EL VALLE DE AVALON
Anexo al expediente, sobre las relaciones intergalácticas. Testimonio del doctor Sartory Shayne (del Servicio de los Satélites).
Se estancaba probablemente sobre el suelo de ciertos planetas desolados de la Hoya del Cisne: los navegantes evitan aquella sima ardiente de soles oscuros. Se pegaba a los asteroides saturados de torio, donde atracan las naves piratas. Era, de acuerdo con los análisis, una combinación dinámica formada de oxígeno, nitrógeno (en forma de albúmina), hidrógeno y algunos gases ignorados de la Tierra. En estado activo, se presentaba como una nube cenicienta, salpicada de polvo de diamantes.
Aquella cosa informe estaba viva. En virtud de su ritmo y su dominio parapsíquico, poseía una intuición diabólica y también un sentido de la belleza.
Ignoramos su edad exacta. En los planetas muertos, cuya luz no llega ya al sistema solar, se han encontrado rastros de N03H (con algunas X más). Surgida de la Hoya del Cisne, avanzaba hacia sus orillas y cuando localizaba una vida orgánica sobre un globo se ocupaba de ella, a su manera. Era a la vez viviente y atrozmente material: tan material, incluso, que pudo ser captada más tarde por la cámara fotográfica. Dado lo complicado de su fórmula química, la llamamos simplemente la Bruma, y luego la Voz. Finalmente, Les Olsen me habló de aquel antiguo sortilegio olvidado: el Valle de Avalon, en el bosque de Broceliande.
Permitidme ahora que pase a las demostraciones.
Nos han hablado tanto de monstruos galácticos, que tendemos a imaginarlos entre el trueno y los relámpagos. El asunto empezó, por el contrario, discretamente. Hay, en la memoria profunda de la Tierra, cubiertos por el polvo de los siglos y las inquietudes del día, unos recuerdos absurdos y demenciales, extrañas fábulas que recobran vida al azar de una incursión o de un descubrimiento, y vemos entonces que hemos vivido tranquilamente, durante siglos enteros, al lado de pesadillas completamente reales. En aquella época yo era médico, asignado al servicio de Delta 6, un pequeño satélite artificial, que orbitaba a muy poca distancia de la Tierra. Había tan poco espacio en su superficie, que yo pernoctaba en nuestro globo.
Una noche fui despertado por el Faro de Delta 6 que me reclamaba urgentemente. Una astronave había aterrizado allí, bajo el control de un robot. A bordo de ella había una extraña tripulación: cinco hombres, todos muertos.
Pregunté inmediatamente:
—¿Alguna avería?
—No —respondió flemáticamente el comandante del satélite—. Todo está en orden.
—Entonces, ¿una intoxicación producida por los concentrados?
—No. Tienen un aspecto muy tranquilo.
—Bien. No tardaré en llegar.
Mi pequeño cohete de servicio me trasladó sin demora a Delta 6. Durante el trayecto, echaba pestes contra esos tipos de la Astronáutica que se impresionan por nada.
No había ningún detalle que llamara particularmente la atención. La astronave era un pequeño vehículo, quizás no demasiado regular, de tipo comercial, y los hombres cinco jóvenes espléndidos. Estaban apaciblemente tendidos en sus hamacas, con los brazos cruzados, e incluso se habían preocupado de taparse con las sábanas que les servían de mortaja. Tuve la impresión de que habían sucumbido bajo los efectos de un derivado del nitrógeno: casi un gas hilarante. Habían sabido que iban a morir, y el saberlo les había alegrado. Ninguno de ellos había dejado una carta. La compuerta estaba abierta de par en par desde hacía unos instantes, y no pude analizar la naturaleza de la atmósfera, pero el comandante del puerto me aseguró que cuando ellos habían entrado había bastante oxígeno.
—Tal vez demasiado, incluso —opinó su ayudante, un joven observador—. Y vapor de agua, que salió con un leve silbido.
—No era un silbido, propiamente —rectificó el comandante—. Era... bueno, como cuando el agua empieza a hervir en una olla. Algo tibio que runrunea agradablemente.
—Comandante, es usted un poeta.
—De todos modos, vapor o no, se disipó en el aire.
El casco de la nave, relativamente nuevo, fue enviado a la descontaminación. Se estudiaron los documentos de a bordo: la astronave se llamaba Audaz X198, un bello nombre de corsario, y era una nave pirata. Sorprendentemente, las bodegas estaban vacías, pero nuestros contadores Geiger, trabajando a fondo, nos demostraron que transportaba habitualmente materias fisiles. De contrabando, naturalmente, por lo que nadie se presentó a reclamar el buque. Su última escala había sido un asteroide situado a orillas de la Hoya del Cisne.
¿Y los muertos? Nadie vino a buscarlos, tampoco. Sin embargo, eran jóvenes, debían tener familiares, pero ya se sabe lo que ocurre cuando uno se lanza a esa clase de aventuras: se cambia de nombre, y se hace quemar sobre su piel el número de nacimiento. En el fondo, esa gente se preocupa de su honorabilidad.
Eran unos jóvenes normales y sanos, sin taras aparentes. Su muerte había sido... casi dulce.
Un solo hecho me impresionó: todos ellos tenían los ojos abiertos. Y su iris era gris, con un reflejo dorado, metálico.
El caso fue bautizado incluso con el nombre de «el misterio de los muertos de ojos grises». Tal vez los tenían así de nacimiento. Habían sido adormecidos, drogados por una mezcla nitrogenada. «Una parcela de atmósfera particular que se habían traído de la Hoya del Cisne», decidió la Comisión de Control, que esta vez había dado en el clavo, aunque olvidando el hecho de que los cuerpos gaseosos poseen la propiedad y la costumbre de dilatarse, y había que admitir que aquella parcela permaneció incoercible. Y no era venenosa. No.
Se firmó el acta, y todo el mundo olvidó el asunto.
Tres días después, una patrulla procedente de Delta G nos anunciaba que, en el astrodromo, todo estaba muerto... salvo el guardián del Faro. Y, según todas las probabilidades, se trataba también de un gas hilarante.
Esta vez, la enorme máquina gubernamental se puso en movimiento. Se analizó, demasiado tarde, hasta la menor parcela de aire sobre Delta 6. Se hizo la autopsia a los muertos tranquilos, de ojos grises, que parecían sonreír. Se sacudió, desde luego, al guardián del Faro como a un ciruelo. No sabía nada, excepto que preparaba sus exámenes de piloto y que había subido a la torre, para ahorrar su propia luz. Y luego, sentado en la escalera giratoria, se había dormido sobre su manual de álgebra. Era una noche muy tranquila, brumosa... una especie de niebla fosforescente...
En Delta 6 no se encontró nada. Ni siquiera una alteración de la retina en los felices cadáveres. Aquella irisación gris era simplemente un reflejo que se había fijado: el organismo humano había actuado como una célula fotoeléctrica. Si hubiésemos estado un poco exentos de ideas preconcebidas, habríamos comprendido que los muertos habían fotografiado también a su asesino. Lo malo es que nosotros buscábamos una forma visible: la vista es el más exigente de nuestros sentidos.
De todos modos, aquella hecatombe sobre un satélite tenía forzosamente que preocupar a la Tierra, la cual tiene una acusada tendencia a no interesarse más que por sus pequeños asuntos personales. Se obró de manera que nada figurase en los diarios hablados de la televisión, y se evitó por muy poco una interpelación federal. Se filtraron las informaciones con cuentagotas. Las familias recibieron una tarjeta de pésame: «Caído en su puesto en el espacio», y unas pensiones.
¿He de decir que yo no estaba satisfecho? Se trataba de otra cosa. No me sentía culpable, personalmente, delante de aquellos muertos. Un astronauta, después de todo, ha escogido un oficio peligroso. Pero había que contar con los apacibles, los rutinarios, los normales habitantes de la Tierra... Algo había golpeado dos veces, acercándose. Algo absolutamente invisible, impalpable y, a juzgar por el aspecto de las víctimas, bastante agradable, incluso, a primera vista...
Hice repetir los análisis. No buscaba ahora en los muertos algo que no existía antes, sino por el contrario lo que les faltaba. La idea de una vida carnívora surgida de las profundidades del espacio no se había apartado de mi mente: incluso me asombraba de que la tierra hubiese evitado hasta ahora el peligro. En los antiguos libros de anticipación, que no eran siempre las tonterías alucinadas que se ha querido ver en ellos, el caso es bastante frecuente: los «zorls» se nutren de «yd», y los «shambleau», más poéticamente, de «fuerza vital»...
El análisis químico resultó decepcionante: a los muertos de Delta 6 no les faltaba nada: Por el contrario, me atrevería a decir que se encontraban en un estado perfecto de madurez, de virilidad. ¿Debí comprender, quizás? No. No. Es difícil, en este mundo inseguro, imaginar que se pueda morir porque se ha alcanzado un grado de perfección, una suma de éxtasis...
A partir de aquí la historia se convierte en alucinante, por el hecho de ser cotidiana. No esperéis que os presente unos monstruos con tentáculos y ventosas que se pasean por nuestras calles, provocando las convulsiones de la humanidad. No dispongo de mucho tiempo para seguir los periódicos o escuchar las emisiones, y sin embargo tenía la certeza de que Ella había desembarcado sobre la Tierra. Probablemente con la astronave de patrulla... o en un pequeño cargo. He dicho ya que su intuición era diabólica; gracias a un sentido desconocido captaba, en un instante, todo el acervo de una cultura milenaria y se adaptaba a ella. Bruma de pantano, nube atómica sobre los planetas del carbonífero, fosforescencia en el espacio, en la Tierra se convertía en civilizada. ¿Quién no ha oído hablar de esos muertos, de los cuales comentan las comadres: «¡Pobrecito! ¡Parece sonreír!»? (Observad que ni siquiera las comadres están seguras: no del todo. En esa sonrisa hay un elemento extraño, una angustia donde el bien y el mal parecen confundirse).
No quisiera filosofar demasiado: hubo en la época dos o tres hecatombes bastante espantosas, debidas a ciclones, a maremotos o a sabotajes. Algo en común: todo el mundo, incluso los saboteadores, sonreía.
Las llamadas dramáticas vienen siempre de noche o en aquella lívida palidez del alba en la cual todas las catástrofes parecen posibles. Aquella vez, me habían citado en el Servicio. Hay que decir que, entretanto, yo había dirigido un pequeño informe sobre las «vidas moleculares del espacio» a quien corresponde. Fui recibido por el Gran jefe, en persona. Esperaba, o unos cumplidos por mi trabajo, o, más probablemente, unos reproches como sembrador de pánico. Pero el Gran Jefe se limitó a colocar delante de mí una espantosa estadística:
Campo de Juventud ZA303
Año 2290 Muertos Muertos probables
(suicidios o causas indeterminadas)
Mayo-Jun Niños 17
Adultos 10
Julio Niños 23
Adultos 08
Agosto Niños 180
Adultos 20
—¿Qué es esa pesadilla? —pregunté.
El Gran Jefe me miró, pasándose por su frente fea, abombada, genial, una mano muy bella de cirujano.
—Sí —dijo—. Es una pesadilla. Se trata de la Reserva Europea de Vacaciones: la superficie de un estado mediano, los más hermosos parajes y una atmósfera ideal. El distrito afectado se llama el Valle Feliz. En un bosque de pinos, de eucaliptus y de tamarindos, hay unos poblados educativos dirigidos por monitores especializados y servidos por robots. Tengo aquí los expedientes de los pequeños y del personal docente: todos pertenecen a una élite estable, sana y sin taras.
»Cuando se produjeron los primeros fallecimientos, hubo una verdadera conmoción: se sospechó que existía una epidemia, una resurrección de antiguas plagas, un virus... a pesar de que los virus han desaparecido prácticamente de la Tierra. Se desinfectaron los poblados y se puso en observación a las personas que habían estado en contacto con las víctimas. Un método completamente inoperante, por otra parte, puesto que no se sabía de qué enfermedad podía tratarse, ni cuáles eran los plazos de incubación. Además, ¿se trataba únicamente de una enfermedad? Me habían prevenido demasiado tarde... Las muertes habían sido... suaves. Un grupo de pequeños que pasaba la noche en el bosque, al final de una excursión, había danzado alrededor de una fogata de campamento. Fatigados, se habían dormido y no despertaron ya. Otros habían nadado con sus monitores, en una cala poco profunda; testigos que se encontraban sobre un promontorio afirman que los pequeños reían y cantaban, acompañándose de un instrumento. Ésta es una fotografía que tomaron: parecen duendecillos dichosos, chapoteando en el agua y tendiendo los brazos al sol... Pues bien, un minuto después, se dejaban ahogar, todos...
—¿Delante de los testigos?
—Sí. Éstos se precipitaron, un poco tarde, probablemente habían creído que se trataba de un juego. Nadie se salvó: ésos son los 31 muertos de julio.
Examiné la fotografía. Dije:
—Observo una anomalía.
—Sí, ¿verdad? El sol y las sombras de las rocas fijan la hora a mediodía. Y, sin embargo, la cala está velada por una ligera bruma. Pero empezaron por decirme que se trataba de un fenómeno corriente en la región: las nieblas matinales que se pegan a las ensenadas... Lo cierto es que se produjo una viva inquietud en los medios docentes. Se temían las reacciones del público, la desesperación de los padres; había que disolver el campamento. Ya sabe usted que esas organizaciones sociales forman el núcleo, el centro viviente de la construcción de nuestro Estado... Y eso no era todo: había que dar explicaciones. Esos niños que se habían ahogado en 50 centímetros de agua... y esos adultos, todos acondicionados, deportivos... ¿Qué es lo que les había arrastrado a la muerte? ¿Una insolación? Pero el agua se mantenía tibia gracias a una corriente artificial creada a lo largo de las costas, y al sol benigno. Los periodistas hablaron entre ellos —ya que se puso un freno a las indiscreciones— de pulpos y de cierta serpiente de mar periódica. En aquel preciso instante, su informe —un gesto de disculpa—, injustamente descartado por unos secretarios, cayó bajo mis ojos. Y pensé que tal vez usted tendría una opinión personal que expresar.
—Tengo una —dije francamente—. Pero antes me gustaría saber por qué ha señalado usted en esa estadística: «suicidios».
Me dio la misma respuesta que el difunto comandante de Delta 6:
—Vi los cadáveres de los ahogados. ¡Estaban tan... tan tranquilos!
—Aún así. Hay gases y somníferos que provocan una muerte apacible.
—Una de las niñas escribió sobre la arena: «¡Oh, muerte, dulce muerte...!» Una niña de diez años. Desde luego, la suposición es monstruosa y no hablaremos de ella a los padres: pero diríase que les alegraba morir.
—¿Y el grupo del mes de agosto? ¿Por qué «muertes probables»?
El Gran Jefe se ensombreció del todo.
—Porque sabemos que están muertos —dijo—, pero no hemos podido verles. Mire este mapa: ésta es la costa, el Valle Feliz. Esa aglomeración es el poblado de las Cicades, una verdadera aldea atribuida a los niños de 6 a 15 años. Durante sus cinco meses de vocaciones, viven ahí con sus monitores, se divierten, hacen deporte, cultivan sus jardines y sus huertas, y le ruego que crea que la colonia es excelente.
—20 monitores para 180 alumnos. ¿No es demasiado?
—No, si se considera que hay personal especializado, incluyendo puericulturas para las niñas, médicos, pedagogos y enfermeros. Todo el mundo es —era, debería decir, por desgracia— joven y activo, y los adolescentes mayores les ayudaban. Además, tenían sus robots para las tareas manuales, ¿no es así? En fin, lo cierto es que ayer, día de la fiesta de las Huertas, toda la reserva debía reunirse en el centro de las Gencianas, para presentar los productos de su suelo; son unos verdaderos comicios agrícolas, en los cuales se conceden medallas: los niños disfrutan mucho. Pero las Cicades no enviaron ninguna delegación, cosa que es contraria a todas las normas. Se intentó establecer contacto con ellos por viseo, inútilmente. Sus puestos emisores permanecían callados. Entonces, las lenguas se desataron, se dijo que muchos niños habían desertado de las pruebas deportivas, las semanas anteriores, y que los que regresaban tenían «un aire raro y reían siempre».
»La monitora-jefe de las Gencianas (niños de 14 a 18 años), formó un grupo de reconocimiento y marchó en dirección a las Cicades. Gracias sean dadas al cielo: es una mujer inteligente, y no llegó allí.
—¿Por qué?
—Mire esa fotografía. Fue tomada por un alumno del grupo de reconocimiento.
Era el Valle Feliz... y era otro mundo. Acababa de verlo en el mapa y en las otras fotografías; sin embargo, no existía más que un vago parecido en la configuración del paisaje. Contemplé la imagen sin poder despegar los ojos de ella: las montañas eran más altas, más puntiagudas, semejantes a los picos lunares, los desfiladeros más profundos y más misteriosos. Un estanque oculto bajo los musgos se ensanchaba en un lago de ópalo que reverberaba con una alucinante belleza. Pero, ¿de dónde procedían aquellos roquedales centelleantes, fluctuantes, aquellas extrañas siluetas de cristal que tal vez eran árboles, y aquellas lianas metálicas que eran sin duda serpientes pitón? Una cascada algodonosa, suspendida en los aires, fosforecía a través del pálido encaje de los nenúfares gigantes. La curva de las colinas era una música; la bruma dorada, diamantina, que envolvía las cosas, un perfume. Aquello era lo que veían en el momento de morir, aquello era el último refugio, la tierra ideal... el país del cual no se regresa nunca. Para arrancarme al maléfico encanto, tuve que cubrir con la mano el paisaje embrujador.
—Y no era solamente eso —dijo el Gran Jefe, con voz ligeramente enronquecida (también él debió contemplar aquella fotografía...¡y largamente!)—. No verá usted a la monitora-jefe, la han colocado bajo vigilancia: condujo a su grupo, el ojo tumefacto y los cabellos en desorden, porque tuvo que luchar. Ahora, está poseída por una especie de delirio. Dice que a medio camino del Valle se empezaba a oír la Voz. ¿Era una voz? Los testigos de la cala han hablado de zumbidos o de vibraciones; en todo caso, se trataba de un sonido agudo, correspondiente a las variaciones visuales y que ataca los nervios, de un modo exquisito.
»Y aquella voz hablaba, sin que fuera posible distinguir una palabra, alcanzando a la vez todas las fibras del ser; murmuraba y prometía cosas inefables, inexpresables, un paraíso de infancia, de inocencia y de pureza. Los niños iban a lanzarse, y en aquel instante la monitora tuvo una idea genial: ordenó a sus alumnos que se taparan los oídos, como hicieron los marineros de Ulises, y a las niñas que cerraran los ojos, formó una cordada y condujo a su pequeño grupo ciego y sordo —jadeante— al redil, es decir, a las Gencianas. Supongo —añadió el Jefe— que aquellos niños vieron y oyeron lo que podían oír y ver —una especie de ideal imposible—, y que la confrontación fue limitada. Pero temo que no lo olviden nunca.
—¿Y los otros?
Rechazó un mechón blanco que no le conocía, con un gesto que se convertía en un tic:
—Sí, los otros... No sabemos nada de ellos. Tres monitores, cada uno por su cuenta, trataron de descender... Ninguno ha regresado. He dado orden de rodear el Valle. Hace de eso 36 horas.
—¿Continúa allí la bruma?
—¿Lo que nosotros llamamos la bruma?
Sí. Yo sabía ahora lo bastante acerca del fenómeno para reaccionar.
Expuse al Gran Jefe mi plan, muy sencillo. Hasta cierto punto, teníamos quizás la suerte de que, saturada, ebria de tanta alegría joven como había bebido, de tantas vidas intactas, la Muerte reposara en el desfiladero. Teníamos una posibilidad —¡muy pequeña!— de sorprenderla y de combatirla. ¿Con qué armas? Entonces me di cuenta de que el Jefe estaba más impresionado de lo que había creído: contemplaba obstinadamente sus manos largas, morenas, eficaces, que por espacio de tantos años habían combatido a la muerte y que se revelaban inútiles, por primera vez. Comprendí que, para el cirujano y cardiólogo Thierry Verde, era una derrota imperdonable. Lo comprendí todavía mejor cuando se negó a dirigir la expedición.
—Usted está más al corriente que yo de esos asuntos, Sartory Shayne —dijo—. Es usted más joven. La resistencia nerviosa tiene un límite. Yo... —Esbozó una sonrisa lamentable, antes de añadir—: Mi hija, lone, estaba en el campamento de las Cicades. Tiene... tenía... 15 años.
Eso fue todo. Me encontraba solo delante de una tarea sobrehumana. El Gran Jefe me dejó sus laboratorios y sus colaboradores. Durante toda la noche, los viseos nos aportaron informaciones que los cerebros electrónicos ordenaban. Todo el mundo confirmaba la cualidad hipnótica del paisaje y el origen extraterrestre del fenómeno. ¡Pero yo lo sabía ya! Al amanecer, mientras bebíamos un café muy cargado, delante del Androide XXX99, entre una montaña de fichas perforadas, Les Olsen, bacteriólogo y medievalista, examinando por centésima vez las fotografías, expresó una opinión autorizada:
—Eso parece el Valle de Avalon —dijo—. ¿Te acuerdas? El Museo del Mundo Antiguo. El siglo XIII del Cuaternario, la caballería y todo eso.
—¿El Valle de...?
—No te rías, por favor. La Edad Media fue una época exquisita y cruel, durante la cual la humanidad, demasiado débil y demasiado sensible, conoció todos los atentados. Se defendió... como un hombre. Dame un poco más de café... Existía el bosque de Broceliande: un bosque de pinos, precisamente. Al entrar se encuentra una fuente, con unas gradas de esmeraldas; un cubilete cuelga al extremo de una cadena de oro. Se bebe, se echa el agua sobrante sobre las losas... y he aquí que se desencadena una tormenta, se levanta una niebla y a través de sus nubes lechosas aparece un paisaje divino: es el Valle de Avalon. Quienquiera que penetre en él se convierte en presa de una fuerza mágica y no reaparece nunca. Centenares de seres desaparecen de ese modo... Pero ese valle no ha existido nunca, lo sabemos perfectamente...
—Muy poético —dije—. Pero no veo...
—Tenemos también el jardín de Klinsor —continuó Olsen en un tono algo alucinado—, y la ciudad de Ys, y el pueblo invisible de Kitéje. Pero aquí la leyenda se complica, los habitantes invisibles de los pueblos perdidos son quizás seres vivientes, se oyen tañir las campanas en una perpetua armonía, bajo la superficie del lago de Antioche se ven los palacios blancos de Antigonia... No, regresemos a nuestros lugares mágicos y a su destrucción...
—Comprendo —dije, captando finalmente la idea que pretendía expresar.
—En Ariosto, Orlando el Furioso derriba unas cacerolas, es la entrada encantada: la humareda se disipa y el encanto se desvanece. En otra parte, lo que disipa las tinieblas es la acción del deslumbrante, del resplandeciente Graal. En realidad, se ha supuesto que Graal tenía un origen termonuclear, al poner en juego las radiaciones gamma...
—Eso no encaja con nuestro caso —le interrumpí—. La Voz merodea por unos asteroides llenos de uranio.
—De acuerdo, pero tienes que admitir que en lo que acabo de decirte hay una idea práctica: no podemos combatir a una niebla con un arma en la mano.
—No —dije, acordándome repentinamente de una cosa—. Olsen, creo que... Escucha: hasta ahora hemos tratado de conocer al enemigo de acuerdo con las normas de la Tierra: un error, sin duda. Sobre la Tierra, traído por cualquier azar estelar, el enemigo se adapta, asume aspectos y nombres magníficos. Pero, veámosle en su dominio, la Hoya del Cisne. Es un organismo de bajo origen, como lo demuestra el que sea indiferenciado. ¿Qué sabemos de él? No tiene forma concreta, es un compuesto de gas y de proteínas, viviente, y mata para sobrevivir. Habita con preferencia en los asteroides que carecen de atmósfera, de calor y de electricidad. Pero, sobre la Tierra, soporta las temperaturas solares, y el carbono y el oxígeno...
—La electricidad... —empezó a decir Les.
—Sí. En Delta 6, el único superviviente —que dormía, por otra parte— es un guardián del Faro que pasa la noche bajo el mismo proyector.
Nos miramos, y Olsen dijo:
—Supongamos que el Graal no fue más que un electrón...
Era necesario ahora comprobar aquella hipótesis absurda, fantástica. Una sola persona continuaba con vida después de haber contemplado de cerca al Enemigo: me hice transportar en helicóptero a la entrada de la Reserva y exigí ver a Anne Wynne, la monitora-jefe. Me contestaron que reposaba y que, además, estaba loca. Tuve que utilizar toda mi autoridad de médico para conseguir mi propósito. Terminaron por introducirme en una especie de celda de paredes acolchadas. Una mujer morena, delgada, ni fea ni guapa, la recorría, embutida en una camisa de fuerza. Volvió hacia mí un rostro alucinado.
—Miss Wynne —le dije, con toda la suavidad que me fue posible—, en este momento es usted el único ser sobre la Tierra que ha visto cara a cara un peligro que nos amenaza a todos. Creo que podría usted rendir un inmenso servicio a la humanidad si nos ayudara a identificar al enemigo, por penosos que sean para usted esos recuerdos.
Lo esperaba todo, menos la respuesta de Miss Wynne, formulada con voz tan suave como la mía:
—¿Qué enemigo? ¿De qué está hablando, doctor?
A regañadientes, me embarqué en una explicación científica, pero ella me interrumpió bruscamente:
—Me dice usted que todas esas personas están muertas. Sea. Lo habrían estado, de todos modos y probablemente con una muerte sórdida o espantosa: de vejez, de enfermedad, o en un conflicto mundial, roídos los huesos y la carne, en medio de abominables sufrimientos. Ahora, se han extinguido en la cumbre de una perfección física, simplemente porque su éxtasis era demasiado profundo, su delicia demasiado penetrante... porque en un momento determinado se identificaron con el Donante. Le han devuelto lo que él exaltó en ellos, lo que había elevado a las más altas cumbres: la Dicha. Sí, han muerto de dicha. ¿Quién no desearía una muerte semejante?
Era más de lo que yo pedía: aquello confirmaba mis sospechas más odiosas. Sin embargo, ignoraba aún una cara del monstruo que operaba, para alimentarse, aquella espantosa simbiosis. Pero Miss Wynne estalló:
—¿Y quiere usted que yo le traicione? ¿Porque soy humana? ¡El demente es usted, doctor! Aparte de ese cuerpo incómodo y esa sensibilidad que no sirve para nada, me gustaría saber qué queda de su humanidad dura, obtusa, obstinada... Escuche, doctor Shayne, los hombres no me han dado nada. ¡Nada! Toda mi vida me he ocupado de los demás, de sus debilidades, de sus ignorancias, de sus complejos; me entregaban una pequeña larva, un boceto al que yo había de dar forma; y cuando esos niños se convertían finalmente en criaturas humanas inteligentes y encantadoras, se marchaban, se marchaban todos... Y yo me quedaba con las manos vacías: era la vieja gruñona, la fastidiosa Miss Wynne.
Se llevó las dos manos al rostro y añadió de un tirón (sin duda, nunca se había atrevido a hablar de aquellas cosas en voz alta):
—El único momento de mi vida en que fui completamente dichosa se sitúa en aquella estrecha cornisa, ante un sueño materializado. A él le debo mi único éxtasis, él es mi única esperanza, lo es todo para mí. Esa gente que me mantiene encerrada, atada, pretende que estoy loca. Por el contrario, soy particularmente lúcida, Sartory Shayne. Al devolverles aquellos estúpidos pequeños, porque era mi deber hacerlo, declaré que mi único deseo era regresar al Valle.
—Estaría usted muerta, en este momento —dije, con cierta rudeza.
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué vale esta vida monótona y gris, comparada con un instante realmente bello? Ustedes no saben, pobres babosas que se arrastran sobre su fango —añadió, y su rostro se iluminó—, lo que es esa explosión de alegría que le invade a uno, arrancándole de las groseras contingencias físicas. ¡Él está aquí! Sus efluvios nos penetran, hasta que formamos un solo ser con él y con el cosmos... ¡He aquí la verdadera unión!
—Dios me perdone, Anne Wynne. Habla usted de esa monstruosidad... como de un amante.
Había tratado de escandalizarla, de arrancarla brutalmente de sus fantasmas. Pero sólo obtuve el efecto contrario: una sonrisa de felicidad asomó a sus labios exangües:
—Sí —murmuró—. Es mi amante. ¿Qué mujer no ama a su dios?
—¡Un dios, esa cosa indiferenciada!
—¡Oh! —replicó Miss Wynne, encogiéndose de hombros—. Él puede adoptar la forma que le place. Y es precisamente a causa de esto que usted no podría vencerle. Al principio se había limitado a asumir, como las nubes, un aspecto de ciudades, de paisajes... Pero ahora puede convertirse en lluvia de oro, en cisne o en hermoso caballero rubio, como Tristán o Parsifal... ¡Daos prisa, Terrestres, se os escapa!
Comprendí, en efecto, que tenía que apresurarme.
Trabajamos como condenados, Les y yo. Bajo unas escafandras, como en un planeta sin aire, nos hacíamos ayudar por unos robots. Un mar deslumbrante de brillantes rosas flotaba a media pendiente, y cuando eché una mirada —una sola— en aquella dirección, me pareció entrever cosas maravillosas y vagas, jardines suspendidos llenos de azaleas nacaradas, palacios fantásticos y puentes resplandecientes. Procesiones invisibles vagaban bajo los arcos, y cerré los ojos para no ver rostros encantadores. Les y yo habíamos obturado nuestros aparatos de escucha, a fin de evitar, al menos, la música.
Por orden del jefe, disponíamos de elementos mecánicos para renovar continuamente el aire: unos ventiladores capaces de crear una tormenta, y unos proyectores a pilas tan potentes como el Faro de Delta. Les quería utilizar también los desintegradores, pero yo me opuse: existía una leve posibilidad de que quedara algún niño con vida en el Valle. Una muchacha llamada lone Verde... o cualquier otra. Siempre han ocurrido milagros, ¿no es cierto?
¿Cómo describir aquellos últimos instantes? Estábamos aislados por barreras magnéticas, sobre una plataforma rocosa que controlaba todo el aparato del combate. Sabiendo que innumerables vidas humanas, tal vez incluso la suerte de la Tierra, dependían de nosotros (¿qué son todos los venenos —el opio, la heroína, la morfina— comparados con el paraíso artificial del Valle de Avalon?), nos sentíamos tensos, un poco febriles. Olsen es un poco mayor que yo (tengo 28 años), pero era yo quien dirigía, de común acuerdo, las operaciones. Habíamos escogido la hora más oscura de la noche para desencadenar nuestra ofensiva con más potencia. Sin embargo, me pareció que la oscuridad no llegaba nunca. ¿Era una ilusión óptica? La marea blanca ascendía. ¿Blanca? No, ahora era magníficamente cenicienta, azulada, multiplicando e irisando mil colores, respirando como una cosa impaciente y viva.
No se arrastraba ya por el fondo del desfiladero. Sus olas lamían la pendiente; proyectaba sus tentáculos a los picos, a las copas de los pinos. Inmediatamente, bajo la insidiosa caricia, el granito o la rugosa corteza se cubrían de escarcha, un diamante se encendía en cada aguja, en cada gramínea, y era un encanto para los ojos. Un claro de sauces se convirtió en un bosque de estalactitas púrpura. Una cornisa se trocó en una escalera de ópalos. Me sorprendía a mí mismo formando extraños pensamientos: la Tierra sería más hermosa si, en vez de nuestros amorfos rascacielos, se alzaran por doquier torres de cristal, si, entre la multitud, unos rostros adorables se llamaran como antaño Isolda, Viviana, Morgana... Consciente de mi desfallecimiento, puse maquinalmente la mano sobre el primer proyector.
—Deja eso —me dijo Olsen, con voz suave.
Me volví, dándome cuenta en seguida de que me había acercado insensiblemente al borde del acantilado. El embrujo se debilitó, mis sienes se helaron con un sudor frío: de modo que era aquello, pensé, lo que experimentaba una mosca atraída hacia la tela tejida por la araña... Había estado a punto de arrojarme a aquel abismo deslumbrante. Pero, Olsen... ¡Dios mío, Olsen! Para trabajar más cómodamente, había desatado las correas de su escafandra... se encontraba bajo los efectos de la Voz. La consecuencia fue inmediata y terrible: me apuntó con su visor.
—Deja eso —repitió—. Yo no había comprendido que era inútil luchar... es la mejor suerte que puede cabernos... a nosotros y a toda la Tierra. Convertirse de nuevo en seres puros, como los niños. Creer en los cuentos de hadas... formar parte de esa belleza... ¿No comprendes que uno no muere? Se convierte en una nota de ese canto, o en un color. Y eso constituye una sinfonía inmortal...
—Les —dije, desesperadamente, sabiendo que cada segundo y cada palabra contaban—, tú estabas orgulloso de tu trabajo, tan personal, tan tuyo... Y tienes una madre que te ama a ti y no a una sinfonía o una gama cromática. ¡Piensa en eso! Y a todo el mundo le ocurre lo mismo. Estamos aquí para luchar.
Les no respondió. Vi, bajo la visera de su escafandra, la fijeza de su mirada. El agujero negro del visor se levantó hasta la altura de mi rostro. Lo único que pude hacer fue lanzar un grito discordante, tratando de desordenar las ondas fónicas, y aquel grito, por casualidad, rompió por un segundo el Canto mortal. Antes de que Les se sumergiera, esta vez conscientemente, en su abismo de delicias me había dejado caer al suelo accionando al mismo tiempo los mandos.
Fue un huracán y un deslumbramiento. Admirablemente sincronizados, los haces de luz y los vendavales irrumpieron en el Valle Feliz, despanzurraron la enorme burbuja de niebla, la laceraron, la desgarraron, la quemaron. Vi, con una satisfacción casi morbosa, las grandes estrellas de plata de la energía eléctrica inflamando trozos enteros de aquella masa viviente, que se retorcía, se ennegrecía y gritaba... ¡Sí, gritaba! Los sonidos armónicos del canto se trocaron en una aguda queja que torturaba los nervios, y fueron apagándose hasta ser apenas audibles, convertidos ahora en estertores y sollozos infantiles que brotaban, en una suprema convulsión de la materia. Yo estaba a la vez aterrorizado y desalentado: ¿acaso las pequeñas víctimas formaban parte, realmente, de aquella Cosa atroz? ¿Eran ellas las que lloraban, al comprobar bruscamente el horror de la muerte? No había que pensar en ello, no más que en las innumerables plañideras de los cuentos, en las Lorelei, en las damas de las aguas y de los bosques, en las ondinas que esparcían verdaderos llantos... Un harapo de la monstruosa tela de araña, barrido por el vendaval, aterrizó sobre nuestra plataforma y se fundía rápidamente bajo los proyectores. Recibí en pleno rostro el bofetón de un líquido tibio y salado: lágrimas o sangre...
Entre los rugidos del huracán artificial, agarrándome a mi centro de mandos, sólo pude echar una ojeada hacia atrás: Olsen había caído, desvanecido o muerto. Su visor había rodado bajo las rocas. Cuando, por espacio de un segundo, mi tormenta se debilitó, me ocupé sobre todo de registrar las cavernas con el proyector. Vi que la perturbación atmosférica creada por nosotros había desencadenado sobre el Valle una verdadera tempestad; el oscuro cielo se iluminaba de zigzags deslumbrantes, y el rayo rebotaba sobre las pendientes. Yo había perdido el casco de mi escafandra y oía ahora el menor de los gemidos del Monstruo, sometido a un bombardeo de electrones que yo no había podido oponerle. Alas tarde cayó la lluvia, saturada también de electricidad, crepitando sobre las ramas, tendiendo sobre el desfiladero sus espesas cortinas. Aquel diluvio arrastraría los restos pegados a los arbustos y desinfectaría la Tierra. Finalmente pude abandonar mis aparatos y trepar hasta el lugar donde se encontraba Olsen. La caída producida por la ruptura de las vibraciones le había hecho perder el conocimiento, pero respiraba. Limpié y vendé la herida que tenía en la nuca y luego, sacando mi botiquín portátil, le puse una inyección. Al recobrar el sentido, me apretó débilmente la mano.
—Escucha, Les —le dije—. Tengo la impresión de que la lucha ha terminado y de que el enemigo ya no existe. Te dejo aquí, y llamo por fono al pueblo más próximo; espero que no tardarán en venir a recogerte.
—¿Y tú? —preguntó, en un susurro.
—Yo tengo que bajar al Valle.
—¡Sart!
—Amigo mío, puede haber algún niño vivo, aunque lo dudo. ¿No has sobrevivido tú? Y yo soy médico.
No discutimos más y, atándome a una cuerda, descendí desde lo alto del pico, directamente al Valle Feliz. Todo estaba muerto en él, e incluso completamente desintegrado. Hasta entonces sólo habíamos visto cadáveres recientes y sometidos a un período de oxidación bastante breve. Aquí, no encontraba más que cadáveres metalizados, extraños objetos semejantes a corales o a insectos, que se deshacían en polvo, al primer contacto.
Sin embargo, en una gruta situada a media pendiente que dominaba el poblado lo bastante como para emerger de la bruma —al menos durante algunos días—, tuve la suerte de tropezar con un ser vivo. Ocurrió al final de mi gira de inspección. Continuaba lloviendo a torrentes, pero los relámpagos se reflejaban cada vez menos sobre la superficie de un estanque que brillaba a través de aquellos espantosos esqueletos de metal. En medio de un paisaje alucinante, avanzaba penosamente con barro hasta los tobillos, un barro pegajoso que convertía mi marcha en un verdadero martirio. Por unos instantes, vacilé: ¿era realmente necesario que escalara la pendiente hasta aquella gruta? Su situación era muy elevada, y ningún niño podía haber llegado hasta ella. Finalmente me decidí a subir y paseé circularmente, sobre los negros muros de la caverna, mi linterna. Algo se movió en el fondo, oí un leve grito: un grito humano.
¡La delicia de captar algo que brota de unas verdaderas cuerdas vocales!
—¡Apaguen esa luz! ¡Oh! ¡Me duelen los ojos! —gritó la sombra.
Avancé a tientas, las manos tendidas hacia adelante, y mis dedos no tardaron en rozar los cabellos empapados, el rostro trastornado y débilmente fosforescente en la oscuridad de una jovencita: debió permanecer allí, en tinieblas, durante días enteros, y estaba medio loca de terror y de debilidad. Pero cuando la llevé al umbral de la gruta, vi sus rasgos finos y bien dibujados y las manos demasiado bellas que conocía.
—Soy... soy Ione Verde —dijo la jovencita con voz vacilante como si le costara trabajo encontrar las palabras (pero el timbre era la música misma)—. Estaba en el bosque, arriba, cuando... empezó la cosa. Tuve el tiempo justo para refugiarme en la caverna. No me atrevía a salir, he vivido con un poco de agua y algunas hierbas... ¿Ha terminado todo? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están los otros?
Habíamos salido de la gruta. La lluvia caía aún sobre el Valle, crepitando, y la pequeña lone se refugió debajo de mi abrigo de plástico. No me había sentido con fuerzas para decirle que todos sus camaradas estaban muertos. lone tenía quince años, había rodeado mi cuello con sus brazos desnudos, con una confianza conmovedora, y temblaba bajo su vestido ligero y mojado. Tenía un encantador rostro plateado, una boca violenta y tierna y unos ojos...
Unas pestañas muy largas se alzaron sobre una ceniza plateada, viviente, danzante. Un gris que reflejaba en el vacío sideral millares de soles apagados... espirales de nebulosas muertas... Ya que la Bruma se nutría también de luz y de calor. Aunque prefería la vida orgánica, desde luego. Y podía adoptar todas las formas.
—Bésame, Sart —dijo lone.
Dios me perdone: No la he matado.