IV
Cuando despertó, Monique-Pandora le estaba aplicando la respiración artificial. Sintió sus labios calientes sobre su boca y pensó que en aquellos parajes ese beso era lo único vivo, que estaban desafiando a la muerte con aquel rito erótico y a la par mágico de infundir el aliento con el aliento.
Robert abrió los ojos y, sin embargo, sus bocas siguieron unidas. Por un instante se olvidó del lugar en que se hallaba y de los peligros por los que había pasado. Se incorporó sobre la tierra. A su derecha, el río de nombre desconocido (quizá el Loira) cantaba en dirección al Atlántico. (¿Existía un Atlántico en aquel país, o era, más bien, la laguna Estigia de los poetas griegos?)
—Chocaste contra una roca y por eso perdiste el conocimiento. Yo también he tragado mucha agua, como tú.
—Me parece, querida Monique, que éste es el único país en donde a ti y a mí nos es imposible morir. Si no fuera el paisaje tan tétrico sería cuestión de que nos quedáramos a vivir en estos lugares.
—¿Y los científicos del Centro se encargarían de mantener vivos a nuestros cuerpos allá arriba? —comentó Monique.
Los dos jóvenes rieron. Y se produjo en el paisaje como un fruncimiento de cejas ante aquella risa de dos seres vivientes, como si sólo estuviera permitida la risa de los muertos.
—¿Y qué habrá sido de los demás?
—Hace algunos instantes vi balancearse sobre el fondo del río a la locomotora, pero ahora veo que ha desaparecido. No creo que se haya salvado nadie.
Las vigas del puente ahora parecían envejecidas, como si por un instante hubiesen perdido su barniz brillante de ingeniería en servicio.
—¡Qué extraño! —comentó Robert—. Hace algunos instantes eso parecía nuevo. Ahora parece que tiene por lo menos cinco siglos.
—Y lo curioso es que no se ven cadáveres. Alguno tendría que haber salido a la superficie, me imagino yo.
—En este país es imposible predecir nada. No hay que asombrarse nunca.
Se levantaron y comenzaron a marchar en dirección a la vía del ferrocarril. Era el único camino que tenían al alcance. Robert le pasó el brazo por la cintura a Monique.
—Aunque te haya estado besando en la boca, no creo que tengas derecho a ello, Bob —rió Monique.
Pero al mismo tiempo que decía estas palabras le acariciaba la mano y se la apretaba contra su propia cintura.
—¿Estás casada? —le preguntó Robert.
Y al hacerlo le pareció que esta pregunta era estúpida en un lugar en que, al parecer, no había leyes de ningún tipo que tuvieran vigencia para ellos, puesto que se hallaban allí y sólo allí, más allá de la vida y de la muerte.
—Me estoy convirtiendo en un chiquillo —pensó—, cuando debiera andarme con pies de plomo.
Monique rió con todas sus fuerzas.
—¡Vaya pregunta que me haces! Qué pensaría el profesor Chang si te oyera. Se te ocurre precisamente aquí el hacérmela cuando has tenido otras ocasiones en la Tierra. Bueno, te diré que no.
—Me alegro, yo tampoco. Así, lo que te dije antes de quedarnos a vivir en estos parajes ya no me parece inoportuno.
Luego Robert se detuvo y comenzó a reírse.
—Me imagino a tu marido y a mi esposa, si los tuviéramos, inspeccionando los viales del tanatizador para descubrir si les estamos engañando en el mundo de la muerte.
—Y a lo mejor terminaban engañándonos ellos, con la misma imposibilidad por parte de nosotros para controlarlos.
—¿Por qué habrán elegido precisamente un hombre y una mujer para hacer la expedición juntos? ¿Es que pensaban poblar el mundo de los muertos con seres vivientes?
—Me parece que estás derivando hacia el sexo, querido Bob. Yo creo más bien que lo han hecho para comprobar las reacciones de un hombre y una mujer ante los mismos estímulos. Tampoco creo que se les pasase por la imaginación el que tú y yo nos pudiéramos encontrar más allá de la «barrera». De lo contrario, hubiesen procurado partir entre nosotros esta carga que ya se me está haciendo demasiado incómoda. Fíjate, por ejemplo, en estas linternas. ¿Y qué me dices de las pistolas en un mundo en que nadie nos puede matar?
—Vamos a conservar todos estos arreos hasta el último momento. Aunque, por supuesto, yo desearía que me dejases llevarte alguno de los instrumentos más engorrosos.
—Los hombres seguís siendo inaguantables, incluso cuando estáis muertos. Pretendéis que sólo vosotros tenéis fuerza física. ¿Quién te salvó hace unos momentos la vida? (Suponiendo que aquí podamos hablar de salvar la vida). ¿Y quién te hizo la respiración artificial?
Al escuchar esto, Robert la detuvo, y tomando con ambas manos la mejilla de la muchacha la besó con pasión en la boca. Monique se entregó sin rechistar y permanecieron un rato abrazados. Estaban precisamente en medio de la vía del tren y no se dieron cuenta de que los rieles estaban tremendamente oxidados, como en la estación de origen.
Sólo cuando despertaron de su efusión, vieron delante de sí las tapias de lo que parecía ser un cementerio. Fue su vista la que les hizo comprender que debían continuar adelante en la exploración.
La verja de hierro oxidada hasta la médula chirrió sobre sus goznes y entraron en un jardincillo. Era la única vegetación de los alrededores. Había allí matojos salpicados de nomeolvides, margaritas y amapolas, amén de tallos grasientos de consistencia carnosa. Zumbaban las moscas y los abejorros. Al otro lado había una tapia, y abriendo una segunda puerta, también en estado ruinoso, se pasaba al cementerio propiamente dicho.
Las tumbas estaban medio destruidas. Los nombres de los difuntos medio borrados por el tiempo. Pero había algo que les hizo más impresión que la faz inexpresiva de los ángeles de mármol o que las cruces resquebrajadas: todas las fechas de las lápidas coincidían: 19 de junio de 1890. ¡Aquellas personas habían muerto el mismo día y el mismo año! Y por si faltasen datos, la vista de Monique y Robert se clavó en una lápida de mármol negro, en la que todavía se conservaban la mayor parte de las letras doradas. En un francés académico, rezaba lo siguiente:
«Aquí yacen las víctimas del accidente ferroviario ocurrido el día 19 de junio de 1890, a las cinco de la tarde y en el puente que se divisa desde aquí. Murieron 329 personas, incluyendo el señor subprefecto del departamento.
Dios los tenga en su Gloria. Amén.
El señor ministro del Interior ha querido honrar su memoria construyendo este cementerio con la bendición del señor arzobispo de la Diócesis».
Monique y Robert permanecieron estupefactos. Era un cóctel de sentimientos el que embriagaba su alma en aquellos instantes. Por un lado, la tristeza de aquella tragedia de hacía doscientos años. Hubieran llorado ambos, y especialmente Monique, que tenía aún fija en su mente la visión de aquellas madres que apretaban convulsas a sus hijos antes de morir todos ahogados, si no les embargara también el alcaloide del terror. El terror de saber que por un fenómeno misterioso que todavía no comprendían, aquella tragedia se había repetido delante de ellos, con todos sus detalles.
Porque habían asistido con más pavor que consternación a una escena que ellos consideraban meramente fantasmagórica, irreal. Ahora la placa les había ensombrecido el ánimo al pensar que aquella alucinación correspondía a un hecho auténtico. Pero seguían perplejos, tras aquellos instantes inolvidables de entrega amorosa que acababan de experimentar sobre la vía del tren.
—Hemos asistido a una tragedia que ocurrió hace dos siglos —resumió Monique—. No se trata de una alucinación más. Yo recuerdo ahora haber leído algo sobre esta catástrofe en un libro titulado «Historia de los transportes». Fue este accidente el que inclinó ya de una manera definitiva al gobierno francés a construir todos los trenes sobre monorrieles..., pero no me hagas caso, tengo la cabeza muy embrollada.
—¿Por qué representaron «ellos» el accidente ferroviario delante de nosotros?
—Hablas de «nosotros» como si a «ellos» les importara nuestra presencia. Quedan todavía muchas cosas por descubrir en este «planeta».
Y volvieron sobre sus pasos al jardincillo. Había un banco de piedra cubierto en parte de musgo y sobre él se sentaron, tras barrer las hojas secas y la capa de arena que el viento había depositado. Soplaba un airecillo delicioso y las madreselvas perfumaban el ambiente, enloqueciendo los sentidos.
—Querida Monique —interrumpió el silencio Robert—. Creo que estamos dando excesivas vueltas a lo que ni tú ni yo logramos comprender. Creo que, además, estamos perdiendo de vista el hecho de que aquí se nos ha enviado a observar, no a sacar conclusiones.
—No me preocupa la explicación de todo esto, Bob, sino que me entristece pensar en lo que ocurrió cerca de aquí hace doscientos años. Pienso sobre todo en los niños que murieron.
—Piensa también en los muertos de la tercera guerra mundial o en los que perecieron al explorar el planeta Marte. También me ha entristecido la lectura de la lápida, pero recuerdo una frase que, seguramente, te han leído en la Universidad. Es de un autor americano que se llamó Arthur Miller. Un autor norteamericano que vivió, como tú sabes, en el siglo XX. Se trata de un hombre y una mujer que como tú y como yo están en un cementerio y ella le pregunta: «¿No oyes hablar a los muertos?» Él le responde que no. «Sí, aguza el oído y les oirás repetir continuamente: Vive, vive, vive». Eso es lo que yo te digo a ti.
Comenzaron a acariciarse y a besarse sobre el banco de piedra. Luego se deslizaron hacia un lecho de hierbas que conservaban todavía un resto de humedad.
—Hagámonos el amor —susurró Robert, enfebrecido.
Y se lo hicieron, mientras las mariposas blancas bailaban sobre las flores y el viento movió los dedos de los cipreses, aguzados como uñas de tigre.