IV
En la playa la hoguera continuaba recalentando la comida que humeaba esparciendo un agradable olorcillo. Manuel probó otro bocado y lo saboreó con agrado. Antonio suspiró satisfecho masticando el suyo.
—¡Qué suerte! —exclamó, recordando que habían pescado al desconocido «cefalópodo» cuando, ya desesperados del tiempo que llevaban sin sacar nada en sus redes, pensaban abandonarlo todo y ampararse en la caridad de la Sociedad Protectora de Hombres.
—Sí —afirmó Manuel con los carrillos llenos. Hizo una meditativa pausa y agregó—: El aspecto, cuando lo sacamos, resultaba un poco chocante, sin embargo me he olvidado de la impresión gracias al buen gusto que tiene...
—Nunca había visto otro igual, Manuel... ¿Será tóxico?... Esperemos que no...
—¿Tóxico?... No puede serlo, está demasiado rico... Por otro lado, ¿tú no sabes que lo de la mar todo se come?
—¿De verdad crees que hemos debido comérnoslo tan a la ligera?
—¿Qué otra cosa podíamos haber hecho? ¿Morirnos de hambre?...
Del caldero volvieron a sacar grandes trozos de la extraña pesca y los masticaron con fruición. Tendiéronse de espaldas placenteramente adormilados por la buena digestión, tranquilos, sin sospechar que un ser gemelo del que habían devorado se les acercaba con un brillo de infinito dolor en la piel... con un sentimiento de destrucción en cada núcleo, con un impulso de fuerza matadora en cada tentáculo...