I
Alguien introdujo un dedo en el camino apresurado de un rayo gamma y el rayo gamma dejó de activar el mecanismo que mantendría oculta la mesa de conferencias.
Al mismo tiempo, quince altos consejeros del Ministerio de Investigaciones Parabiológicas golpearon rítmicamente con su nuca un mecanismo secreto, hasta que sus butacones bajaron por rampas ocultas, con un levísimo zumbido, para situarse alrededor de la mesa, en el punto exacto que les había asignado el protocolo.
Había durado todo un minuto exacto. Allí estaba el parapsicólogo Harrison, los neuroelectrónicos Ramírez y Fournier, los psicómetras Chen-Li y Fujimoto, el nexialista Mobutu, los neuroanatómicos Sánchez y Nigrelli, el neurocirujano Smith y los cinco parabiólogos oficiales del Centro.
Apareció por fin el presidente. Se abrió una escotilla, sonó un clic musical y el huevo fluorescente perdió su cascarón para dejar paso a la figura venerable del profesor Chang.
Hizo un gesto mágico con las manos y la oscuridad dejó de reinar en torno a la mesa sobre la que hasta entonces se había polarizado una luz lechosa, como la de una suspensión coloidal en la que flotaran extrañas burbujas de todos los colores.
Una cama, o algo que se parecía a una cama, flotaba ahora en el espacio. Los científicos sabían de sobra que desde todos los rincones de la estancia se estaba proyectando una diapositiva tridimensional.
El profesor Chang tenía ahora una campanita de plata, un instrumento que contrastaba con los sistemas electrónicos de alarma. Pero el venerable presidente de barbas nacaradas prefería utilizar a veces los juguetes de otros tiempos. Por eso, la voz de la campanilla tintineó dulce, como la voz de una mujer coqueta.
—Mis queridos colegas. No se asombren ustedes. Ésta es una cama vulgar y corriente, como las que se utilizaban en otras épocas. La mayor parte de nuestros antepasados utilizaron durante miles de años este artefacto para jugar todas las noches con la muerte. Cuando no morían despedazados en las carreteras o en los campos de combate, se recogían allí para emprender el juego final.
Ya todos los allí reunidos sabían de lo que se trataba. Hasta entonces habían enviado sus informes parciales al Departamento de Nexialismo. Estaban seguros de que la fase de tanteo había llegado a su término y de que el paso al más allá está abierto. Por lo menos, la puerta de bronce había girado sobre sus goznes de hierro para permitirles espiar.
Ahora la habitación se encendió de un color rojo carmesí. Brotaban llamas voraces de las cuatro paredes, y una legión de demonios torturaba a unas criaturas humanas. La diapositiva era silenciosa, pero los gestos de las víctimas hablaban con gran elocuencia. La voz del presidente sonaba ahora como la del Padre Eterno:
—También durante muchísimos siglos, los hombres han pensado que más allá de la muerte se hallaba esta imagen que están ustedes contemplando, o también esta otra...
Y al decir esto cambió el panorama y apareció un paisaje primaveral, en el que hombres y mujeres, vestidos con largas túnicas, cogían manzanas de oro, probaban la fruta dorada de las naranjas o bebían directamente de las ubres de los unicornios una ¡eche espumeante.
Luego la luz se hizo más intensa y sólo se vio un sol brillante sobre el que llameaba un triángulo inscrito.
—¿Paraíso o infierno? Torturas y delicias físicas o espirituales. Pero también el miedo a la Nada.
Las luces se apagaron y cesó la voz del profesor Chang. La oscuridad se convirtió en un pulpo abisal que extraía sangre con todos sus tentáculos. Y al cabo de unos segundos de angustia los catorce científicos gritaron de terror.
—Señores —esta palabra quebró el maleficio y volvieron a brotar del negro bloque de la Nada la mesa de nácar y los quince sillones con sus quince ocupantes por cuyas frentes se deslizaban algunas gotas de angustia—, no han podido ustedes resistir, exactamente cinco segundos, la imagen de la Nada. Figúrense ustedes ahora a toda una humanidad que ha tenido siempre delante de sí este espectro... Ustedes han gritado. Pues bien, el grito de tantos billones de hombres se ha convertido al cabo de los siglos en mitos, en religiones, en prescripciones legales y en actos unas veces sublimes y otras repulsivos. Del grito del terror ante la Nada ha surgido la cultura, y al mismo tiempo la barbarie.
Los rostros de los catorce científicos estaban tensos. La luz delineaba exactamente sus rasgos y hasta las imperceptibles motas de polvo que se habían depositado en sus trajes. Todos querían hablar al mismo tiempo, pero dejaron al presidente terminar su introducción.
—Ahora bien, ninguno de ustedes sabe algo más acerca de la muerte que cualquier hombre del Paleolítico. La última pregunta queda sin contestar, la última pregunta que permitiría responder a otras. Quien conozca el secreto de la muerte conocerá, en efecto, el secreto del Universo.
El profesor Sánchez fue el primero en tomar la palabra: era un joven que había obtenido el 227 premio Nobel de Medicina. Tenía la faz cetrina. Era cejijunto y su barbilla despuntaba hacia adelante, como si quisiera propinar un puñetazo a sus interlocutores. Habló con cierta arrogancia.
—Me extraña, profesor Chang, que diga usted que la Humanidad desconoce el secreto de la muerte. Más allá de la vida sólo existe la Nada, y la Nada es pura nada, como ya lo dice su nombre.
—Opino lo mismo que Sánchez —añadió Fournier.
Los orientales Fujimoto y Chen Li sonreían con benevolencia, y el parabiólogo de origen hindú, Anakimanda, callaba perplejo, mirando el centro de la mesa.
—No hablan ustedes ahora como científicos, sino como entes embutidos de una larga tradición. ¿Qué afirmarían ustedes de un físico del siglo XIX que hubiera afirmado que entre los planetas sólo existía la Nada? Pero la Nada no existe: los planetas nadan en el espacio como los peces en el océano. Y el espacio no es vacío. ¿Por qué la muerte va a ser, pues, sólo vacío?
—¿Y qué pruebas tenemos de que más allá de la vida existe algo real, que es al mismo tiempo distinto a la vida? Porque sabemos que en el mundo físico la antimateria se contrapone a la materia.
—¿Y qué pruebas tiene usted de que sólo existe la Nada? —le interrumpió Anakimanda, deshaciendo a puñetazos la nebulosa de la abstracción en la que había estado sumergido hasta entonces.
Pero el profesor Chang continuó:
—Se van ustedes a reír de mí, quizá, por atreverme en pleno siglo XX a recordarles historias de aparecidos y de vampiros. La historia de la cultura ha mostrado que la mente humana posee desde el principio los gérmenes de todas las verdades y que estas verdades aparecen primero como símbolos y luego como juicios. Tenemos por eso que respetar todos los mitos de la Humanidad.
—Las experiencias realizadas con ciertas drogas, como la insulina, demuestran que podemos acercarnos al umbral de la muerte —añadió Nigrelli.
—Y estas experiencias —le quitó la palabra Fujimoto— son aterradoras, porque parece ser que en esos momentos el sujeto vive la experiencia de la Eternidad.
—Pero son sólo síntomas de unas neuronas intoxicadas, cuyo metabolismo se halla reducido casi a cero. No creo que pueda decirse nada acerca del más allá —objetó Sánchez.
Los catorce científicos se fraccionaron en pequeños grupos que polemizaban con pasión, y el presidente Chang tuvo que llamarle al orden con su esquililla de plata.
—Queridos colegas. Estamos introduciéndonos en la caverna de las opiniones. Yo quiero que sepan que no estamos aquí para discutir algo sobre lo que ha discutido toda la Humanidad durante miles de años. Voy a ofrecerles un designio experimental.
Todas las gargantas enmudecieron. Porque en las últimas palabras del profesor Chang estaba la respuesta a todas sus investigaciones, a todas sus horas de esfuerzo y de tensión nerviosa que habían dedicado durante un lustro entero, sin saber perfectamente cuál era el fin que el profesor Chang buscaba.
—Han trabajado ustedes bien y rápidamente en sus respectivos campos. Ahora les voy a mostrar las piezas del rompecabezas colocadas en su sitio. Perdonen que me haya salido de la norma y esta entrevista no la hayamos tenido al principio de la investigación. He intentado con ello evitar que el escepticismo de muchos siglos embarazara sus pensamientos.
Dedos de luz convergieron en el espacio tiempo una diapositiva tridimensional. Era un modelo de apariencia vulgar. Parecía un microelectroencefalógrafo o un microneuromanipulador de gran precisión. Cualquiera podía haberlo transportado debajo del brazo, ya que consistía sólo en un panel de mandos con diales de tamaño reducido y un erizo de microelectrodos envueltos en una sustancia transparente.
—Éste es el tanatizador... Perdonen el neologismo. Con sus contribuciones parciales yo mismo lo he diseñado —continuó el profesor Chang.
—Parece un simple registrador muy perfeccionado de microondas neuronales —interrumpió Sánchez, pero sus compañeros le dirigieron una mirada de reproche.
—Y efectivamente lo es —sonrió con benevolencia el anciano profesor—. Pero es también un introductor de muerte... No se asusten ustedes: va paralizando la actividad cerebral paulatinamente, hasta que sólo queda un rescoldo de vida en la sustancia nerviosa. Por supuesto, esta paralización es reversible: el mismo tanatizador hace revivir al cerebro.
—En primer lugar —tomó la palabra el neurocirujano— quisiera preguntarle si se han tenido en cuenta los trastornos que esa interrupción de la actividad cerebral podría producir en otras partes del organismo. Me refiero concretamente a la circulación sanguínea, a la respiración, etc.
—Por supuesto, amigo Smith, hemos superpuesto al tanatizador un cerebro electrónico que controla por sí mismo todas las funciones vegetativas. Usted sabe que esto no es ningún problema... Diga usted, Anakimanda.
—Habla usted de una reversibilidad. ¿Se han hecho experiencias previas con el tanatizador? Me refiero a animales.
—Por supuesto que sí, y con resultados espectaculares. Lo hemos ensayado en mamíferos de todos los tipos y en chimpancés. Hasta ahora no hemos perdido el control del proceso en ninguno de los casos. Cualquier cerebro puede revivir cuando nosotros lo deseemos.
—¿Y en seres humanos? —le interrumpió Sánchez, y esta palabra fue un duro mazazo sobre la nuca de todos y cada uno de los científicos allí reunidos. Pero el profesor Chang seguía sonriendo.
—Aún no, querido Sánchez, pero aquí tenemos unos voluntarios.
Y al decir esto tecleó sobre la mesa como si estuviese tamborileando una melodía mental y se abrió una escotilla de una de las paredes. Dos sillones se situaron en el extremo opuesto a la presidencia. Transportaban a un hombre y una mujer.
—Tengo el gusto de presentarles al señor Prometeo y a la señorita Pandora. No importa el nombre auténtico de ellos.
El varón poseía una constitución atlética. Parecía hecho más con cemento y con flejes de acero que con carne. Y capitaneando este cuerpo macizo, un rostro correctamente rasurado, unos ojos grandes y de mirada inteligente, una frente espaciosa, sin arruga alguna.
La manipulación del profesor Chang le había cogido desprevenido, por lo que tuvo que descruzar las piernas en señal de cortesía y borrar rápidamente de su cara una carcajada que en otro sitio alguien había hecho estallar.
La señorita Pandora también tenía una complexión atlética, pero dulcificada por la feminidad. Sus bucles castaños le llegaban hasta más abajo de las clavículas, como si quisieran disimular púdicamente la curva muy pronunciada de los senos. Sus ojos eran verdes y sus labios carnosos parecían también compartir la carcajada que su compañero había abortado.
—Permítame que antes de seguir adelante me excuse ante ustedes, queridos colegas —hizo un inciso Chang—. Ellos y no ustedes son los que van a correr la aventura de la muerte. Creo que para ustedes queda reservada la aventura del pensamiento, una vez regresen nuestros voluntarios de la región a la que les vamos a destinar.
—Suponiendo que exista —interrumpió Sánchez.
—Sí, suponiendo que exista, pero esto lo vamos a saber muy pronto.
—¿Cuándo? —preguntó alguien.
—Ahora mismo.
Y la mesa, los sillones y sus diecisiete ocupantes comenzaron a moverse hacia cualquiera de los puntos cardinales. Túneles extraños aparecían en las paredes, dejándoles paso. Rampas ocultas se abrían debajo de sus pies o ascensores silenciosos los deglutían para hacerlos ascender o descender a los distintos niveles del edificio. A los pocos segundos estaban en el Centro de Experimentación. La gran aventura iba a comenzar.
Estaban tendidos Prometeo y Pandora a sólo un metro de distancia y sobre dos cojinetes electrónicos que les mantenían a unos cincuenta centímetros del suelo. Los neurocirujanos habían cumplido a la perfección su tarea: microelectrodos colocados en lugares estratégicos del cerebro controlaban su nivel de actividad. El profesor Chang había preferido este método al de la manipulación por ondas de radio.
Numerosos monitores esparcidos a lo largo de los paneles del laboratorio señalaban la actividad de cada uno de los grupos de neuronas dirigidas por el tanatizador. Ahora todas ellas señalaban actividad cerebral.
Los monitores iban poco a poco emitiendo curvas cada vez más reptantes, hasta convertirse en líneas rectas que señalaban el descenso de la actividad eléctrica cerebral hasta el nivel de cero. Más adelante, la línea recta volvía a convertirse en una vertiente que culebreaba con rapidez, o en uno de esos microorganismos ondulantes que se observan al microscopio. Es que el doctor Chang quería controlar la capacidad de resurrección de las células nerviosas. Mientras, un sistema de circulación extracorpórea, de eliminación de excretas y de respiración circulaba a toda su intensidad, dando vida a aquellos cuerpos que ya no eran regidos por el cerebro. Otros artefactos mantenían la temperatura corporal y el resto de las funciones neurovegetativas.
El equipo de científicos anotaba frenéticamente todos los datos registrables. Pero el misterio se hallaba situado más allá de su capacidad de observación. Pertenecía al fuero interno de los dos pioneros de la muerte. Habría que esperar a que despertaran de aquel simulacro de fallecimiento para comenzar a trazar los perfiles cartográficos del Nuevo Continente.