta y aprovechaban la media hora de asueto para cambiar impresiones sobre los problemas hogareños.

—Han prometido fiesta a los chicos ese día —dijo la madre.

—¿Pues no se trata de un acto pedagógico? ¡Que lo vean en la escuela! —se encogió de hombros, molesto, el padre.

—Les han dicho que es fundamentalmente un acto cívico, que tiene que ser contemplado en la intimidad del hogar.

—¡Excusas...!

—Eso creo yo también.

—¿Y les tendremos que soportar todo el día?

—Supongo...

—¡Vaya latazo...! Yo que me las prometía tan felices, tú y yo solos en casita, ante la televisión...

—No protestes. Es un día...

—Un día de fiesta, sí.

Guardaron silencio un momento, entre plato y plato. El padre suspiró.

—¿Cuándo será?

—No está fijada la fecha... Parece que hay mucha competencia.

—Claro. No se presenta todos los días una ocasión como ésa.

Los altavoces sonaron por todo el complejo industrial, llamando urgentemente al Secretario General Técnico al departamento de publicidad. El secretario se desplazó por las naves casi desiertas, aspirando profundamente el olor de los ácidos y las grasas que constituían la materia prima de la gran industria S.I.D.A. —Sociedad Intercontinental de Detergentes Alcalinos— y las células fotoeléctricas le franquearon las puertas de las oficinas de Publicidad, donde se hallaba reunida la plana mayor de los dirigentes de la empresa. En aquel momento, el presidente del Consejo de Administración terminaba tristemente su comunicado:

—...en vista de lo cual, si carecemos realmente de motivos para intervenir en el concurso, creo conveniente retirar nuestra propuesta, que no significaría más que un gasto suplementario e inútil.

—¿Motivos, por favor? —preguntó el Secretario General Técnico, sentándose en el único sillón que quedaba vacío.

—Eso dije: motivos... ¿Qué razones puede tener la S.I.D.A. para gastar millones en patrocinar un acto que ni siquiera puede darnos pie para una publicidad efectiva?

—Pero... —el secretario sonrió: siempre guardaba su triunfo para el último momento y sabía que esa espera era su mejor baza—. ¡Pero es que el motivo existe...!

—¿Cuál? —Y veinte rostros expectantes se volvieron hacia él. El secretario general técnico paseó su mirada lenta y triunfante por todos sus compañeros, demorando el desvelar su idea:

—La Limpieza con Mayúscula... ¿No basta?

Le gustaba comenzar así, de un modo más o menos críptico, que acrecentaba su fama de inteligente entre todos los miembros del Consejo. Luego, cuando se convenció de que nadie había captado la idea genial, se sentó y abrió ampliamente los brazos:

—¡Está más claro que el agua, amigos...! La limpieza del cuerpo... y la limpieza de la sociedad, ¿estamos...? La justicia limpia a la sociedad de sus elementos nocivos... Nosotros, la S.I.D.A., limpiamos a la Sociedad de sus miasmas con nuestros detergentes. ¿Les parece poco motivo publicitario? En mi humilde opinión —y recalcó la palabra humilde— esta sola idea vale todos los millones que queramos poner. Me atrevo a asegurar que nuestras ventas se verán incrementadas en un noventa por ciento a lo largo del año. Podríamos poner toda la carne en el asador y el resto de las campañas publicitarias quedarían eliminadas por inútiles... Hagan números y comprueben si merece la pena.

Se hicieron números y se comprobó que merecía la pena.

«Papá es un señor mui grande y mui fuerte, kasi tan grande y tan fuerte como el maestro y nos a prometido ke si somos buenos y acemos bien todos nuestros deveres ke nos dejará mirar la tele lo de la egecución. Lio no se lo ke quiere decir esa palabra pero papá a dicho ke no me importa, ke soy demasiado chico para esplicarme, pero ke es un acto istrutivo i ke aprenderemos mucho biendolo. Me imajino ke será avurrido porke todo lo ke es para aprender algo es avurrido y porke en el colé el maestro nos a dicho ke tenemos ke escrivir luego todo lo ke aliamos bisto y esplicar el porke de todas las cosas, a mi eso no me gusta prefiero ber una película antigua de divujos animados o los reportages del biaje a Marte pero tendré que tragarme lo de la egecución ke seguro ke será como akeyo de la conferencia sobre la relatibidá para niños ke no se entendía ni palota pero todos dezian ke era istruztiva y ke ké bonito...»

¡SINTONICEN SUS APARATOS POR LA CADENA TRIDIMENSIONAL, AMABLES TELEVIDENTES...! ¡EL MARTES VEINTISIETE, A LAS SEIS EN PUNTO DE LA TARDE, SERÁ RETRANSMITIDO EN DIRECTO, POR INTERCESIÓN DE LA GRAN FIRMA COMERCIAL S.I.D.A. (RECUERDEN EL JABÓN EN POLVO ORIÓN, QUE DEJA LAS MANOS TAN SUAVES COMO LA SEDA DEL CAPULLO; Y NO OLVIDEN LOS POLVOS FRIEGAPLATOS MIAU, QUE DAN NUEVO BRILLO A SU VAJILLA; RECUERDEN LA LOCIÓN DETERGENTE ÚRSULA, LA QUE MIMA SU CABELLO), EL MAGNO ACTO DE JUSTICIA QUE TENDRÁ LUGAR EN LOS ESTABLECIMIENTOS PENITENCIARIOS FEDERALES. ¡UN ESPECTÁCULO NUNCA CONTEMPLADO...! ¡MÁS SANO; MÁS LIMPIO, MÁS JUSTICIERO...! EL EJEMPLO ALECCIONADOR QUE PUEDE PROPORCIONARLES NUESTRA CIVILIZACIÓN, GRACIAS A LA MARCA MÁS PRESTIGIOSA DE LA INDUSTRIA! ¡LA JUSTICIA DE LA ERA PLANETARIA! UN EJEMPLO PURO Y SANO PARA LA HUMANIDAD. LA LECCIÓN AUDIOVISUAL DE LA JUSTICIA PARA LOS GRANDES HOMBRES DEL MAÑANA... ¡Y NO LO OLVIDEN...! ¡NO LO OLVIDEN, SEÑORAS Y SEÑORES! PARA DEJAR SU COLADA AÚN MÁS BLANCA, LOS PRODUCTOS S.I.D.A. NO TIENEN RIVAL EN EL SISTEMA SOLAR, SEÑORA... ¡PRUÉBELOS SI NO LOS HA PROBADO...!

—Pedro...

—¿Qué?

—Los niños...

El padre dio una chupada profunda a su pipa y apartó la mirada de la pantalla con una mueca de hastío.

—Está bien, mujer, déjalos... Ya les avisaremos cuando sea hora.

—Pero es que va a empezar...

—Faltan dos minutos de publicidad...

—Dijeron a las seis en punto... Se lo prometiste a los chicos, no lo olvides...

—Está bien...

Se levantó desganado, bebió su último sorbo de café, ya frío, y caminó perezosamente por el pasillo oscuro. Bajo la última puerta se filtraba un rayo tenue de luz. La abrió. Los tres chicos —once, ocho y seis años— levantaron sus miradas ansiosas hacia el padre. Él les miró con ojos adustos, uno a uno, y señaló finalmente al hijo mayor:

—Tú...

—Sí, papá... Ya he hecho los deberes...

—¿El ácido sulfúrico?

—Ese O cuatro Hache dos...

El padre movió la cabeza en dirección al saloncito de la televisión.

El chico corrió como liberado, se esfumó.

—Tú —miró el padre al segundo.

—Sí, papá...

—Trece por trece.

El niño pensó un momento, con los labios contraídos, haciendo rápidos cálculos mentales. El padre repitió, sádico:

—Trece por trece...

—Ci... ciento sesenta... y nueve —el chico contestó en un susurro casi inaudible.

El padre repitió el gesto y el muchacho se esfumó. Quedaron solos el padre y el más pequeño frente a frente y el chiquillo tragó saliva ante aquella mirada ajena que iba a decidir su presencia o su ausencia ante aquella entelequia que él apenas comprendía:

—Sí, papá... —quiso imitar el tono de voz de sus hermanos.

—A ver: siete más nueve.

—¡Dieciséis! —gritó el pequeño y se esfumó sin esperar siquiera el gesto aprobatorio de su padre.

Cuando el padre regresó al saloncito, los chicos habían ya tomado asientos de primera fila ante el receptor tridimensional. El espectáculo había comenzado. Se veía la sala, grande y aséptica, pintada en un tono verde pálido; la mesa niquelada en el centro, inundada de luz blanca; los solemnes sillones de altos respaldos que, en ese instante, estaban siendo ocupados por los invitados de excepción, cubiertos con amplias túnicas con los colores distintivos de sus altos cargos gubernamentales. La comitiva que conducía al reo apareció en la puerta roja que resaltaba al fondo de la gran sala y se escuchaba la voz bien timbrada del locutor:

—¡Las seis en punto, señoras y señores...! ¡Las seis en punto medidas exactamente en un reló Omicron...! La comitiva de la Justicia hace su aparición en estos instantes. Es un momento emocionante, queridos televidentes. Un momento que, estamos seguros, ninguno de ustedes podrá olvidar fácilmente mientras viva; como ninguna ama de casa podrá olvidar el jabón en polvo Orión, que dejará sus manos tan suaves como la seda del capullo... En estos momentos, la...

—Papá...

—¿Qué?

—¿Dónde lo echan?

—En una especie de mesa de operaciones, ¿no lo ves?

—¿Para qué?

—Para empezar...

—Pero, ¿le matan ya?

—Primero le duermen...

—...BASTAN CINCO CENTÍMETROS CÚBICOS DE UNA SOLUCIÓN AL TRES POR CIENTO DE...

—¿Y ahora, papá?...

—Ahora lo someten a un... ¡ejem...! a un campo electromagnético que hará trasparente el cuerpo.

—¿Para qué?

—Para que podáis verlo por dentro...

—Pero está muy lejos...

—Ya se acerca... Tú —el padre señaló al hijo mayor.

—¿Sí, papá? —el chico no apartaba su mirada ávida de la pantalla.

—¿Qué es eso que se mueve a la altura del pecho?

—Pues... el corazón será, ¿no...?

—¿Dónde están las aurículas?

—Ahí... Las dos de arriba...

—GRACIAS A UNA PERFECTA TRANSMISIÓN QUE PERMITE APRECIAR CADA DETALLE, DEBIDA A LOS CONSTANTES DESVELOS DE LA S.I.D.A. POR FAVORECER CON SERVICIOS IMPECABLES A SU NUMEROSA CLIENTELA, Y PARA OFRECERLE SIEMPRE... ¡LO MEJOR DE LO MEJOR...! NUNCA, SEÑORES, UN ACTO DE TAL TRASCENDENCIA CULTURAL PUDO SER...

—¿Y eso que se detiene?

—¿Dónde?

—Ahí...

—Los pulmones... Está dejando de respirar... Ese movimiento se llama estertor, ¿no?

—¿Por qué?

—Pedro, explícale a tu hermano por qué se paran los pulmones.

—Pues porque... porque el individuo deja de respirar y...

—¿Porque se está muriendo? —intervino el más chico.

—Tú, a callar.

—¿Pero le hacen daño?

—¡A callar, te digo!

—¡Niños...!

—...UN LENTO PROCESO DE NECROSIS EN EL IMPULSO VITAL, COMO FIRME COLOFÓN A LA IMPLACABLE MANO LIMPIADORA DE LA JUSTICIA, QUE...

—Papá...

—¿Qué te sucede?

—Que... ¡que se está muriendo...!

—Naturalmente.

—¡Pero es que yo no quiero...!

—¡Chitón!

El pequeño se encogió como un caracol y miró al vacío, precisamente cuando un corazón humano dejaba lentamente de latir al otro lado de la pequeña pantalla tridimensional.

Una veintena de estudiantes de batas sucias rodeaban el circuito de televisores de la Facultad de Estudios Médicos y Biológicos, mientras el viejo catedrático explicaba con la voz llena de sanas emociones científicas:

«Observen atentamente cómo la detención de las funciones vitales no tiene lugar de un modo unánime. La muerte de la víscera cardíaca no implica necesariamente la inmediata necrosis de todos los demás órganos. Contemplen en la pantalla número cinco cómo los nervios intercostales prosiguen inalterables su movimiento vibratorio. Y aquí, en la pantalla número siete —señaló con el puntero trasparente— vean cómo las funciones digestivas, detenidas momentáneamente por impulsos reflejos, son estimuladas por impulsos nerviosos secundarios, una vez que la trasmisión se restablece a partir de los módulos abdominales que reemplazarán, durante cierto tiempo aún, los impulsos primitivos procedentes de los centros nerviosos. Ahora bien, volviendo al corazón, podremos asegurar, contra la opinión científica de veinte años atrás, que su detención provoca, no sólo una lenta e inexorable atrofia de todas las funciones, sino...»

—...QUE HAN PODIDO USTEDES CONTEMPLAR, GRACIAS A LA INTERCESIÓN DE LA MUNDIALMENTE FAMOSA MARCA S.I.D.A., CREADORA DE LAS GRANDES SOLUCIONES DE LA HIGIENE DOMÉSTICA, NO LO OLVIDEN USTEDES, AMABLES TELEVIDENTES: LA JUSTICIA PARA LA HIGIENE SOCIAL. ¡S.I.D.A. PARA LA HIGIENE DOMÉSTICA...! ¡RECUERDEN! JABÓN...

El padre desconectó el aparato. La sombra sustituyó a la brillante pantalla tridimensional, en la que estaban apareciendo los productos detergentes de la marca patrocinadora. El hijo mayor emitió un bostezo:

—¿Podemos comer algo, mamá?

—¿Terminaste tus deberes?

—¡Buuuh...! Hace rato.

El padre, solo de nuevo, les escuchó trastear por la cocina y se sintió satisfecho por el deber cumplido. Pasó una hora y el silencio llenó la casa. El padre y la madre cenaron solos y se retiraron a descansar. Apagaron la luz. Era la Paz. La Paz y la Justicia cumplida. Las conciencias ciudadanas tranquilas, una fuerza nueva para contemplar con los ojos abiertos una mañana mejor. Un nuevo slogan publicitario en un mundo ávido de slogans que dirigieran su vida.

El padre respiró profundamente, se volvió de espaldas para dormir. Entonces se oyó el grito, procedente de la otra habitación.

—¡¡Papá...!! ¡¡Mamá...!!

—¡Qué pasa...!

Se levantaron como autómatas, el padre y la madre. Corrieron alarmados al cuarto de los chicos y encontraron a los dos mayores inclinados sobre la camita del más pequeño, que lloraba mansamente.

—Pero, bueno, ¿qué sucede ahora?

—Éste, que no deja de llorar y no nos deja dormir...

La madre se acercó al chiquillo. Se inclinó sobre él.

—¿Qué tienes? ¿Te duele la tripita?

El chico negaba, negaba con la cabeza.

—¿Te han pegado tus hermanos?

—No...

—¿Por qué lloras, entonces?

—Porque... porque lo han... lo han matado... ¡Lo han matado...! ¡lo han... matado...!

El padre y la madre se miraron preocupados. No dijeron nada, administraron un somnífero al pequeño y volvieron a la cama, como unos buenos padres, una vez que comprobaron que la tableta había hecho su efecto y que el niño se había dormido.

Sólo entonces se miraron el uno al otro durante largo rato, ninguno se atrevió a confiar al otro lo que estaba pensando.

—¿Lo has visto?

—Sí...

—Entonces... es cierto.

—Si el niño no es normal...

—¿Tú crees?

—¿Cómo lo llamarías, entonces...?

La madre calló. No podía hacer otra cosa. Las palabras del padre le sonaron como el eco de sus propios pensamientos:

—Cuanto antes... mañana mismo, ¿quieres? Mañana mismo le llevaremos al siquiatra.