IV
A las diez de la mañana, en el CVC, Raymond temblaba mientras esperaba en la amplia sala a su instructor. Docenas de clientes rondaban por allí, formando grupos que charlaban animadamente. Pero Ray no deseaba compañía alguna. Sherman ya le había visto y llamado con la mano desde un rincón para que se acercara, pero Ray fingió ignorarlo.
El altavoz iba llamando a diversos clientes para que acudieran a los puntos de suministros.
Ray fumaba con nerviosismo. Una voz detrás de él le dijo:
—Mister Morris, ¿no escuchó la llamada?
Ray se volvió. Por la voz ya sabía quién era. Cristian Hoffman estaba frente a él, con su rostro imperturbable, vistiendo sus ropas de trabajo, que consistían en un mono gris oscuro y botas de media caña. Una gorra de visera grande cubría su cabeza.
—No, no lo oí. Estaba distraído —respondió Ray. Cristian estaba como siempre. Lo sucedido la noche anterior parecía haberlo olvidado.
—No perdamos más tiempo, por favor. Se hace tarde. ¿Ha pensado qué armas llevaremos?
Se dirigieron al almacén de aprovisionamiento. Al otro lado del mostrador un joven esperaba sus órdenes.
Ray se apoyó sobre el mostrador. Pensó que todo lo que le estaba ocurriendo parecía irreal. Se sentía confuso, desorientado. Anoche estaba tan seguro de sí mismo... Podía creer que estaba viviendo un sueño, o una pesadilla. Quizás nunca pensó seriamente que el momento crucial debía llegar inexorablemente.
—Mister Morris, le ruego que tenga presente que se nos está haciendo muy tarde —le apremió Cristian con toda cortesía.
—Oh, sí. Lo siento —Dirigiéndose al empleado, añadió—: Unos cartuchos de dinamita para hacerlos estallar por control a distancia. También una pistola del nueve largo y un cuchillo.
Cristian le miraba sin denotar el menor asombro. Ray le observó de reojo y creyó ver en el instructor un velado reproche.
—¿Qué más, mister Morris? Me figuro que la dinamita será para volar la casa donde le esperan sus prisioneros —preguntó Cristian—; pero querrá otras cosas para poder distraerse un rato. Una explosión es algo espectacular, pero definitivo.
—Eso es cuestión mía.
—Seguro, pero es mi deber hacerle estas advertencias. Luego no queremos reclamaciones.
Ray se atrevió a mirar a Cristian a los ojos. Le dijo:
—No es preciso explicarle lo que pienso hacer.
—Usted manda —respondió Cristian.
En unos minutos estuvo sobre el mostrador lo solicitado por Ray, quien firmó un recibo y Cristian cargó con la dinamita y el detonador. Ray guardó la pistola y el puñal. Se dirigieron a la salida.
En el exterior, los socios del CVC se diseminaban hacia sus zonas acotadas en compañía de los instructores. Los terrenos que el Centro ocupaba se extendían durante millas y millas cuadradas. Podía asegurarse que allí se encontraba cualquier parte geográfica del planeta en pequeña escala. Los socios siempre estaban separados unos de otros por grandes distancias. El último episodio vivido por Ray fue organizado cerca de las oficinas, pero en esta ocasión Cristian indicó uno de los pequeños coches que usaban cuando tenían que desplazarse a largas distancias.
—¿A dónde vamos? —preguntó Ray sentándose junto a Cristian, que tomó el volante y puso el motor en marcha.
—Hay una cabaña ideal a diez kilómetros de aquí que sirvió a los técnicos para el escenario después de unos arreglos.
Ray no volvió a hablar. Después de diez minutos de atravesar un bosque llegaron a un claro en cuyo centro se levantaba una maciza casa de madera de una sola planta.
Descendieron y Ray entró primero. Cristian encendió una lámpara de petróleo. La habitación tenía una mesa y tres sillas por todo mobiliario. Una alacena contenía diversos artículos de uso vulgar.
Señalando la alacena, Cristian dijo:
—Tal vez le sirvan.
Ray cerró la puerta y echó el cerrojo, preguntando:
—¿Hay algo de cuerda? Me olvidé traerla.
—Creo que sí —respondió el instructor buscando en el fondo de la alacena, de donde sacó un rollo que depositó sobre la mesa—. ¿Será suficiente?
—Seguro.
—¿Vamos con los prisioneros? Son siete, como usted pidió.
—Luego. Ahora quiero que se siente.
Cristian alzó la mirada hasta Ray y le estudió.
—Siéntese —repitió Ray.
—Puedo estar de pie —el instructor había dejado al entrar la dinamita y el detonador en el suelo. Señaló ambos objetos y dijo—: Será mejor que ponga esto en un lugar más seguro hasta que usted vaya a necesitarlo.
—Deje eso ahí, Cristian. Lo que quiero es que se siente.
—No entiendo, mister Morris.
—Por ahora no tiene usted que entender nada. Luego vendrán las explicaciones.
Cristian se sentó y cruzó los brazos sobre el pecho.
—De acuerdo. Ya estoy cómodo.
Ray dejó sobre la mesa el cuchillo.
—Ahora corte un trozo de cuerda —dijo—. Lo suficiente como para atarse las piernas a las patas de la silla.
—¿Está loco, mister Morris? ¿Qué intenta hacer?
Cristian había hecho un amago de levantarse; pero Ray ya empuñaba la pistola, encañonándole con ella.
—Si intenta un tontería le mato. ¡Amárrese las piernas de una vez!
El instructor sonrió.
—Su humor es hoy muy especial. Le advierto que es con los muñecos que hay dentro con los que tiene que jugar, no conmigo.
—Hoy no habrá ningún juego.
Hoffman ya tenía casi atadas sus piernas a las patas de la silla y levantó la cabeza sorprendido. Ray había estado vigilando que no hiciera un nudo en falso.
—Creo que esto está llegando demasiado lejos. Vamos, deje de apuntarme. Los proyectiles de esa pistola apenas me harían daño. Sólo provocan cortocircuitos en los robots.
Ray apretó el gatillo y la bala se incrustó fuertemente en el entarimado, a pocos centímetros de las botas del instructor.
—Por el camino cambié los cartuchos por otros que yo traía. No se engañe más a sí mismo, Cristian. Estoy hablándole en serio. Termine.
Cuando Hoffman hubo acabado, Ray tomó el resto de la cuerda y, sin dejar de apuntar, la pasó varias veces por el cuerpo del instructor y el respaldo de la silla. Luego, al no haber peligro de ser atacado por Cristian, le amarró bien las manos.
Ray se retiró unos pasos y miró a su prisionero. Un prisionero verdaderamente humano, no un costoso muñeco preparado para recibir golpes y tiros.
—¿Puede decirme ahora qué se propone hacer? —preguntó Cristian con calma.
—Simplemente, matarle.
—Está chiflado, mister Morris. Pero la verdad es que esto no me sorprende. Estaba seguro que un día u otro terminaría matando a un ser humano.
—Vaya, siempre tan sagaz. ¿También pensó que iba a elegirle a usted?
—No, eso no. Pero debí figurármelo... después de lo de anoche. No podía imaginarme que el desaire que le hice a su esposa podía molestarle tanto. En realidad, pensé que le hacía un favor.
—Se equivoca. Su actitud de ayer sólo sirvió para añadir una gota más al vaso de agua, ya de por sí bien colmado. Ya le odiaba de antes y muchas veces pensé en matarle. Llevaba mucho tiempo pensando cómo. Si se hubiera hecho amigo de Jessica no le hubiera salvado la vida, sino sólo se la hubiera prolongado. Su suerte ya estaba echada, realmente.
—Esto es absurdo.
—Me molestaría mucho que creyera que el accidente de anoche ha influido en mi decisión. No puede ser así porque mi esposa me interesa muy poco. Me casé con Jessica porque pensé que ella haría cambiar mi forma de ser; pero me equivoqué otra vez. Las mujeres no me atraen en absoluto. Oh, tampoco soy un homosexual como Sherman, créame. No tengo por qué mentirle. Quería que usted me ayudara a mantener a Jessica alejada de mí. Eso hubiera salvado su vida.
—No es suficiente justificación para matar a un hombre, mister Morris.
—Tal vez no, desde su punto de vista. En realidad han sido sus constantes críticas a mi persona, su aire permanente de ser superior lo que ha motivado esta situación.
Ray trataba de mostrarse sereno, pero la realidad era que se sentía molesto ante la serenidad que Hoffman seguía conservando. El instructor, tranquilamente, le dijo:
—No se engañe a sí mismo, mister Morris. La realidad es que necesita una víctima. Usted mismo se preocupó en buscar causas para odiarme porque necesitaba una leve excusa para decidirse a querer asesinarme. Es su obsesión.
Ray crispó los puños y se dirigió a la puerta del fondo, abriéndola. Encendió la luz y se encontró frente a siete robots vestidos con los uniformes de campaña del ejército americano de la guerra de Corea. Los hombres mecánicos no parecían tales, sino auténticos prisioneros asustados. Con barba de diez días, sucios y miradas temerosas, le observaron. Ray sacó el cargador de la pistola e introdujo el que durante el viaje quitara. Desde la otra habitación, Cristian le gritó:
—Debe pensarlo bien, Raymond. No puede salir con bien de ésta. Aún está a tiempo para rectificar. Yo puedo considerarlo todo como una broma y...
Ray había disparado siete veces su pistola sobre los muñecos, que se desplomaron al suelo con las manos atadas a la espalda. El ruido de las detonaciones ahogó las palabras de Cristian. Ray empezó a transportar los inanimados robots a la habitación donde estaba su prisionero humano.
—¿Qué planea? —le preguntó Cristian.
—Ya lo verá —replicó Ray.
Cuando hubo trasladado el último muñeco, Ray jadeaba. Entonces se plantó delante de Cristian. Se sentía fuerte y triunfador. Se volvió sonriendo irónico y empezó a dar puntapiés y cuchilladas a los robots. Cuando terminó con su cometido, se sentó para secarse el sudor que caía por su cara.
—Si algo queda de los robots quienes investiguen deben pensar que yo sí jugué —explicó Ray.
—Demuestra poca inteligencia, mister Morris. No podrá evitar que descubran su crimen y le recuerdo que aún no se ha abolido la cámara de gas para los homicidas sin justificación.
—No llegarán a pensar que ha existido un homicidio. Todos supondrán que ha sido un accidente.
Ray alcanzó la dinamita y el detonador y empezó a trabajar. En unos minutos terminó y colocó la carga explosiva a un metro de Cristian.
—No quiero que se vaya de este mundo pensando que soy un cretino. Mi plan es tan simple que nadie pensará que no ha sido un accidente. Escuche: yo terminé con mi diversión y usted salió a revisar el coche para el regreso, pues yo pensaba dar fin al episodio haciendo estallar la cabaña. Puse la carga y salí con el detonador hasta situarme a una distancia prudencial. Entonces usted regresó a la casa para llamarme y yo no le vi entrar. Apreté el detonador y... ¡Pum! Adiós, Cristian Hoffman. Un lamentable accidente. Si alguien llega a sospechar algo no podrá probar nada.
—Aunque ponga la carga bajo mis pies la explosión no será tan fuerte como para hacer desaparecer las cuerdas que me atan —dijo Cristian—. Algunos trozos quedarán prendidos en los trozos de mi carne. Descubrirán que estuve atado.
—Sigue creyendo que soy estúpido. Tengo un magnífico cuchillo para desatarle ahora. Así...
Ray, de un rápido movimiento libró a Cristian de las ataduras. Entonces se dirigió a la puerta sin darle la espalda y apuntándole con la pistola que previamente había vuelto a cargar con cartuchos normales.
—Nos veremos en el infierno, Cristian —rió Raymond mientras cerraba la puerta, echaba la tranca y corría hacia donde estaba el coche. Una vez allí se apresuró a hacer estallar la carga. Cristian necesitaría un par de minutos para desconectar el fulminante colocado en el explosivo. No le daría tiempo. Ray apretó el botón.
Pero Ray ignoraba que Hoffman no había hecho el menor intento para desarmar la carga. El tiempo que empleó Ray en poner entre él y la casa una prudente distancia y hacerla volar por los aires, lo había empleado el instructor para murmurar:
—No nos volveremos a ver, mister Morris. El infierno, al menos, está completamente vedado para mí.