FELICES VACACIONES
Desde el momento en que se estaba dentro, y hasta el cuello, había que reconocer que todos se habían equivocado en sus predicciones. Los incurables pesimistas no menos que los optimistas, igualmente incurables. Los unos habían vaticinado que la Era Atómica significaría el fin del mundo, los otros que sería sinónima de una Edad de Oro y de Felicidad para todos.
¿Qué pensar? En realidad, el mundo continúa ahí, más o menos intacto, y el oro sigue oculto en las bóvedas de los bancos, del mismo modo que la felicidad sigue siendo un mito con el cual los jefes de estado y los sociólogos sazonan sus discursos y sus teorías. Sin embargo, la Era Atómica está en su apogeo desde hace mucho tiempo. Ha conocido todos los triunfos, todas las apoteosis; nos ha reservado las más espectaculares sorpresas. Pero, aparte de esas ventajas abstractas, ¿qué hemos ganado en el terreno de lo cotidiano, del realismo? Un aumento de molestias, simplemente, de preocupaciones secundarias, de nuevos impuestos, y un formidable aumento del costo de la vida. Y también de innumerables fuentes de tentaciones que contribuyen a convertir la vida de cada individuo en una extenuante carrera en pos del objeto, de los múltiples perfeccionamientos que vienen descubriéndose sin tregua. Una carrera en pos del dinero, en suma, ya que han sido substituidas muchas cosas, pero nada ha substitido al dinero ni a las leyes esenciales del comercio. Y el dinero es más que nunca sinónimo de trabajo insensato. Esto significa que no hemos hecho más que acrecentar la locura furiosa que se apoderó de este mundo a raíz de la invención del motor y de la electricidad. Significa también que el acto de ganarse la vida no ha estado nunca tan cerca de ser un acto de perdición.
Que la vida se ha convertido en una interminable suma tempestuosa de operaciones diversas, especialmente de restas, resueltas en una sola explosión de facturas comerciales, es algo que nadie puede poner en duda. Y de año en año las cosas empeoran.
Parece ser que en el siglo XX el gas doméstico, la antracita, el carbón o la electricidad desequilibraban desfavorablemente los presupuestos; pero, ¿cómo podrían compararse los precios de aquellas materias primas con los precios desorbitados de la energía atómica que nos ha sido impuesta y que devora alegremente la mitad de un salario cualquiera? Sin contar con que en nuestros días todo funciona con la energía atómica, desde el pelapatatas al despertador. Parece ser que también en el pasado las cargas contributivas eran onerosas, pero al menos uno tenía derecho a carecer de empleo o de recursos. Ahora no existe ese derecho: todo el mundo se gana bien la vida, todo el mundo paga unos elevados impuestos. Nadamos en la opulencia y en la prosperidad. Hasta tal punto, que incluso pagamos el aire que respiramos en nuestros apartamentos.
Los contadores de aire giran en todas partes, y el hombre del siglo XXII, aunque siga teniendo como sus antecesores un pie en la tumba, vive a lo grande sobre el otro, continuamente invadido del deseo de ganar mucho y de gastar más.
La época de los pequeños apartamentos, de los peatones, de los indolentes, de los satisfechos a poco precio con su propia suerte, pertenece a un pasado tan lejano como la época de los esclavos o la de los combates entre gladiadores en el circo. Hoy, todo el mundo está obligado a tener una posición. Más que nunca, el hombre tiende a impresionarse a sí mismo. Normalmente, posee un apartamento en la ciudad, una casa en las afueras y una villa junto al mar, en la montaña o en cualquier planeta de veraneo. Posee obligatoriamente dos automóviles, uno para la ciudad, cuya velocidad máxima es de veinte kilómetros por hora, y otro para la autopista, donde a veces se pueden alcanzar los cuarenta kilómetros, cuando el tránsito no es demasiado intenso. Casi siempre posee un fuerabordo de trabajo, porque los canales de los distritos suelen verse menos frecuentados que las carreteras nacionales. Resultaría imposible tratar de escribir todos los perfeccionamientos electrónicos, aparatos Hi-Fi o pequeñas maravillas del artesanado incrustados en las paredes de todos los apartamentos. Nadie puede prescindir de ellos. No hace falta subrayar que esas fruslerías cuestan una fortuna y que, como símbolos de riqueza, gravan, considerablemente el impuesto sobre la renta. Es un círculo vicioso en el cual el hombre corre ciegamente, perdido, aturdido por su propia velocidad, sin saber exactamente qué es lo que busca.
En cuanto a la ley esencial de la existencia, no ha experimentado ningún cambio: quien dice poder adquisitivo dice salario, y el salario, como la salud, es siempre el trabajo.
Trabajo a la medida de una época en la cual todo es sofisticación extrema, insondable sutileza de una ciencia en. movimiento, continuamente en gestación. Desde hace ya mucho tiempo, no se trata de interesarse por el propio trabajo, o de tomárselo a pecho, sino sencillamente de ocuparse de él. Igual que en otros tiempos, cuando le condenaban a uno a trabajos forzados y le enviaban a partir piedra. Todo empleo, incluso el más humilde, está relacionado con los demás a través de la electrónica, y sólo los cerebros artificiales pueden comprender los gestos que los cuerpos humanos realizan como autómatas. Al hombre ya no se le exige que piense, sino que se muestre eficiente, que produzca. El hombre había sido siempre una bestia de carga; ahora se ha convertido en una bestia de cargas... algebraicas. No ha ganado nada en esta aventura, excepto una densidad de embrutecimiento todavía mayor que en el pasado, y una constante jaqueca, que por fortuna la ciencia consigue prevenir mezclando aspirina en todos los géneros en venta en el mercado. Pero, aparte de esa medida preventiva, ha habido que modificar los diccionarios clásicos que estuvieron en uso hasta el siglo XX. Un día de descanso a la semana y tres semanas de vacaciones al año sometían a los hombres a un régimen de fatiga que durante mucho tiempo hizo la fortuna de los psicoanalistas y de las clínicas. Ante aquel estado de cosas con tendencia a empeorar, hubo que revisar los horarios. Se cambió todo. Ahora, en el mundo entero, después cinco días de trabajo se disfruta de cinco días de vacaciones. Y vuelta a empezar. Es la ley general. En compensación, se trabajan quince horas diarias, con un cuarto de hora de intervalo alrededor de las tres y el drogado obligatorio a las seis de la tarde para terminar la jornada. Y se termina. De grado o por fuerza.
Este es el mundo en que vivo desde hace treinta y cinco años. Un mundo que no me complace. Pero, ¿qué puedo hacer? únicamente los autores de ciencia ficción de hace tres siglos hablaban, con infantil perseverancia, de los viajes en el tiempo. Espejismos. Hasta ahora, nadie ha conseguido abandonar este siglo. En cierto sentido, es preferible, porque si se organizara un viaje hacia el pasado o hacia el futuro, en clase turística o incluso en primera, quedarían muy pocos en este siglo de alienados.
Por eso es preciso aceptar las cosas como son, en vista de que no es posible cambiarlas. Nos quedan, como consuelo, esta capacidad de resignación que hemos heredado de nuestros antepasados más lejanos, y las pequeñas máximas que el espíritu creador del hombre ha conseguido construir. Paciencia. Mientras hay vida hay esperanza. Hay que acostumbrarse. Como se acostumbra uno a hacer la cama, a sonarse la nariz. A falta de pan, buenas son tortas. Y así por el estilo. A fin de cuentas, el vivir antes de Jesucristo o bajo Carlomagno, en el siglo XIX o en el XXII, no ha evitado a nadie el morir. De nada sirve pensar en vivir bien si, en último término, hay que morir mal. No vale la pena perder el tiempo imaginando que las cosas podrían mejorar. Es preferible no pensar demasiado y aceptar lo que viene y tal como viene.
Y sonreír, por ejemplo, porque mañana empiezo mi turno de descanso. Cinco días de fiesta que transcurrirán entre el estrépito en Alta Fidelidad de las transmisiones radiofónicas, o en los atascos de las autopistas, o entre la explosión agresivamente abigarrada de los millares de espectáculos sedantes que se abaten de continuo sobre los asalariados de este mundo. A menos que uno decida pasar las vacaciones en otro mundo. Un mundo de calma, porque el estrépito humano no ha conseguido aún contaminar todas las galaxias. Pienso en ello y me parece una solución precaria, banal, pero aceptable. Debo añadir que hace quince días que no salgo de la Tierra y mi salud se resiente de esta prolongada estancia en nuestro planeta. Un cambio de aires me sentará muy bien.
Tras haber tomado esta decisión, el resto es cuestión de rutina. Basta con dirigirse a los lugares pertinentes, consultar las instrucciones y los carteles indicadores que cubren este mundo, pagar sin rechistar, y todo marchará sobre ruedas, porque el planeta tiene en sus vísceras unos engranajes tan bien engrasados que incluso el desorden está sutilmente organizado, puesto a punto, aprobado.
Después de haber tomado un plato unitotal para no perder tiempo, me dirijo a la agencia Pook, sección mundos extranjeros, tercer piso, donde, en un decorado de muebles, de variaciones luminosas y de manchas abstractas, la armonía de un eterno concierto sideral incita a los indecisos a la partida.
- What can I do for you? -me pregunta la joven que me recibe, consciente del hecho de que, desde hace muchos siglos, los norteamericanos viajan mucho más que las personas de otras nacionalidades.
De todos modos, quedo asombrado, porque esta mañana no me he puesto mi corbata extranjera.
- I should glad de consultar algunos prospectos —le digo, para darle a entender sin ser demasiado brusco que el inglés sólo es mi idioma paterno.
—¿Cómo prefiere consultarlos? —se preocupa—. ¿En televisión a todo color? ¿En relieve Hi-Fi 3D? ¿En odoroscope? ¿O prefiere oír nuestro catálogo hablado en una cabina de escucha?
—Me bastarán anos prospectos.
La joven me entrega un fajo de prospectos, con un gesto que expresa la desconfianza que le inspiran los clientes fastidiosos y poco inclinados a beneficiarse de los resplandores de la época. Debo decir que son muy pocas las personas aficionadas a leer: la imagen y el sonido imponen su ley. Hojeo los prospectos, sumido en una gran confusión. La elección resulta muy difícil. Desde que el hombre ha conquistado las estrellas, la cantidad de los viajes propuestos por las agencias ha adquirido tales proporciones que la mente humana queda aturdida. ¿A dónde ir? Tomar una decisión continúa siendo el mayor problema. Pero quedarme en la Tierra me parece absurdo, teniendo cinco días delante de mí.
Trato de escoger, de ver claro, pero al cabo de unos segundos todo baila y se enmaraña delante de mis ojos. Lo veo todo abigarrado, porque el tecnicolor ha invadido este mundo hasta un punto tal que uno se pregunta si la noche se escribe aún en blanco y negro sobre este planeta. En los prospectos, algunos paisajes resultan favorecidos. Sin hablar de los mundos que conozco y sobre los cuales no tengo deseos de volver a poner los pies. Miro, toco las páginas en relieve, huelo los paisajes olfativos, intento soñar y crearme espejismos fascinantes, pero la tentativa fracasa. Para soñar, es necesario saber que toda la realidad es inalcanzable. Y no es éste el caso, evidentemente, ya que nada resulta inalcanzable, ni siquiera lo imposible. No obstante, he de tomar una decisión sin demora, ya que casi todos los cohetes salen entre el mediodía y la una de la tarde.
Inútil pensar en el planeta K.02, donde se han llevado a cabo hace muy poco tiempo unos experimentos atómicos, en el cuadro de las grandes maniobras de primavera. T.23 me recuerda las vacaciones transcurridas bajo un viento gris y lechoso, azucarado y dulzón, tan opaco que todavía me pregunto si aquel mundo estaba dotado o no de un paisaje, U.11 parece más atractivo según los prospectos, pero sólo los tuberculosos pueden desembarcar en él. El atractivo de G.34 no es menos intenso y me dejaría tentar si a la Paramount no se le hubiese ocurrido la idea de transformar el paisaje de aquel mundo en un espectáculo permanente: Sonido, Olor y Luz. En el 0.8 impera el racismo y los blancos no son admitidos. Y el H.54 sólo puede ser visitado en invierno, porque las larvas de aquel mundo segregan en primavera una baba que cubre todo el paisaje.
Lo mejor es pedir consejo a la empleada que se encuentra en estado de hibernación en una pequeña jaula de cristal bajo el cartelito de «Informaciones». Empuño el micrófono y formulo lentamente mi petición.
—Deseo tomarme unas vacaciones extraterrestres, pero he de regresar dentro de cinco días.
Sin abrir los ojos, sin ninguna expresión, casi sin moverse, la empleada consulta como una sonámbula su horario y su mapa del cielo.
—El R.4 se encuentra solamente a unos millones de kilómetros de la Tierra, pero dispone usted únicamente de diez segundos para tomar el cohete de las doce y media.
—¿Es demasiado tarde?
—Temo que sí. El R.34 goza de una agradable temperatura en esta época del año, pero no habrá cohetes de regreso hasta principios de la semana próxima.
—¿Y el E.04?
—Ese planeta ha sido eliminado del catálogo. Desde hace unos días, resulta imposible localizar su situación exacta.
—El M.77...
—Un poco frío. Claro que utilizando los trajes recalentados podrá usted bañarse a cualquier temperatura...
Todo eso no me parece demasiado atractivo. Se me ocurre pensar si, después de todo, no será preferible quedarme en la Tierra y dirigirme hacia alguna de las playas del océano Arthritico que desde hace veinte años cubre lo que fueron tierras de Arizona. O tomar un billete para P.4, mundo que conozco muy bien porque cuando era joven pasaba allí casi todas mis vacaciones.
Me decido por esto último.
Llego a P.4 al atardecer, después de un viaje sin historia, y experimento cierta emoción al volver a encontrar, contiguo a una colina, el pequeño pabellón que desde hace dos generaciones pertenece a nuestra familia. Puedo estar seguro de volver a encontrarlo siempre en buen estado, inmaculado, porque nada cambia sobre P.4, un mundo sin polvo, sin escoria y sin microbios. Incluso los colores permanecen inmutables a través de las estaciones, apenas visibles, desteñidos, tan discretos que parecen transparentes. Colores en armonía con una naturaleza de musgo y de arena deslumbrante, de aguas cristalinas y de cosas mórbidas, de millares de vástagos que brillan bajo el sol de este mundo como los reflejos de una gigantesca lámpara de cristal. En cuanto al aire, no lo turba nunca ninguna brisa, y el agua tiene la densidad de una burbuja, descendiendo en torrentes de un modo silencioso, mitad líquida, mitad gaseosa. La vida es suave y sencilla sobre este mundo sin huracanes, sin tormentas y sin cataclismos. Y los Translúcidos, que viven en manadas sobre este planeta, no son menos suaves.
Ovíparos, multívoros, seguramente apostálidos, menocenos, los Translúcidos son medusas superiores bípedas, inconsistentes, a medias inmateriales según la temperatura y sumamente dóciles. Podría jurarse que su única actividad consiste en cambiar lentamente de forma. No piensan más que en sobrevivir, lo cual les resulta fácil no teniendo enemigos que vencer ni obstáculos que superar. Y en un clima de suma languidez devoran metódicamente su propio planeta, y sus enormes ojos melancólicos reflejan continuamente una desesperación de singular insistencia. No hablan, se lamentan con una sola nota baja, siempre la misma. Toda su civilización parece contenida en esta nota de pesar, este eterno reproche que parece clamar al cielo.
Dado que P.4 no contiene metales preciosos ni riquezas naturales, y nada puede ser objeto de comercio, ni siquiera el tejido descarnado de los Translúcidos, a los terrestres no se les ha ocurrido nunca convertir este mundo en una colonia ni poner a los Translúcidos bajo el protectorado terrestre. ¿Qué hubiera podido hacerse con estos seres que emplean una hora para engullir una simple hoja de árbol y que, además, pueden convertirse en invisibles a voluntad? He aquí el motivo de que en P.4 no se encuentre más que a algún veraneante despistado, y de que en él reine la paz.
En P.4, como en todos los lugares del universo, hay algunos inconvenientes. Y especialmente de noche.
En realidad, si los días transcurren en una calma que llega a resultar fastidiosa, las noches parecen pertenecer a alguna fascinante pesadilla puesta en escena, inofensiva a fin de cuentas, pero bastante penosa para el que ha de soportarla.
La noche, aquí, es el refugio inexplicable de las fluctuaciones de imponderables y de sutiles metamorfosis. ¿Espejismos, alucinaciones, apariciones? Nunca se ha logrado comprenderlo, pero en cuanto se pone el sol lo informe y lo impalpable dictan su ley. Manchas de colores gotean en el aire y en el interior de las casas, burbujas de sangre se deslizan por el pavimento, ramas descarnadas asoman lentamente fuera del cielorraso. Las paredes se llenan de rumores como si se convirtieran en lugar de reunión de millones de termitas, el silencio queda interrumpido por gritos imposibles de definir y por espejismos aullantes; resplandores fantasmales entablan una lucha viscosa con formas móviles. Y en esta pesadilla, la parte más inquietante es la que representan los Translúcidos, que al llegar la noche, probablemente sin saberlo, realizan proezas que nunca llevan a cabo en pleno día. Atraviesan las paredes, se deslizan por debajo de las puertas, se desvanecen en el aire para reaparecer un poco más tarde, y cuando me despierto de noche encuentro siempre una multitud de Translúcidos a mi alrededor, inmóviles, o retorciéndose como pobres agonizantes. En la oscuridad son fosforescentes o simplemente transparentes, y puedo verlos paseando sobre mi lecho, a lo largo de las paredes o del techo, espantosos pero pacíficos, visibles pero incorpóreos. A veces se tienden a mi lado, semejantes a un enorme charco de leche, cuyo contacto recuerda el de un mármol revestido de cola. Cuando abro los ojos, mi mirada encuentra generalmente, muy cercana, la mirada de sus inmensos ojos líquidos, tan suaves como inquietantes. Y, de noche, su canto monocorde se convierte en un solo lamento continuo, como un estertor de algún perro despanzurrado.
Escucharlo sin terror puede resultar interesante. Ver los translúcidos cambiar del lívido al verde es algo menos agradable. Y a veces me digo que para soportar estas noches en compañía de una manada de larvas quejumbrosas se requiere amar a un mundo como P.4, y estar acostumbrado a él.
Amor difícil de desplegar, sin duda, porque en resumidas cuentas los días no son demasiado agradables en P.4, donde las distracciones no existen, prácticamente. Desde luego, resultaría refrescante bañarse en el agua gaseosa y vaporosa de las cascadas amarillas, pero sé que el agua de P.4, cuando se evapora, desgarra la piel del hombre. También resultaría placentero revolcarse en la arena de las playas, pero nadie correría ese riesgo, ya que la arena de este mundo ataca la carne con la misma agresividad de una horda de hormigas rojas. No sería menos embriagador correr por la sabana llameante de la llanura, si las hierbas no cortaran como cuchillos que destilan, además, un sutil veneno.
Mi única distracción, en suma, es la de permanecer en mi pabellón, diciéndome que resulta agradable vivir aquí, que el paisaje es realmente encantador, y que los Translúcidos, con su lentitud de parásitos, son decididamente de vida fácil y de buena compañía.
Una buena cura de reposo, desde luego, aunque sea casi imposible dormir de noche, aunque no pueda tumbarme en ningún sitio. Pero el reposo no puede ser eterno. Después de cuatro días, las vacaciones llegan a su fin y he de pensar en regresar a la Tierra para estar en la oficina mañana por la mañana.
En la base de P.4 tomo el cohete de las 15,30 que llegará a la Tierra al atardecer. Somos únicamente tres pasajeros, y para hacernos recuperar el tiempo perdido, nos obsequian ya con música suave, con slogans publicitarios, con informaciones, con órdenes y con imágenes del Mundo en Camino. No cabe duda, estamos volviendo a la vida normal.
—¡Feliz regreso! —nos augura la azafata espacial, cuya única obligación es la de emitir bocados de fórmulas de cortesía.
Augurio que resulta ineficaz, porque el regreso nos reserva un golpe imprevisto. Mientras volamos a lo largo de T.43, uno de los navegantes nos anuncia con la más completa indiferencia que nos hemos desviado de la trayectoria prevista y que estamos condenados a girar durante un año alrededor del planeta T.43, del cual nos hemos convertido en satélite artificial. He aquí adonde nos conducen los inconvenientes de los balbuceos interplanetarios.
Yo no digo nada, más resignado que los otros dos pasajeros, uno de los cuales se convertirá en padre de familia dentro de unos días, en tanto que el otro empieza a gritar que en la razón social que dirige nadie podrá efectuar los pagos de estos meses sin su presencia. Pero no basta con gritar para cancelar las inexorables leyes del espacio.
—Permaneceremos en comunicación con la Tierra —dice el navegante para tranquilizarnos—. Recibiremos víveres, carburante e incluso el correo. Pero no podremos aterrizar antes de un año. Así están las cosas.
Lamento no haberme traído algún libro. Cierto que tenemos la televisión, la publicidad en Alta Fidelidad, el tecnicolor y otros malolientes aspectos de la civilización, tan lejana y, sin embargo, tan próxima. Civilización que piensa en nosotros porque, al día siguiente, recibo un cablegrama de mi oficina. Es muy explícito: «Nos hemos enterado con disgusto que ha quedado usted bloqueado en el espacio. Le enviaremos regularmente trabajo. Procure escribir de un modo más legible que de ordinario. De todos modos, nos vemos obligados a descontarle una jornada de trabajo de su salario».
¡Muy tranquilizador! El mundo no nos olvida.
De hecho, al día siguiente recibo en un pliego sellado un importante fajo de documentos que debo estudiar antes de pasarlos a las máquinas electrónicas que los engullirán con la voracidad de la glotonería comercial. Me parece estar en la Tierra. Y qué alegría ver de nuevo el papel de cartas de la firma para la cual trabajo, con su lema y su águila amaestrada que parece respirar a pleno pulmón el orgullo de volar tan alto en el cielo. El mismo correo me ha traído también diversas facturas que he de pagar y los impuestos sobre aparatos con una potencia superior a los 15 watios. No hay que desanimarse. Estamos lejos de la Tierra, pero cerca de nuestros acreedores. Y los que nos dan trabajo piensan en todo.
Mañana recibiré seguramente la cuenta de los impuestos indirectos, y luego la de los impuestos directos sobre las tasas locales. Después vendrá el impuesto mensual sobre el automóvil rural, que tiene ya en su activo más de 10.000 kilómetros. Y el impuesto de honor para la regulación de los gastos contractuales relativos a profesiones no comerciales, o por la mayoridad aplicada a todas las alturas que excedan de 20.000 kilómetros. Y así por el estilo. Claro que a final de mes recibiré mi salario, con el descuento de la «prima de presencia», desde luego.
Y el alquiler que exigirá la compañía propietaria de este cohete será muy elevado, naturalmente. Sin contar con los seguros y los impuestos espaciales que tendremos que pagar.
Este año se anuncia duro, aunque nuestra situación sea bastante elevada. Habrá que trabajar día y noche para pagar todo eso. Paciencia. Tanto va el cohete al cielo que acaba por perderse. La cosa podía ser peor: existía la posibilidad de quedar condenados a girar eternamente alrededor de este planeta. Es la vida. Que continúa. Escuchemos su murmullo tranquilizador. La radio anuncia ya que un huracán ha causado cincuenta mil víctimas en el Japón, que se ha producido una violenta manifestación antiterrestre en G.87, donde la guerra es inminente, y que el secreto de la eterna juventud se encuentra en el uso del dentífrico Colgate.
Bien. Moriremos como terrestres, no cabe duda, aunque ello suceda lejos de nuestra querida patria. Nadie puede eludir su propio destino.